A menudo se critica a la psicología y a la psiquiatría por reducir a las personas a etiquetas. Es decir, por tratar de explicar aquello que nos hace únicos, la mente y la propia personalidad, a través de números, tendencias estadísticas y categorías relativamente rígidas.
Desde luego, si echamos la mirada hacia el pasado es fácil ver las consecuencias de lo que la falta de empatía y de trato humano pueden hacer en la psiquiatría y en el estudio científico del comportamiento: lobotomías forzosas, amontonamiento en centros psiquiátricos que apenas podían ser llamados así…
Sin embargo, ni en la psicología ni en la medicina es necesario confundir a la persona con sus enfermedades o problemas mentales para poder trabajar en estos ámbitos. Ni los trastornos mentales son adjetivos ni la función de la psicología o de la medicina es la de traducir nuestra esencia por medio de un diagnóstico.
El uso de las etiquetas en la psicología
Hay que aclarar algo: el uso de categorías bien delimitadas (o lo más delimitadas que sea posible) en la psicología, como por ejemplo la de psicopatía o la de inteligencia, no es algo que sea malo de por sí.
La psicología intenta explicar científicamente una parte de la realidad y, para ello, debe utilizar conceptos concretos, que puedan ser entendidos por toda la comunidad de científicos de esa área del conocimiento independientemente de su contexto cultural.
Dicho de otra forma, en la ciencia es necesario huir todo lo posible de las definiciones ambiguas; hay que hablar con propiedad. La depresión no puede ser definida como "un estado de negatividad mental en la que se transmite pesimismo vital", sino que para entender en qué consiste es necesario aprender una serie de síntomas muy concretos y establecidos por consenso científico.
Es decir, que la psicología trabaja a partir de conceptos que nos hablan sobre características de cómo pensamos, sentimos y actuamos desde el punto de vista de un observador externo que compara diferentes casos entre sí y llega a conclusiones sobre cómo piensa, siente y actúa un grupo de individuos. La tarea de la psicología no es la de definir aquello que existe únicamente en una persona, sino la de descubrir las lógicas que permiten explicar los mecanismos mentales y comportamentales de una multitud.
Eso significa que un psicólogo no trata a una persona como si esta fuese total y absolutamente única, sino que trabaja a partir de los principios y las generalidades sobre la mente y el comportamiento humano que conoce. De hecho, de no ser así su trabajo podría ser hecho por cualquiera que se atribuya una sensibilidad especial a la hora de ser "un alma humana tocando otra alma humana".
La psicología no es metafísica
El problema llega cuando o los pacientes o los propios psicólogos y psiquiatras creen que las categorías científicas que se utilizan en la psicología y la psiquiatría son reflejos directos de la identidad de las personas. Es decir, cuando los nombres de los trastornos mentales, de los rasgos de personalidad o de los síntomas pasan a ser sinónimos de la esencia de las personas (sea lo que sea esto último).
Una cosa es acordar que por pragmatismo se va a trabajar partiendo de conceptos bien acotados y definidos, y otra es asumir que toda la vida mental de alguien queda resumida en un cuadro diagnóstico o en el resultado de una prueba de personalidad. Esta última opción no solo no forma parte del funcionamiento normal de la psicología, sino que además supone una extralimitación.
El error está en que, en ocasiones, se llega a sostener la creencia de que la tarea de la psicología es captar la identidad y la esencia de las personas, decirnos quiénes somos.
Sin embargo, por mucho que la etimología del término "psicología" es el que es, el propósito de este ámbito científico y de intervención es mucho más modesto que el de revelar la esencia de cada uno; esa tarea queda reservada para los metafísicos.
La psicología se contenta con ser útil a la hora de aportar soluciones concretas a necesidades materiales: mejorar las condiciones objetivas de vida de la gente, aportar modelos capaces de prever mejor cómo actúan los colectivos, etc.
Es por eso que la idea de los trastornos mentales y de los trastornos mentales, a diferencia de los adjetivos, solo existen porque resultan de utilidad dentro del entramado de esfuerzos coordinados que es la salud mental y la ciencia del comportamiento, y por nada más. Son conceptos que tienen sentido en el ámbito clínico y en ciertas ramas de la ciencia para dar respuesta a problemas concretos.
En la salud mental no existen esencias
Además, merece la pena recordar que en psicología casi todos los procesos mentales son entendidos como parte de un ciclo que une a la persona con su entorno: nosotros actuamos según lo que está ocurriendo dentro de nuestro propio organismo, pero lo que ocurre dentro de nuestro organismo también depende de lo que ocurre a nuestro alrededor.
Ni siquiera desde una perspectiva científica puede llegar a entenderse un trastorno mental como algo que empieza y termina en uno mismo, como si formase parte de algo intrínseco al propio ser. Cada persona mantiene una conexión en tiempo real con su entorno y no podría existir (ni viva ni muerta) al margen de este.
Esta idea, por cierto, no solo sería bueno tenerla en cuenta al pensar en los conceptos diagnósticos, sino también cuando se piensa en términos que sí se utilizan como adjetivos más allá de la salud mental.
Trastornos como etiquetas
Pedirle a un especialista de la salud mental que plasme la esencia de un paciente a través de un diagnóstico es como pedirle a un jardinero que exprese la roseidad de la rosa mediante la poda.
Las categorías científicas como las que sirven para explicar lo que son los trastornos mentales solo tienen sentido como parte de un esfuerzo por aportar soluciones a necesidades muy concretas, definidas y basadas en lo material, y no lo tienen como etiquetas que puedan ser utilizadas para resumir toda la complejidad de la personalidad de un solo individuo. No es esa su función.
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