Quien haya entrado en una catedral gótica probablemente habrá quedado impactado por su pronunciada verticalidad y, sobre todo, por el juego de luces que los vitrales de colores dibujan en todo su espacio. Esto es mucho más acusado en las catedrales góticas del norte de Europa, especialmente en las francesas, puesto que el gótico mediterráneo es mucho más compacto. Pero, en general, podemos afirmar que lo que caracteriza la arquitectura gótica religiosa es la monumentalidad y la altura, como si, desde la tierra, los fieles pretendieran alcanzar a Dios.
¿Qué hay detrás de las catedrales góticas? Un estilo o una obra de arte no surge porque sí; es fruto de una época, de una mentalidad y de unos objetivos, a menudo bastante concretos. En el caso de las catedrales góticas, debemos enmarcarlas en la Edad Media urbana, la que surgió hacia el siglo XII y que devolvió a las ciudades la importancia que habían perdido durante los primeros siglos del Medievo. Hoy hablamos de los grandes símbolos de las ciudades medievales, las catedrales góticas, así como de sus innovaciones artísticas y técnicas.
Las catedrales góticas: símbolos de la nueva Edad Media urbana
Las catedrales de estilo gótico surgen en un contexto muy concreto, que no es otro que la progresiva urbanización de la sociedad medieval. Tras la caída del Imperio romano de Occidente, Europa había vivido una fuerte ruralización, que ya había empezado a gestarse cuando Roma daba sus últimos coletazos. Como resultado, las urbes se fueron abandonando y perdieron toda preponderancia política en favor de los pujantes feudos que administraban los señores en el campo.
De la ciudad al campo, del campo a la ciudad
Así, los primeros siglos medievales son los siglos del campo, de los pequeños pueblos, de los castillos señoriales y, por supuesto, de las abadías, auténticos centros de saber. No queremos decir con ello que las ciudades desaparecieran, por supuesto, pero ya no se trataba de núcleos esenciales de poder como habían sido en época romana. Muchas de ellas se limitaban a ser la sede del obispo; es decir, poseían una mera función religiosa.
Hacia el siglo XII, todo empieza a cambiar. La bonanza económica favorece un auge considerable de la actividad artesanal y comercial, y estos comerciantes en ciernes se trasladan a los antiguos burgos para ejercer su actividad. Precisamente por ello se les empieza a denominar burgueses, es decir, habitantes del burgo, para diferenciarlos de la población que todavía permanecía en el ámbito rural.
Estos burgueses constituirán pronto una élite social urbana cuyo poder es equivalente al de la nobleza en el campo. Las ciudades empiezan entonces su gran jerarquización, en la que empieza a primar la capacidad económica por encima del estamento. No se trata todavía de una ciudad de clases, pero estamos ante el germen de lo que posteriormente será nuestra sociedad actual.
La jerarquización urbana y los primeros conflictos
Esta fuerte jerarquización urbana, que se consolida hacia el siglo XIII, da como fruto constantes pugnas entre grupos. La burguesía tiende a monopolizar las instituciones del poder municipal, cosa que, por supuesto, no gusta nada a la nobleza, que se considera depositaria de los antiguos derechos estamentales.
Por otro lado, la creciente exclusión de otros grupos que no entran en el juego del poder propicia numerosas disputas, que, en el siglo XIV, espoleadas por la Peste y las consecuentes hambrunas, eclosionarán estrepitosamente, para recrudecerse en el siglo XV. La paulatina marginación de la población urbana que no pertenece a la nobleza o a la burguesía y que, por tanto, se mantiene al margen de las intrigas políticas, dará pronto como resultado una serie de levantamientos destinados a poner el foco en este grupo social que queda, de esta forma, absolutamente alejado del poder.
Algunas de las primeras revueltas urbanas en este sentido serán, por un lado, la encabezada por Étienne Marcel en la ciudad de París (1357-1358) y, por otro, el famoso alzamiento de los denominados Ciompi en Florencia (1378), enmarcado en la pugna entre güelfos y gibelinos. Los trabajadores del ramo textil se levantaron, entre junio y agosto de 1378, para reivindicar ante la Signoria su participación en los órganos de gobierno.
Las catedrales como símbolo de poder urbano
Este pequeño esbozo de los cambios surgidos en Europa a partir del siglo XII es esencial para comprender el impresionante auge de las catedrales. Porque, a diferencia de lo que mucha gente cree, la gran mayoría de estos espectaculares edificios no fueron financiados por la Iglesia, sino por grupos pujantes de la élite urbana que, además, aprovechaban esta “arquitectura de Dios” para demostrar su poder y su riqueza.
Un caso famoso es el de Santa María del Mar, en Barcelona, levantado en el barrio de la Ribera sobre los cimientos de la antigua Santa María de las Arenas, donde, por cierto, se supone que estaba enterrada Santa Eulalia. El de la Ribera era un barrio situado a escasos metros del mar, donde vivían marineros, estibadores y prósperos comerciantes.
Esta población se sentía desplazada del núcleo político de la ciudad y, por tanto, de su catedral (símbolo del poder de la nobleza), por lo que decidieron sufragar ellos su propio templo. Así, gracias a la financiación de la élite de la Ribera (y al sudor de muchos ciudadanos que se dedicaron físicamente al ambicioso proyecto), en tan sólo cincuenta y cuatro años, desde 1329 a 1383, se levantó uno de los edificios más bellos de la arquitectura gótica religiosa en el Mediterráneo.
Santa María del Mar es, pues, uno de los mejores ejemplos de la rivalidad creciente entre la ambiciosa burguesía urbana y la antigua aristocracia, que permite hacernos una idea de que las catedrales góticas no sólo eran un homenaje a Dios, sino también a la riqueza y al poder de las élites.
El inicio: Saint-Denis y el abad Suger
En el año 1122 es escogido abad de Saint-Denis un personaje llamado Suger, que tendrá una gran importancia a la hora de lanzar el nuevo estilo con el que se levantarán las catedrales urbanas. Suger (h. 1081-1151) provenía de una familia campesina que vivía en las cercanías de Saint-Denis, no muy lejos de la ciudad de París. En cuanto fue elegido abad, Suger emprendió una serie de reformas de la abadía que dieron el pistoletazo de salida del gótico arquitectónico.
En primer lugar, el abad remodeló la cabecera de la iglesia abacial, que se levantaba sobre la antigua cripta románica. Durante gran parte de la Edad Media, la idea de belleza se relacionaba directamente con Dios (siguiendo la idea platónica de lo Bello), por lo que todo objeto hermoso debía ser, necesariamente, luminoso. Así lo creía también Suger, que veía en la luz y el color una emanación directa de Dios.
Por ello, el programa de renovación de la abadía impulsado por el nuevo abad implicaba una acusada verticalidad y una necesaria apertura de muros que permitiera el acceso de la luz dentro del templo. Esto es, en realidad, la esencia del gótico arquitectónico: los espacios que se alargan hacia el cielo, en una búsqueda constante de Dios, y el acceso a una luminosidad que se relacionaba con la presencia de la divinidad.
Grandes innovaciones arquitectónicas para un nuevo lenguaje
Todo el nuevo programa ideológico del gótico requería, necesariamente, una serie de innovaciones arquitectónicas. Si la luz era Dios y, por tanto, en sus templos se debía facilitar la iluminación, era necesario aligerar el peso de los muros para poder abrir en ellos las ventanas necesarias. Sin embargo, esto resultaba muy peligroso, puesto que, al ser los muros piezas transmisoras de la presión de las bóvedas, debían ser lo suficientemente gruesos para que el edificio no se hundiera. Las aperturas, pues, debilitaban los muros y aumentaban el peligro de derrumbe.
Aquí es donde entran en juego dos de las innovaciones arquitectónicas más importantes del gótico: la bóveda de crucería nervada y el arbotante. La primera constituye el “encuentro” de dos bóvedas de cañón, cuyos nervios permiten transmitir el empuje de la bóveda directamente a los pilares, lo que convierte los muros en meros sistemas de cierre de espacios. Por otro lado, para aligerar todavía más el peso de los muros, se integran los arbotantes, que llevan la presión hacia fuera, presión que queda contrastada por los contrafuertes exteriores.
Todo ello evita que la estructura se “abra” y, por tanto, se desplome, además de que, gracias a todo este novedoso sistema constructivo, los muros pierden su tradicional función de soporte. Esto permite abrir los pertinentes huecos, que se llenarán así de hermosos vitrales de colores. De esta forma, en el interior de los templos góticos, y en conjunción con el movimiento constante de la luz, se producirá una serie de juegos de colores que tendrán como función principal enfatizar la idea de que Dios es luz y que el color es su manifestación terrenal.
Conclusiones
A partir de Suger y Saint Denis, empezarán a levantarse por toda Europa catedrales edificadas en este nuevo estilo. Entre ellas, destacan especialmente Reims, Rouen y Chartres en Francia (impulsada esta última por su obispo Renaud), y la de Burgos y León en territorio hispánico. Todas ellas rivalizarán entre sí para conseguir el monumento más bello en homenaje a Dios (y al ser humano).
Así pues, podemos afirmar que las catedrales góticas constituyen un auténtico símbolo de los nuevos tiempos. Unos tiempos inquietos y dinámicos que serán testimonio del auge del comercio y de la banca, así como de la pujanza de las nuevas élites urbanas, que empezarán una lucha interminable con la antigua nobleza. Pero, sobre todo, las catedrales góticas serán el testimonio material de toda una cosmovisión, que tiene como parte esencial la luminosidad en tanto que manifestación fehaciente de la existencia de Dios.
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