Ellos la llamaban Sefarad, tomando así un concepto que aparece en el Antiguo Testamento. Se denominaba así a la Península Ibérica y, en consecuencia, eran denominados sefardíes los judíos hispánicos que se vieron obligados a marchar de su patria en 1492, rumbo a otro largo exilio.
Las comunidades judías están documentadas en lo que hoy es España al menos desde el siglo IX, cuando se menciona a los judíos asentados en Barcelona. Sin embargo, la presencia de comunidades hebreas en la Península es muy antigua, pues se remonta a la época visigoda y a los primeros años de la conquista musulmana.
¿Cómo vivían las comunidades judías en la España medieval? ¿Sufrían la persecución que a menudo se menciona o, por el contrario, eran respetadas e incluso favorecidas por los monarcas? Hoy hacemos un repaso a la vida cotidiana de los judíos de Sefarad, la España de la Edad Media.
Los judíos en la España medieval: entre la cordialidad y la violencia
Para rastrear la historia de las comunidades hebreas en la España medieval debemos tener presente dos realidades muy distintas. Por un lado, el Al-Ándalus musulmán, en el que los judíos gozaron de un período de riqueza y estabilidad importante; por otro, los reinos cristianos, que poco a poco, y tras la caída del califato de Córdoba, irán absorbiendo a los emigrantes judíos del sur a través de varios fueros de población muy beneficiosos para su comunidad.
El fin de la Edad Media es también el fin de la más o menos estable convivencia de judíos y cristianos en España. A partir del siglo XIV, con el auge de las órdenes mendicantes, la creciente presión de la Iglesia y, sobre todo, la expansión de la Peste Negra (de la que se culpó a los judíos), empezaron las persecuciones a los hebreos de Sefarad.
El punto culminante de dicha persecución fue la expulsión oficial de las comunidades judías de la Península Ibérica. Empezaba, a las puertas de la Edad Moderna, una época de intransigencia, que propició los bulos y las acusaciones falsas hacia los conversos, los judíos que se habían convertido al cristianismo para poder permanecer en su patria.
Las primeras comunidades judías en Hispania
Si profundizamos en los anales históricos, encontramos alusiones a comunidades judías en Hispania ya desde la época tardoantigua. La destrucción del templo de Jerusalén en el año 70 d.C. por parte de las tropas del emperador Tito provocó una oleada de emigraciones hacia distintos puntos del imperio, e Hispania no fue una excepción.
En el reino visigodo de Toledo se promulgaron una serie de leyes contra los judíos, como la orden de conversión forzosa (so pena de expulsión) que se redactó durante el reinado de Sisebuto (616), o el decreto de esclavitud de las comunidades judías hispánicas (694). Quizá como consecuencia de estas medidas visiblemente violentas, los propios judíos participaron más tarde y de forma voluntaria en la conquista árabe de la península, bien como soldados, bien como partidarios de los recién llegados que, desde dentro de las ciudades, les facilitaban el acceso a las plazas.
La estabilidad de Al-Ándalus
Los conquistadores fueron muy conscientes del apoyo militar y político que habían recibido de los judíos hispánicos. Además, los árabes llegados a la península eran profundamente respetuosos con las otras dos religiones monoteístas, y nunca se inmiscuyeron en su credo y su liturgia. La única condición que se imponía a judíos y cristianos era el pago de un tributo, lo que, en última instancia, aumentaba la riqueza del recién nacido emirato.
Con semejante panorama de tolerancia y libertad, los judíos empezaron a prosperar bajo el gobierno musulmán. Fueron muchas las figuras judías que alcanzaron altos cargos en la administración y el gobierno, además de una posición privilegiada en la práctica de la medicina y la cultura. En este sentido, destaca especialmente la figura de Hasday Ben Shaprut (s. X), que se convirtió en médico de cabecera del califa Abderrahmán III y fue un auténtico mecenas cultural e impulsor de la poesía hebrea.
El fin del califato de Córdoba y diáspora hacia el norte
En resumen, la situación de los judíos bajo la égida musulmana fue, durante el emirato y la primera época del califato (756-1008), de auténtica estabilidad, amparados no solo por la tolerancia religiosa de los emires y los califas, sino también por su condición de servi regis, es decir, propiedad real.
Todo se truncó con la desaparición del califato independiente de Córdoba en el año 1008. Las luchas intestinas se suceden. La llegada de los almorávides a la península no soluciona las cosas; se trata de un pueblo procedente del Sáhara que practica una fe islámica muy radical y que no muestra en absoluto la tolerancia (e incluso el favoritismo) de los antiguos califas. Las nubes negras se ciernen sobre el horizonte de las comunidades judías de Al-Ándalus.
Los conflictos constantes y, sobre todo, la cruenta matanza de judíos acaecida en Granada en 1066 propician la huida de las comunidades hebreas al norte de la península, donde los monarcas cristianos los reciben con los brazos abiertos. Se terminaba la época dorada en Al-Ándalus. A partir de entonces, la intelectualidad judía brillará en los reinos cristianos; en especial, en Castilla.
Podemos preguntarnos qué interés tenían los reyes de Castilla y Aragón en recibir a los judíos huidos de la persecución almorávide. Si nos atenemos a que el avance cristiano había dejado tierras enteras sin población y, por tanto, sin cultivo, entenderemos el afán que mostraron los reyes castellanos y aragoneses en dotar a las comunidades exiliadas de fueros beneficiosos que motivaran su permanencia. Así, fueros como el de Castrojeriz (974) o el de Nájera (1020) contenían privilegios muy provechosos para los judíos recién llegados.
El mundo cristiano hispánico consideraba a los judíos servi regis, igual que sus coetáneos árabes. Así, ya desde época visigoda los judíos eran considerados propiedad real, lo que obligaba en cierta manera a los reyes de los reinos cristianos a ponerlos bajo su protección. Una protección que, todo sea dicho, no siempre era bien vista, especialmente en el caso de la Iglesia.
Alfonso X el Sabio y su escuela de traductores
Durante los años centrales de la Edad Media (esto es, desde aproximadamente el siglo XI al XIII) las comunidades judías vivieron una relativa tranquilidad en los reinos cristianos, de una forma parecida a lo que había sucedido en Al-Ándalus durante el periodo omeya. Su evidente erudición y elevadas capacidades políticas y diplomáticas (adquiridas durante su colaboración con los árabes) impresionaron a diversos monarcas, que los llamaron a su lado para aconsejarlos sobre las tareas de gobierno.
En este punto es necesario romper un tópico que, por algún motivo, sigue bastante vigente entre el público general: aquel que divide la península ibérica medieval entre “cristianos” y “musulmanes” y niega cualquier atisbo de colaboración y simpatía mutua. Nada más lejos de la verdad.
Si bien es cierto que hubo periodos muy turbulentos, en general musulmanes y cristianos hicieron mucho más que pelearse entre sí. De hecho, la cercanía mutua contribuyó a un tráfico cultural extraordinario, que dio como fruto aspectos tan singulares como la presencia de motivos árabes decorativos en las casas cristianas, y también en accesorios de ropa y ajuar doméstico. La transferencia de saberes y estéticas fue constante, por lo que es necesario desterrar (de una vez por todas) la idea tan arraigada de una feroz Reconquista, en la que ambos bandos se hallaban absolutamente aislados.
Un ejemplo de ello es el reinado de Alfonso X, llamado El Sabio por su amor a la cultura y el saber, vinieran estos de donde vinieran. De hecho, en época de este monarca Toledo floreció como auténtico crisol de culturas, especialmente a través de la famosa Escuela de Traductores de Toledo, en la que diversos eruditos, tanto judíos como cristianos, colaboraban para traducir obras fundamentales del saber occidental y oriental.
El principio del fin
Ya hemos comentado que, a pesar del clima generalmente benevolente que se respiraba en el mundo cristiano hispánico medieval, no todo el mundo veía con buenos ojos la concordia interreligiosa. La Iglesia en concreto puso muchas trabas a la generosidad que esgrimían los reyes para con los judíos, trabas que, a medida que se acercaba el siglo XIV, fueron volviéndose más acusadas.
Ya en el siglo XI, el papa Gregorio VII recriminó duramente a Alfonso VI de Castilla que diera semejante bienvenida a los judíos huidos de Al-Ándalus. Y, en lo sucesivo, los diversos pontífices instaron a los monarcas cristianos a proclamar edictos antijudíos que, por cierto, rara vez se hicieron efectivos.
En el siglo XIV ocurrieron una serie de sucesos que fueron el punto de partida del acérrimo odio hacia las comunidades judías, que se intensificó a finales de la Edad Media. Primero, tenemos el auge de las órdenes mendicantes, como los franciscanos y los dominicos. Estos últimos, espoleados por la polémica figura de Vicente Ferrer, fueron especialmente crueles y violentos en sus arengas contra los hebreos.
Por otro lado, la Peste Negra arribada de Oriente y que sembró por toda Europa muerte y desolación no ayudó en absoluto. Y es que se culpó de la pestilencia a los judíos, a los que se acusó de envenenar el agua de los pozos para diseminar la enfermedad. En consecuencia, se produjeron una serie de alborotos populares que tenían como objetivo la persecución de los judíos, los conocidos pogromos. El año 1391 fue especialmente fatídico: los calls (barrios judíos) de Barcelona, Sevilla y Toledo, entre otros, fueron brutalmente destruidos, y sus habitantes, masacrados.
1492: la diáspora de Sefarad
Los inicios del siguiente siglo no auguraban ninguna mejoría. El antisemitismo había hecho acto de presencia para quedarse, y el odio hacia las comunidades judías no hizo sino crecer. Los bulos, que se propagaban sin cesar y que acusaban a los hebreos de matar a niños cristianos para sus rituales, aumentaron la furia del pueblo y el miedo de las pocas comunidades judías que quedaban.
En Castilla, en concreto, la guerra civil que enfrentó a Enrique IV de Trastámara y su hermano Alfonso desestabilizó aún más la precaria convivencia. Cuando Isabel, la hermana de ambos, accedió al trono y desposó con Fernando de Aragón, los cimientos estaban preparados para el golpe definitivo: el Edicto de Expulsión, firmado por los monarcas en 1492 y que obligaba a los judíos a convertirse al cristianismo o abandonar su hogar. Empezaba la diáspora de Sefarad.
No debemos pensar sin embargo que Castilla y Aragón fueron los dos únicos reinos de donde se expulsó a los judíos. Doscientos años antes, en 1290, Eduardo I de Inglaterra hizo lo propio en sus territorios; y, un siglo antes, Felipe Augusto de Francia decretó la expulsión de los hebreos de Francia.
El clima de cordialidad que sobrevivió en la península hasta bien entrado el siglo XIV ayudó a que los decretos de expulsión de los países vecinos no afectaran a los reinos hispánicos, aunque finalmente se adhirieron a la corriente antisemita general. A pesar de ello, en pocos territorios proliferó una convivencia interreligiosa tan estable como en la España medieval.