Ahora mismo, estoy tecleando ante mi ordenador. Sigo, pues, un proceso de escritura que, para nosotros, es algo cotidiano y nada tiene de excepcional ni extraño. Efectivamente; a diario nos enfrentamos con esta tarea, tal y como llevan haciendo nuestros antepasados desde hace milenios.
Pero ¿sabemos cuál fue el origen de esta manifestación (exclusivamente) humana? ¿Dónde encontramos los primeros testimonios de escritura? Y, ¿qué motivó al ser humano a dejar sus ideas por escrito? Acompañadnos por este viaje fascinante a los orígenes de la escritura, en el que intentaremos responder a todas estas preguntas.
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El origen de la escritura: ¿Mesopotamia o Egipto?
Todavía existen debates entre los expertos sobre cuál es la cuna de la escritura. En concreto, las posibilidades se circunscriben a dos lugares: Mesopotamia y Egipto.
“Mesopotamia” es el nombre que se le da al valle que forman los ríos Tigris y Éufrates, y correspondería más o menos con los actuales países de Irán e Irak. La palabra griega para designar la región, Mesopotamia, significa literalmente “entre ríos”. En efecto, en el fértil valle que se extendía entre ambos cursos fluviales se desarrollaron importantes civilizaciones, que debieron parte de su extraordinaria cultura a los primeros asentamientos estables.
Con la aparición de la agricultura, los grupos humanos se asientan definitivamente en un territorio. Mesopotamia, con sus tierras fértiles, aptas para el cultivo y la cría de ganado, se erige como uno de los mejores lugares para el surgimiento de las primeras poblaciones.
Una de estas civilizaciones fueron los sumerios que, desde el IV milenio a.C., dejaron testimonios por escrito. Estos escritos usaban el alfabeto cuneiforme y se realizaban sobre tablillas de arcilla húmeda en las que se practicaban incisiones con un cálamo o punzón afilado. La arcilla se secaba y, de esta manera, estas manifestaciones escritas han perdurado hasta la actualidad.
Esta primera escritura cuneiforme constaba de pictogramas: es decir, cada grafismo correspondía a una sílaba. Una de las manifestaciones cuneiformes más antiguas es la tablilla de Kish, realizada hacia el 3.500 a.C. sobre piedra caliza. Es, por lo tanto, tres siglos anterior a la conocida como “paleta de Narmer”, en la que se encuentran los primeros jeroglíficos egipcios.
Tendríamos, así, el testimonio de que la escritura mesopotámica es mucho más antigua que la egipcia. Sin embargo, en 1998 se descubrieron en Abydos muestras de escritura proto-jeroglífica, que sí que sería contemporánea a la escritura cuneiforme, lo que no hace sino avivar la polémica.
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Un origen puramente administrativo
La escritura nació como solución práctica a la necesidad de poseer registros de bienes e intercambios comerciales. Los primeros documentos sumerios son inventarios de productos, imprescindibles en una sociedad eminentemente agrícola. Más tarde, la escritura se aplicó también a la codificación de leyes; un buen ejemplo es el Código de Hammurabi, grabado en cuneiforme sobre una estela de basalto negro que se conserva en el Museo del Louvre. La estela recoge el primer registro legislativo, y trata temas como el robo, el adulterio o el homicidio.
Tendremos que esperar hasta el III milenio a.C. para encontrar la primera expresión estrictamente literaria: el conocido como Poema de Gilgamesh, el relato acadio de un mito sumerio que constituye el primer ejemplo de literatura escrita de la historia.
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Lengua y alfabeto
Es preciso hacer una puntualización: no es lo mismo alfabeto que lengua. Un alfabeto es un sistema de símbolos y grafías que sirven para plasmar por escrito un idioma. Mediante un alfabeto es posible transcribir una cantidad indefinible de idiomas. Un ejemplo muy claro sería nuestro alfabeto occidental; con él podemos escribir en español, pero también en inglés, en alemán, en sueco, en francés, etc.
Por tanto, si volvemos a la escritura cuneiforme, tenemos que, a pesar de que originalmente fue el sistema exclusivo de la lengua sumeria, más tarde fue utilizado en multitud de culturas. De hecho, la cuneiforme se convirtió en la escritura “oficial” de las civilizaciones mesopotámicas. Así, los acadios (que hablaban una lengua semítica), los hititas y los persas utilizaron el sistema cuneiforme para plasmar sus idiomas por escrito. Esto, por supuesto, conllevaba una serie de problemas: a menudo era necesario alterar los caracteres originales para transcribir sonidos que no existían en sumerio.
La escritura cuneiforme es una de las más longevas de la historia. Se usó ininterrumpidamente desde los albores de la civilización sumeria, en el milenio IV a.C., hasta el siglo I d.C. Concretamente, el último escrito cuneiforme del que se tiene constancia data del año 75 de nuestra era. En aquella época este sistema de escritura ya estaba absolutamente desplazado por el alfabeto griego y latino, del que hablaremos más adelante.
Vestigios que hablan
Se estima que el género Homo empezó a desarrollar el lenguaje oral hace unos 100.000 años, quizá basado en una comunicación gestual, que más tarde acabó consolidándose en el lenguaje hablado.
Por su propia naturaleza oral, es mucho más difícil datar el origen del habla que el de la escritura. Sin embargo, se ha avanzado mucho en este campo; a través de restos fósiles de cráneos humanos, la paleoneurología puede estudiar las áreas cerebrales más desarrolladas y medir, de esta forma, la capacidad lingüística del individuo. Los vestigios escritos, por su parte, son mucho más precisos puesto que, a través del contexto arqueológico y mediante técnicas como la datación por carbono-14, se pueden establecer con mayor exactitud los límites cronológicos.
Rawlinson, el acantilado y los caracteres cuneiformes
Los primeros hallazgos de escritura cuneiforme se dieron en el siglo XVII, cuando Pietro della Valle descubrió en 1621 unas tablillas en los restos de la ciudad de Persépolis. Más tarde, en 1700, Thomas Hyde, de la Universidad de Oxford, acuñó el término “cuneiforme” para referirse a este sistema de escritura, en referencia a la forma de cuña que presentaban los caracteres. Pero habría que esperar hasta el siglo XIX (en concreto, a 1802), para que se realizaran las primeras interpretaciones de esta escritura. Ese año, Georg Friedrich Grotefend (1775-1853) presentó a la Real Sociedad de Göttingen un primer estudio, que completaron más tarde autores como Emile Burnouf.
Más sonado fue el caso de Henry Rawlinson, oficial del ejército británico que, en 1835, se atrevió a acceder al despeñadero de los montes Zagros (Irán) donde se erigía, esculpido en la roca, un enorme relieve del rey Darío I rodeado de escritura cuneiforme. Las dimensiones colosales de la obra (15 metros de alto y 25 de largo) y su difícil ubicación hacían que nadie se atreviera a examinarla. Rawlinson se armó de valor y consiguió descolgarse por el acantilado y extraer una copia de los caracteres. El texto estaba escrito en tres idiomas: el elemita, el babilonio y el persa antiguo, lo que facilitó su traducción, ya que este último era una lengua alfabética y, por tanto, mucho más fácil de interpretar (las otras dos tenían estructura silábica). Es por ello por lo que se conoce a estos relieves como “la piedra Rosetta persa”.
La piedra de Rosetta “original”
¿Por qué se conoce a los relieves de los montes Zagros como “la piedra de Rosetta persa”? Porque, una década antes que Rawlinson, en 1822, Jean-François Champollion, un joven historiador francés, había dado con la clave para descifrar los enigmáticos jeroglíficos egipcios. Esta clave fue una estela de basalto, hallada en 1799 cerca de Rosetta durante la campaña de Napoleón en Egipto, que contenía un texto escrito en caracteres jeroglíficos, en demótico y en griego antiguo. A partir de este último, Champollion pudo descifrar los otros dos. Anteriormente, la piedra de Rosetta ya había suscitado enorme interés en los círculos eruditos europeos; Thomas Young publicó algunas de sus conclusiones en 1818, cuatro años antes de la traducción completa de Champollion.
Los jeroglíficos egipcios son un sistema de escritura único y muy complejo, ya que está constituido tanto por ideogramas como por fonogramas. Los primeros funcionan como transcripciones literales de un objeto, pero también pueden servir como determinantes; es decir, determinan a qué clase pertenece una palabra. Por otro lado, los fonogramas recogen sonidos, que pueden ser unilíteros o alfabéticos (un sonido por signo) o bilíteros (dos sonidos). Para complicar más las cosas, el antiguo idioma egipcio no incluía las vocales en su escritura, algo común en las lenguas arcaicas. Por ello, y para poder pronunciar las palabras, los egiptólogos acordaron que estas se leerían con la letra “e”. Ahora entendéis el motivo por el que existen tantas palabras en el Egipto antiguo que contienen esta vocal: Nefer (belleza, bello) o per (casa).
Los antiguos jeroglíficos egipcios se encontraban básicamente en templos y tumbas; es decir, en ubicaciones sagradas. De hecho, el vocablo “jeroglífico” está compuesto por las palabras griegas hieros (sagrado) y glyphein (grabar, cincelar). De esta escritura sagrada se pasó al hierático, que adaptaba los jeroglíficos y los simplificaba para usarlos en actividades cotidianas como la burocracia estatal o las cuentas. Por último, la última manifestación de escritura egipcia antigua la encontramos en el demótico, que corresponde al período tardío y que presenta una clara influencia griega.
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El alfabeto fenicio y el fin de la escritura arcaica
El alfabeto exclusivamente fonético y unilítero (que todavía usamos nosotros) apareció en Caldea alrededor del año 1.500 a.C. Fueron los fenicios (que se ubicaban en el actual Líbano) quienes exportaron este tipo de alfabeto al resto de Europa, a través de sus rutas comerciales. Los griegos adaptan el alfabeto fenicio e introducen grafías nuevas para transcribir sonidos que no existían. Así, alrededor del año 800 a.C. nace el alfabeto griego, del que descienden tanto el latino como el cirílico. El primero es el que sigue en uso en nuestra civilización occidental, mientras que el segundo se emplea todavía en países como Rusia y Bulgaria.