Ernst Fischer (1899-1971), en su conocido libro La necesidad del arte afirma, de forma categórica, que “el arte es necesario”. Quizá la palabra necesario resulte demasiado ostentosa, pero, en realidad, ¿podemos concebir alguna cultura en algún lugar remoto de la tierra o en algún momento histórico que no haya hecho arte?
La respuesta, obviamente, es no. Todas las culturas han producido obras artísticas, ya sea por motivos religiosos, estéticos o, simplemente, como cohesión de la comunidad. El arte no es solamente un elemento vinculado a la vida social, sino también al individuo, puesto que, de forma más reciente, se ha valorado la expresión artística del sujeto como algo único e inherente a su capacidad humana creadora. ¿Por qué se creó el arte? ¿Qué necesidad impelió al ser humano a dar forma al primer objeto artístico? Te lo contamos a continuación.
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¿Por qué se creó el arte? Un largo viaje a los orígenes
El viaje que nos adentra a los inicios del arte es mucho más largo de lo que, en principio, podemos pensar. Porque, a la luz de recientes investigaciones, y al contrario de lo que se ha creído durante décadas, el Homo Sapiens no fue el primer ser vivo en realizar arte. Recientemente se han descubierto en la Península Ibérica decoraciones con motivos geométricos que se han fechado con más de 65.000 años de antigüedad, mucho antes de la llegada del Homo Sapiens a Europa. Dicha datación arroja una evidencia que es difícil de negar: el Homo Neanderthalensis, nuestro pariente más cercano, ya realizaba arte antes que nosotros.
¿Por qué empezaron los hombres y mujeres Neandertales a pintar sus cuevas? Estamos todavía lejos de saberlo, puesto que, en muchas cosas, la cultura neandertal supone un auténtico misterio. Lo que sí está claro es que el Homo Sapiens, es decir, nuestra especie, dejó manifestaciones artísticas muy antiguas, vinculadas con su necesidad de expresar su visión del mundo, lo que, probablemente, no esté muy alejado de la intención de los neandertales.
El ser humano es el único ser vivo que tiene capacidad estética, lo que vincula necesariamente la creación artística con el pensamiento simbólico. O, al menos, es lo que siempre se ha considerado. Manuel Martín Loeches (1974), titular de Psicobiología de la Universidad Complutense de Madrid, tiene otra teoría. En su conferencia El origen del arte desde una perspectiva neurocientífica, el profesor aseguró que la creación artística está relacionada directamente con un factor químico: ante el color y la perspectiva, el cerebro genera una sensación de gozo que le hace segregar opiáceos endógenos que favorecen la sensación de placer y bienestar.
En otras palabras, Martín Loeches afirma que el origen de la creación no está ligado a elementos simbólicos como el lenguaje o la religión, sino a una cosa tan simple como la química cerebral. Esto haría más explícita la necesidad de los Neandertales de plasmar pigmentos de colores en las paredes de sus cuevas. La afirmación supone una revolución en el sentido que, hasta ahora, se apoyaba el origen de la creación artística en una mente simbólica como condición sine qua non para que se produzca el fenómeno artístico.
Esto podría explicar, por ejemplo, por qué los Neandertales fueron capaces de expresarse artísticamente mediante pigmentación cromática, aun cuando, supuestamente, no pudieran pensar de forma simbólica. Pero entonces, si según el profesor Martín Loeches no es necesaria una mente simbólica para expresarse artísticamente, ¿por qué el ser humano es la única criatura que ha sido capaz de realizar arte? O, mejor dicho: ¿Lo es?
Algo más que química
A pesar de las evidencias sobre la reacción de nuestro cerebro ante estímulos cromáticos (que también estarían, por cierto, en un paisaje primaveral) es necesario que existan otros factores que conviertan el arte en un elemento exclusivamente humano. Estos elementos son aspectos como la necesidad de comunicación en el grupo y la expresión de conceptos de índole religiosa o simbólica. Según Vicenç Furió Galí, autor de Historia del arte: aspectos teóricos y metodológicos, la estética es la función que está más alejada de lo práctico, por lo que, evidentemente, en el origen de la creación artística tiene que haber algo más además de una necesidad primaria.
Esto es quizá lo que diferencia las creaciones humanas de las de los grandes primates. En la década de 1960, el zoólogo Desmond Morris revolucionó el panorama artístico al presentar “obras de arte” de chimpancés, lo que suscitó la pregunta: ¿realmente es el ser humano el único que puede hacer arte? Morris enseñó a varios chimpancés a pintar. En un principio, los animales respondían satisfactoriamente y parecían concentrados en su trabajo con las pinturas. Sin embargo, Morris pronto se dio cuenta de que, si se les dejaba de “premiar” con comida, los chimpancés perdían el interés en la actividad, lo que diferencia a estos primates de un niño humano, que puede pasarse toda la tarde dibujando por el simple hecho de dibujar.
El segundo paso del experimento de Morris sí supuso un giro inesperado, puesto que Congo, el chimpancé al que enseñó a pintar a los dos años, ejecutaba su obra sin ningún tipo de compensación. Es más, los brochazos de Congo no se efectuaban al azar, sino que parecían sujetos a algún tipo de lógica cromática o estética. El caso fue tan sonado que los mismísimos Picasso y Miró contaban con cuadros de Congo entre su colección.
La pregunta es, entonces, inevitable: ¿estaba el origen del arte relacionado exclusivamente con un placer estético, y más tarde se convirtió en vehículo de expresión de ideas? El experimento de Morris parece reforzar esta hipótesis, pues Congo no realizaba “arte” como una simple actividad “compensatoria”, sino como puro placer creativo.
Tras una primera experiencia estética que, como sostiene Martín Loeches, podría estar ligada a la química cerebral, el ser humano pronto se dio cuenta de que, a través del arte, podía expresar sus inquietudes sobre la vida y lo que le rodeaba, en una especie de exorcismo espiritual. Se dio cuenta que podía inmortalizar el “alma” de sus difuntos en estatuillas votivas, o plasmar su rostro en máscaras de cera o en bustos; es decir, captar en algo tangible lo infinito, lo que iba mucho más allá del puro placer estético. El arte se convertía, de esta forma, en una necesidad espiritual.
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