El cuerpo humano (como tantas cosas) merece una historia a parte de la oficial, puesto que en él se han materializado las distintas ideologías y culturas. A lo largo de la historia de la humanidad, el cuerpo ha recibido diversas interpretaciones que, mucho más a menudo de lo que creemos, han sido francamente contradictorias.
Es el caso de la visión que de él se tenía en la Edad Media, probablemente una de las épocas más contradictorias que han existido. Fuente de pecado y cárcel del alma, pero también rutilante de la belleza divina (pues recordemos que fue creado a imagen y semejanza de Dios); digno de admiración y de alabanza, pero, al mismo tiempo, receptor de los más duros y terribles castigos en pro de una purificación del alma. ¿Qué era exactamente el cuerpo para los seres humanos de la Edad Media?
La visión del cuerpo humano en la Edad Media: una fascinante contradicción
En el siglo VII, el papa Gregorio Magno (m. 604) comentó que el cuerpo era la “abominable cárcel del alma”. Sin embargo, varios siglos más tarde, San Buenaventura (1221-1274) lo alaba por su posición erecta, que lo eleva hacia el cielo (y, por tanto, hacia Dios), y su (casi) contemporáneo San Francisco de Asís (m. 1226) se refiere a él como “hermano cuerpo”.
Primero, debemos tener en cuenta que la Edad Media es un período delimitado de forma totalmente arbitraria, que abarca nada menos que diez siglos. Es lógico pensar, pues, que en 1.000 años de historia la consideración hacia el cuerpo humano varió significativamente, y lo que pensaba Gregorio Magno en el siglo VII difícilmente tendría la misma validez en las postrimerías del siglo XIII.
Segundo, la sociedad medieval, como cualquier otra sociedad, estaba compuesta de grupos, y estos, a su vez, de personas, por lo que, de nuevo, la concepción “general” no tenía por qué ser compartida por todos los miembros de esta sociedad.
Sentado esto (y a pesar de ello), asistimos a una fascinante contradicción en cuanto a la consideración medieval del cuerpo se refiere. Es precisamente la intención de este artículo bosquejar brevemente dicha contradicción, para que el lector pueda tener una visión global de cómo veían el cuerpo en la Edad Media y pueda comprobar, una vez más, que muchas de las ideas que tenemos acerca de ello son simples tópicos.
El cuerpo como cárcel del alma
Si lo miramos en su contexto, nos daremos cuenta de que la cita de Gregorio Magno pertenece a una época en que se empezaba a formar en Occidente la idea del monacato. Si bien el retiro para una vida aislada y contemplativa tiene sus raíces en Oriente y surgió en los primeros siglos del cristianismo, fue alrededor del siglo VII que este ideal de vida se consolidó en Europa, de la mano de la recién creada orden benedictina.
El monacato, como su nombre bien indica (monacus, en latín, significa solo) implicaba el aislamiento del eremita, que renunciaba así a la vida en el mundo y se entregaba al ayuno y a la oración. Al principio, estos eremitas vivían en soledad, pero pronto, probablemente por motivos de supervivencia, empezaron a agruparse en cenobios muy humildes. Es el germen de los monasterios, uno de los pilares fundamentales de los primeros siglos medievales.
Para estos hombres y mujeres, el cuerpo valía poca cosa; era solo un receptáculo del alma, algo que estaba “de paso” y, además, el origen de los deseos y las tentaciones y, por tanto, del pecado. No era para nada extraño, pues, que estos monjes y monjas mortificaran su cuerpo no solo con ayunos, sino también con condiciones extremas de vida, como el caso de Santa Oria, la niña que, según la leyenda, se emparedó voluntariamente en el Monasterio de Suso, en La Rioja (España).
La resurrección de los cuerpos
Y he aquí una de las primeras contradicciones: si el cuerpo era algo tan detestable (una “cárcel del alma”, recordemos), ¿por qué el dogma cristiano afirma que, el día del Juicio Final, los muertos resucitarán en “cuerpo y alma”? Se trata, como bien señalan Jacques Le Goff y Nicolas Truong en la magnífica Una historia del cuerpo en la Edad Media (ver bibliografía), de algo único en la mitología post-mortem.
Lo lógico, para una religión que exacerbaba la importancia del alma por encima del cuerpo, habría sido que la resurrección del final de los días dejara de lado el cuerpo, un despojo “inútil” y “prescindible”. Pero no; según la fe cristiana, los muertos se levantarán de sus sepulcros e irán al Juicio en cuerpo y alma. Los pecadores, tras ser juzgados, descenderán al Infierno con el cuerpo completo, que recibirá todos los castigos competentes; pero también los Bienaventurados, es decir, los que se han comportado píamente, subirán al Paraíso vestidos con la carne que dejaron en la tierra.
Esta es una señal inequívoca de que, a pesar de que la Iglesia autorizaba e incluso alentaba el “maltrato” corporal, no desdeñaba la envoltura carnal por completo. Al fin y al cabo, el cuerpo era algo creado por Dios a su imagen y semejanza, y Adán y Eva, los padres de la humanidad, vivían desnudos en el Edén antes de pecar.
La desnudez como pureza
Esto nos lleva al concepto tan importante en la Edad Media de la desnudez como idea de pureza. Nosotros somos hijas e hijos de la Ilustración y del siglo XIX, y nuestro concepto de la desnudez es muy diferente al que tenían los hombres y mujeres medievales. Todavía hoy, en un siglo supuestamente “moderno”, persisten los escándalos referentes al cuerpo desnudo, como aquella sonada noticia de una escuela de Estados Unidos que puso el grito en el cielo porque la profesora de arte mostraba, “impunemente”, el cuerpo desnudo del David de Miguel Ángel.
No, en la Edad Media esto no era así. Si bien la Iglesia, como ya hemos dicho, alentaba la “mortificación” de la carne en aras de una purificación del alma, la desnudez no era vista por las diversas capas sociales como algo vergonzoso. En los baños públicos, por ejemplo, hombres y mujeres se bañaban desnudos (cosa que sería impensable hoy en día), y en no pocos capiteles románicos encontramos escenas de desnudez y de sexo, como ha apuntado la historiadora Isabel Mellén en su formidable estudio El sexo en tiempos del románico (ver bibliografía).
El cuerpo desnudo era símbolo de virtud, puesto que los recién nacidos nacen sin ropa, y sin ropa deambulaban por el Edén los padres de la humanidad. Fue precisamente tras el pecado original que ambos se dieron cuenta de su desnudez y se avergonzaron de ella, por lo que el vestido es visto, en la Edad Media, como la consecuencia del pecado.
Si observamos las pinturas murales del periodo en las que se representa el Juicio Final, veremos que las almas están representadas sin ropa. En la iconografía medieval existe un sinnúmero de representaciones de desnudos que, precisamente, fueron considerados pecaminosos en los siglos XIX y XX; muchos de ellos, por cierto, fueron brutalmente mutilados para ocultar la “vergüenza”.
La exaltación de la sangre
En realidad, si lo consideramos detenidamente, sería incongruente que una civilización cristiana como la medieval denostara el cuerpo y sus fluidos, cuando, precisamente, el cristianismo se centra en un Dios que se hace hombre y vierte su sangre para salvar a la humanidad.
En efecto, la Eucaristía en sí es un canto a la dignidad corporal, puesto que se magnifica la sangre de Cristo (si bien esta es, a diferencia de la de los mortales, la Preciosa Sangre). Durante la liturgia, los fieles beben la sangre vertida por Jesús en la cruz y comen su cuerpo, por lo que la materia se convierte en objeto redentor por excelencia.
La sangre, por otro lado, es lo que distingue a un hombre de otro, porque los linajes perpetúan la sangre. Así, un noble no tenía la misma sangre que un plebeyo, y ahí es donde residía su honor. Las mujeres de los clanes eran las encargadas de reproducir esta sangre en su vientre, única garantía de la continuidad del linaje. Ese es uno de los motivos, según la historiadora Isabel Mellén, de que encontremos una gran profusión de representaciones de coitos y de mujeres enseñando la vulva en las iglesias medievales financiadas de forma privada. Un auténtico canto a la perpetuación de la sangre.
Cadáveres y reliquias
Relacionado con esto, es necesario hablar de las reliquias, que en la Edad Media adquirieron una importancia inusitada. Las reliquias son fragmentos del cuerpo de un santo o un objeto que ha sido tocado por él, cuya veneración se alentaba (motivos económicos aparte) porque se creía que servía de intercesor entre el fiel y Dios. Esta veneración a las partes del cuerpo de un santo o santa entronca con la alabanza que del cuerpo se hacía en la Edad Media y con su importancia en la salvación.
También a los fallecidos “comunes” se le practicaba una serie de rituales y se conservaban sus restos. La profanación de tumbas estaba severamente perseguida, aunque no así la disección de cadáveres (en contra de lo que comúnmente se cree). La Iglesia no prohibió en ningún momento esta práctica, y, de hecho, en algunas de las universidades de Medicina más prestigiosas de la época (como la de Bolonia, cuyas primeras disecciones datan del siglo XIII), se usaba la disección como método de enseñanza y de estudio.
Cuerpo y alma no estaban separados, como sí lo estarían para los pensadores de corte clasicista de la Edad Moderna. La medicina medieval potenciaba la relación entre lo físico y lo espiritual, y solo la completa armonía entre ambos podía dar lugar a una buena salud. De esto se extrae, por supuesto, que muchas enfermedades eran vistas como el fruto del pecado y de las malas costumbres.
El extraordinario erotismo del amor cortés
No podemos acabar este breve recorrido por la visión del cuerpo en la Edad Media sin mencionar el siglo XII y, por tanto, el amor cortés. Denominado así porque apareció y creció en las diversas cortes europeas, el amor cortés era cantado por los trovadores y se revestía de un refinamiento extraordinario. El trovador cantaba a una dama, generalmente casada (y, por tanto, supuestamente inaccesible), y alababa su belleza, su gracia y su distinción.
A través de las composiciones poéticas de la época y de las también recurrentes novelas de caballerías, podemos discernir qué se consideraba un cuerpo bello durante estos siglos centrales de la Edad Media. Enfocadas en su mayoría en la belleza femenina, estas composiciones loan la piel blanca y sin manchas, los cabellos largos y rubios y las mejillas extremadamente sonrosadas, una “gota de sangre en la nieve”, como reza la novela de caballerías Percival o El cuento del Grial, de Chrétien de Troyes (n. 1135).
En consecuencia, las damas pudientes dedicaban gran parte de su tiempo en lavar, acicalar y embellecer su cuerpo, como se desprende de la gran cantidad de tratados de belleza que nos han llegado. El cuerpo, como creación divina, era susceptible de ser admirado y amado.
Conclusiones
La visión del cuerpo en la Edad Media es contradictoria; primero, porque una época tan dilatada debe presentar por fuerza diversos puntos de vista sobre un mismo punto (aunque nos esforcemos en homogeneizarla artificialmente). Y segundo, porque los diferentes grupos sociales que vivían en los siglos medievales tenían su propia visión de lo que representaba el cuerpo humano.
Durante los primeros siglos del Medievo se observa una fuerte tendencia al monacato y, por tanto, a la mortificación de la carne, que no siempre tenía que ser violenta. En general, monjes y monjas observaban la castidad y el ayuno intermitente, por lo que el resultado era más bien un control de las pasiones.
Ante esta visión del cuerpo como “cárcel del alma” encontramos otra visión, completamente contemporánea a aquella, que ve el cuerpo humano como un microcosmos en el que está reflejada la obra de Dios. De hecho, la valoración del cuerpo llega hasta el punto de que, según el dogma imperante, durante el Juicio Final se levantarán las almas y los cuerpos y, así unidos, penetrarán bien en el Infierno, bien en el Paraíso.
Por último, y paralelamente a la voluntad ascética y los escalofriantes casos de las “emparedadas” medievales, encontramos todo un universo de erotismo y belleza, especialmente en los siglos del amor cortés, en los que se canta a la belleza del cuerpo y en los que la desnudez no sólo no es pecaminosa, sino que es un regreso a la pureza del Edén.
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