En las sociedades occidentales contemporáneas, dormir separado de los hijos es un hábito común. Sin embargo, esta práctica es relativamente reciente. Antiguamente, en diferentes culturas, lo tradicional era hacer colecho, es decir, dormir con los niños en la misma cama.
Durante el siglo XX se divulgó la creencia de que los menores podían estar en riesgo apelando a la seguridad del sueño y a la falta de autonomía. Aunque estas ideas ya han sido desmitificadas con estudios neurocientíficos como los que ha realizado el neonatólogo sueco Nils Bergman, especialista en neurociencia perinatal, todavía este formato suscita controversias. Lo cierto es que no es una fórmula universal y “cada vínculo es único y singular, por lo tanto la función que cumple el colecho en cada familia también lo es”, asegura a Psicología y Mente la psicóloga de infancias María Victoria Ferrero.
El doctor Bergman, autor de varias investigaciones que fomentan el contacto piel con piel desde el nacimiento, aseguró en 2021 que los niños “deberían dormir en la cama junto a su madre, al menos hasta los tres o, incluso, cuatro años”. De acuerdo con el experto, “los bebés que duermen separados de sus madres y padres muestran niveles de estrés mucho más altos que aquellos a los que se les permite dormir muy cerca”.
El descanso: el beneficio más destacable del colecho
Natalia fue madre hace cuatro años y desde ese momento comparte cama con su pareja y sus hijos. “Es una decisión consensuada. Nos parecía un entorno más natural para los pequeños dormir junto a nosotros y también un espacio más seguro, puesto que puedes atenderlos rápidamente”, explica esta madre. “Además, nos resulta muchísimo más cómodo: no interrumpimos nuestro descanso en cada despertar. El reto ha sido que también se acuesten con su papá igual que lo hacen conmigo, pero para eso hemos ingeniado rutinas sanas, como que él les lea un cuento antes de dormir”, continúa.
Pernoctar al estilo de una manada, aunque se ha popularizado, todavía no se reconoce del todo como una práctica beneficiosa, sobre todo para el bienestar de las madres, quienes “justamente optan por ese hábito para dormir mejor y sentir lo que el bebé o niño siente cuando está enfermo, por ejemplo”, sostiene Ferrero.
La cercanía les permite a los infantes tener mayor confianza, independencia y autorregulación emocional. “Para mí —agrega Natalia— el apego sano es que mis hijos sepan que estamos ahí, siempre, pero que no dependan de nosotros para evolucionar. En casa fomentamos la autonomía y la responsabilidad, nuestro objetivo es que se valgan por sí mismos. Creemos que el vínculo que tenemos les da la seguridad necesaria para encarar sus desafíos”.
Dormir con los progenitores, cuando se practica de manera segura, no solo fortalece ese vínculo emocional, sino que potencia las conexiones neurológicas, pues su sueño se interrumpe menos y esto, de acuerdo con el doctor Bergman, mejora su desarrollo físico y mental en áreas del cerebro que gestionan la memoria, la empatía, la relajación o la toma de decisiones.
“Desde bebés, mis hijos han necesitado y necesitan el contacto para dormir tranquilos. Saber que estamos ahí les da paz. En el caso de la mayor, que ya duerme sola, siempre le digo antes de dormir que cierre los ojos tranquila, que nosotros vamos a estar controlando que esté todo bien durante la noche en ambas habitaciones”, agrega esta madre.
Si bien dormir en una sola habitación no es la única manera para que los niños crezcan mejor durante los primeros años, “cada vez se vuelve más necesario volver a las bases. El colecho, la lactancia materna y la maternidad misma deben estar orientados por el deseo, no por los mandatos ni las presiones sociales del momento”, remata Ferrero.
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