¿Alguna vez has escuchado el consejo "deberías aprender a pasar más tiempo a solas"? Lo más probable es que sí, o, en su defecto, que hayas leído en algún post al respecto en esa red social en la que más tiempo frecuentas estar.
Y es que, debido a la era digital en la que vivimos, estamos cada vez más expuestos a recibir caudales de información acerca de cómo podríamos mantener un estilo de vida más saludable, tanto a nivel físico como psicológico. Dentro de esta dimensión, podríamos incluir los mensajes dirigidos a poner en tela de juicio el modo en el que nos vinculamos con los demás.
Comprendiendo lo que es aprender a estar solos
Si bien es cierto que hay que tomar con pinza lo que leemos o escuchamos por ahí —ya que existe contenido desinformante dando vueltas tanto por las redes sociales como por nuestro grupo de amigos—, es verdad que el consejo de que deberíamos aprender a estar solos podría ser útil para algunas personas.
El problema reside en que muchas veces repetimos de manera automática esta frase sin saber qué significa estar solos y cómo nos beneficiaríamos de un aprendizaje tal; por lo tanto, será este tema el que desarrollaremos a continuación.
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Los vínculos personales y la soledad
Existen tantos tipos de relaciones como personas en el mundo, ya sean relaciones familiares, de amistad, de simples conocidos o de pareja. Incluso, en algunos casos, las formas de relacionarnos con los demás son híbridos entre estas categorías o siquiera pueden reducirse a una mera etiqueta. Los vínculos y relaciones sociales que las personas entrelazamos son dinámicos y cambiantes; y por lo tanto, también pueden ser efímeros.
Cuando por un motivo u otro el vínculo entre dos personas presenta cierta distancia, es posible que en alguna de las dos partes aparezca el fantasma de la soledad. Es habitual que esto ocurra en determinadas situaciones donde haya una separación de tipo físico, la cual puede ser relativamente significativa —por ejemplo, cuando hay viajes largos o migraciones de por medio, o como sucedió con el distanciamiento que muchos vínculos debieron sortear a raíz de la pandemia del coronavirus—, pero también una persona puede sentirse sola cuando ese otro está realizando otras actividades sin él o ella; quizás cuando se encuentra disfrutando de sus propios pasatiempos, en el trabajo o en reuniones con sus propios amigos.
Por otra parte, no sería del todo abarcativo enfrascar la experiencia de soledad en la distancia física: una persona puede sentirse sola aún cuando haya proximidad física e incluso afectiva respecto a sus seres queridos. Teniendo en cuenta la amplia gama de circunstancias en las que los seres humanos somos susceptibles a sentirnos solos, es posible que aparezca la siguiente pregunta: ¿A qué se debe que nos resulte tan difícil la soledad?
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¿Por qué nos cuesta tanto estar solos?
Pues bien, para responder a esta pregunta resulta tentador recurrir a argumentos que recaigan en nuestras habilidades individuales. Podríamos sostener que a muchas personas les cuesta estar solas ya que han tenido parejas a lo largo de gran parte de su vida adulta, y que por tal experiencia no les ha permitido desarrollar ciertos aprendizajes; o que a muchos no se les ha inculcado desde pequeños cuán importante es cultivar la propia autonomía a la hora de vincularse afectivamente con los demás y, por ende, experimentan dificultades para lidiar con la soledad.
Estos argumentos podrían ser válidos, ya que las historias de aprendizaje y situaciones que vivenciamos a lo largo de los años son determinantes a la hora de entender por qué nos relacionamos con los otros de una manera y no otra.
Sin embargo, también es importante quitarnos un poco esa mochila de encima, ya que existe una realidad que tendemos a obviar pero que, no obstante, conocerla podría resultar liberadora: los seres humanos no tenemos una razón natural o intrínseca para "disfrutar" la soledad. Desde un posicionamiento filogenético, es decir, contemplando el recorrido histórico de la especie humana, el permanecer solos supuso un riesgo severo para nuestra supervivencia en algún momento. Por una parte, habríamos sido presas fáciles para un depredador en caso de encontrarnos lejos de otros junto a los cuales defendernos mutuamente. En segunda instancia, de no habernos relacionado con los demás y permanecido solos, jamás habríamos desarrollado el lenguaje. El lenguaje fue una gran ventaja para la supervivencia, ya que la posibilidad de categorizar los eventos de la realidad en conceptos de manera rápida nos permitió establecer formas más rápidas de comunicarnos con nuestros pares, realizar inferencias acerca de los fenómenos del mundo, y prevenir futuros peligros que podrían ocurrir en él. Claro está, por no mencionar sencillamente que al estar solos no podríamos reproducirnos.
Es cierto que los desafíos de aquél entonces no atentan contra nuestras vidas actualmente, pero recuperar nuestro trasfondo como especie humana permite explicar que es lógico y esperable que la soledad sea una experiencia desagradable. Saber esto podría alivianar la carga responsabilizante que muchas personas sienten por tener dificultades para estar solas. Aunque las intenciones sean buenas, en varias ocasiones, ese «deberías aprender a estar solo» se presenta incluso como un imperativo capaz de ocasionar más sufrimiento en lugar de ayudar.
También es curioso considerar que si bien el lenguaje nos ha posibilitado en grandísima medida la supervivencia, desde algunos posicionamientos teóricos se considera que en él reside el origen del sufrimiento humano.
Veamos esto en relación a la soledad. Podríamos tomarnos unos segundos para cerrar los ojos e imaginar cómo experimentaríamos una pérdida significativa para nosotros, como un trabajo, un ideal o un ser querido. Al hacer este ejercicio, podremos notar que somos capaces de sentir las sensaciones físicas del dolor sin la necesidad de que el evento difícil ocurra. Tal fenómeno sólo es posible con el lenguaje.
Ahora pensemos en la infinidad de situaciones que pueden desenvolverse a la hora de vincularnos con los demás por el mero hecho de que tengamos lenguaje, por ejemplo, en cómo podemos llegar a suponer erróneamente los pensamientos y emociones de los demás de acuerdo a nuestras historias personales y las narrativas que nos contamos a nosotros mismos (o sea, un entretejido de más, y más, y más lenguaje). Desde esta perspectiva, podemos dimensionar cuán compleja es la experiencia de la soledad en la actualidad: debido al lenguaje, no hace falta literalmente estar solos para sentirnos solos.
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¿Cuál es el significado de aprender a estar solos?
Teniendo en cuenta estas observaciones, podemos avanzar hacia el seno del asunto, hacia el aprendizaje que podemos recuperar de la soledad. Aunque no tiene por qué gustarnos, aprender a regular cómo actuamos al sentirnos solos es una habilidad de suma importancia para establecer vínculos afectivos responsables con los demás.
Aprender a estar solos significa amigarnos con las emociones y pensamientos desagradables que tan a menudo intentamos eliminar; significa aceptar que no está mal sentir miedo y dolor a la soledad, que tal experiencia resulta de nuestra historia como personas y, por qué no, como humanos. Aprender a estar solos significa entender que no tenemos por qué esforzarnos en que nos guste la soledad si esto no surge de manera espontánea; pero también asumir que aún en presencia de la incomodidad podemos llevar a cabo acciones comprometidas con el tipo de personas que deseamos ser y la forma en la que nos queremos vincular con quienes amamos.
En definitiva, el significado de aprender a estar solos es comprender que ese fantasma en algún momento de nuestras vidas puede aparecer, pero que tendremos la capacidad de regresar al momento presente y reencontrarnos con nosotros mismos para tomar decisiones sabias junto con el sentimiento de soledad y no luchar contra él.