La belleza es relativa. A buen seguro has escuchado esta máxima muchas veces; y es que, de hecho, es verdad. No existe una belleza, digamos, “oficial”, y el concepto sobre qué es bello y qué no lo es ha ido variando, dependiendo de la cultura y del momento histórico.
Se suele pensar que los cánones de belleza recaen mayoritariamente sobre la mujer y, sin embargo, esto no es cierto. Los hombres han estado históricamente atados a los diferentes ideales tanto como las mujeres y, de hecho, lo siguen estando; lo que ocurre es que, por diversas variables, esto suele pasar más desapercibido.
¿Cómo ha evolucionado el ideal masculino a lo largo de la historia? En este artículo intentaremos resumir brevemente la evolución de los cánones en la belleza masculina a través de las diferentes épocas históricas.
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Los cánones de belleza masculinos y su evolución en la historia
Prácticamente desde que el ser humano existe ha existido un canon de belleza. Las primeras comunidades humanas (y también nuestros parientes más cercanos, los Neandertales) ya exhibían ciertas costumbres estéticas que reflejaban unos ideales concretos de qué era y qué no era bello.
Desde los tatuajes rituales hasta el adorno corporal con joyas realizadas con conchas, piedras y huesos; todo ello es manifestación clara de que, más allá de sus posibles connotaciones rituales, los hombres y las mujeres se han interesado vivamente y desde el principio por sentirse bellos y atractivos.
La belleza del cuerpo
Pero las variables en la idea de lo bello no se limitan simplemente a los adornos exteriores. El primer aspecto a tener en cuenta es nuestra envoltura primigenia, es decir, el cuerpo. Efectivamente, el cuerpo humano ha sido objeto de múltiples apreciaciones a lo largo de los siglos, apreciaciones que han dependido de las diversas culturas que lo han examinado y valorado. Aún hoy en día, cuando la globalización se cierne sin ningún tipo de barrera sobre el mundo, encontramos comunidades humanas que se resisten al canon de belleza “oficial” y que siguen ciñéndose a su tradición. Es el caso, por ejemplo, de los Bodi, una tribu que vive en Etiopía.
El ideal masculino de los Bodi se aleja considerablemente de lo que en Occidente denominaríamos “bello”. Y es que esta cultura cuenta con un curioso ritual: durante meses, los hombres de la tribu son encerrados y alimentados a base de una dieta hipercalórica, constituida por leche y sangre de vaca, que les hace triplicar su peso corporal en un corto espacio de tiempo. El último día se celebra una gran fiesta, en la que los hombres exhiben su abdomen abultado por el exceso de grasa. El que ostenta el estómago más grande es el que se lleva la mano de la joven más hermosa de la tribu.
Para los Bodi, la belleza masculina pasa por la gordura, una idea muy conectada con el concepto de estatus: un abdomen abultado indica una alimentación rica en grasas que garantiza la supervivencia en un mundo en el que no siempre se dispone de alimentación suficiente. Incluso en la actualidad, en un tiempo en que los Bodi pueden acceder a la comida, vemos que esta idea ancestral ha sobrevivido hasta nuestros días y se ha adherido a su cultura como el prototipo a partir del cual se valora la belleza de un varón.
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Cuerpos musculosos y atléticos
En las antípodas del ideal de belleza masculino de los Bodi tenemos, por supuesto, el ideal clásico (que, en cierta manera y sin demasiados cambios, pervive en nuestros días). En la antigua Grecia, el canon de belleza de los hombres se tomaba principalmente del mundo de los atletas y los gimnastas; el cuerpo ideal, por tanto, debía estar proporcionado y debidamente tonificado, sin llegar a estar, eso sí, musculado en exceso.
Grecia propone un hombre que, si bien está directamente extraído de la realidad, presenta en su forma idealizada una serie de proporciones que no siempre se encuentran en la naturaleza. Se puede decir, por tanto, que el canon de belleza masculino griego es un equilibrio perfecto entre un cuerpo real (el de los atletas, guerreros y gimnastas) y un canon ideal concreto, que fue variando a lo largo de los siglos. Así, para Polícleto (480 a.C – 420 a.C) el cuerpo ideal debía medir siete veces la cabeza. Su obra más famosa, el Doríforo, está considerada como la representación en mármol del ideal masculino de la época: vemos a un hombre, de una edad indefinida entre la juventud y la madurez, de cuerpo atlético y bien formado y con los músculos exquisitamente dibujados.
Con el Hermes de Praxíteles (siglo IV a.C.) nos encontramos con una evolución de este ideal, ya que, si bien el dios presenta el mismo cuerpo atlético que su antecesor, vemos que su silueta se repliega en un contraposto que hace que su volumen oscile ligeramente. Estamos ante la típica silueta de “S” que tan común será en la época helenística; un hombre igualmente musculado, pero mucho más sutil y ligero.
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El estilizado hombre medieval
Obviamente, no podemos resumir en tan pocas líneas la evolución del ideal de belleza masculino. Pero sí hablaremos de momentos clave, a partir de los que podremos extraer una visión bastante completa del conjunto.
Se ha hablado mucho de la exacerbada espiritualidad medieval y del olvido en el que cayó el tema de la belleza corporal durante estos años. Nada más lejos de la verdad. No se puede concebir una época o cultura sin un ideal de belleza concreto, y la Edad Media no es una excepción.
Se puede afirmar, aún a riesgo de caer en el reduccionismo, que en la Edad Media la belleza es color y luz. Lo bello debe ser necesariamente luminoso, puesto que la belleza emana de Dios, y Dios es luz. Así, los siglos medievales se tiñen de una gama extraordinaria de colores, a cada cual más intenso y brillante. Cuanto más encendida es una tonalidad, más bello será considerado el objeto que adorna. Así, la mística Hildegarda de Bingen (1098-1179), cuando habla de Lucifer antes de la caída (cuando era el ángel más bello) lo describe adornado con gemas, cuyo resplandor solo puede ser comparado con las estrellas.
Así pues, el ideal masculino de la época pasa por un vestuario decididamente resplandeciente. No es nada extraño ver a un caballero vestido con un jubón encarnado, una capa azul, una media verde y otra amarilla. De igual forma, las joyas adornan al sujeto y lo envuelven de belleza: rubíes, esmeraldas y zafiros, todo ideado para arrojar un aura de luz y majestuosidad alrededor del interesado.
Por otro lado, a partir del siglo XIII el canon de belleza corporal varía considerablemente. La moda enfatiza partes del cuerpo como la cintura (que debe ser muy estrecha) y los hombros (que, por el contrario, deben ser cuanto más anchos, mejor). Así, el ideal masculino de la época se asemeja a un triángulo invertido, cuya forma se refuerza mediante el uso de telas duras para los hombros (al modo de las modernas hombreras) y jubones estrechos y extraordinariamente cortos. Sorprende el parecido de este canon masculino de los últimos siglos de la Edad Media con el del antiguo Egipto, según el cual los hombres también debían presentar anchas espaldas y cinturas muy estrechas.
Esta cortedad en las prendas que cubren el torso está pensada para que los hombres exhiban dos partes en las que recae en ese momento el foco sexual: por un lado, las piernas; por otro, los genitales. El ideal masculino no solo tiene hombros anchos y cintura estrecha, sino que también ostenta piernas largas, tonificadas y estilizadas cuyo perfil se acentúa con el uso de medias ajustadas. En cuanto a los genitales, se vive en la época un auténtico furor por la exageración, que durará varios siglos más; es la época del llamado “estuche fálico”, una especie de cobertor duro que servía para proteger los genitales masculinos, puesto que, al ser los jubones tan cortos, solo estaban cubiertos por las medias.
En resumen, a finales de la Edad Media encontramos un hombre musculado pero grácil, con una silueta estilizada que recuerda a las catedrales góticas y con los atributos masculinos debidamente marcados, símbolo de “masculinidad” y “poder”. Un curioso equilibrio entre un ideal casi etéreo y la imagen del guerrero fiero que se enfrenta con valentía (y, a menudo, con crudeza) en batallas y torneos.
Refinamiento y delicadeza en el Renacimiento
El Renacimiento es la época de los grandes príncipes. Si bien el neoplatonismo del siglo XV defiende un tipo de belleza casi simbólica, más allá de cánones y proporciones (una “belleza suprasensible”, como diría Umberto Eco), en el siglo XVI el ideal masculino asentado es el del príncipe poderoso, con un cuerpo fuerte y robusto, a menudo grueso, cuyo mejor ejemplo lo podemos encontrar en los retratos de Enrique VIII, considerado uno de los monarcas más hermosos de la época. La rotundidad de las formas es símbolo de poder, y la esbeltez pasa a ser vista más bien como un síntoma de debilidad o cobardía.
Pero como los cánones están para romperlos, superarlos y cambiarlos, a partir de la segunda mitad del siglo XVII encontramos todo lo contrario. Solo hace falta tomar los retratos de Luis XIV y su corte de Versalles para dar fe de ello. El ideal de hombre ha dejado de ser “masculino”, y la belleza pasa a estar relacionada en exclusiva con la gracia y la “feminidad”.
Así, se potencia el hombre “afeminado”, incluso andrógino. La belleza masculina pasa por el uso de pelucas rizadas, profusión de maquillaje y carmín para los labios, así como los encajes, los lazos y los zapatos de tacón. Estamos ante la extinción del ideal guerrero y la aparición de un ideal más bien cortesano, refinado y exquisito. El hombre del barroco es un hombre delicado, fino y cortés, y cualquier expresión de “masculinidad” extrema, que años antes era símbolo de estatus, ahora es vista como algo vulgar y soez.
Así, esta elegancia y delicadeza y el “savoir faire” se relacionan con adornos que, mucho más tarde, se considerarán impropios para el hombre.
La enfermedad es hermosa
El siglo XVIII es el siglo de la Ilustración y, como tal, el prototipo de hombre es el de alguien reservado, juicioso y sobrio, de costumbres moderadas y muy intelectual. Los adornos del barroco pasan de moda y, sobre todo a partir de la Revolución Francesa y el advenimiento de su ideal de “hombre republicano”, se pone de moda lo austero y lo frugal. Es el retorno de los ideales clásicos: la armonía, la proporción, la contención.
La llegada del movimiento romántico vuelve a sacudir el panorama estético. Como el Romanticismo promueve lo sublime, es decir, aquello que escapa a la razón y que está más allá de lo finito, se pone de moda un tipo de hombre taciturno, oscuro y, sobre todo, melancólico. La melancolía, (que, por otro lado, no es nada nuevo en la historia), es el estado por excelencia del artista romántico. Así, lo bello será irremediablemente todo lo “enfermo”, lo decadente, lo incompleto, aquello que pudo ser y no fue.
El hombre del Romanticismo es un hombre individualista y lleno de rebeldía. Se muestra en sus cabellos largos y desordenados, en su aspecto un tanto desaliñado y, sobre todo, en el fuego de su mirada. El ideal de belleza masculino de la época romántica es un hombre de rostro pálido, demacrado, que resalta la mirada intensa de los ojos. Estamos de nuevo ante lo enfermizo como fuente de belleza: cuanta mayor es la palidez y la delgadez, mayor es el atractivo. Y, si el sujeto tiene la “suerte” de tener fiebre, mucho mejor; la alta temperatura corporal acentuará el fulgor extraño de la mirada y dispondrá unos “hermosos” surcos debajo de los ojos.
La belleza de lo andrógino
Probablemente todo lo contrario a este ideal es el famoso dandi, del que Oscar Wilde es el mejor ejemplo.
A finales del siglo XIX, el concepto del “arte por el arte” es un auténtico modo de vida para muchos hombres, que observan la existencia como una obra de arte que debe ser vivida al máximo. El dandi, por tanto, es un hombre que cultiva su imagen en extremo, que viste ropas extrañas pero exquisitas, y que está envuelto en un refinamiento y una opulencia que lo hacen contrastar tremendamente con el ideal masculino “oficial”, el gris y correcto burgués.
Los dandis de finales del siglo XIX y principios del XX son afeminados ex profeso, e incluso andróginos. Cuidan su cuerpo y su aspecto con una precisión que, en la época, denominarían “femenina”. Algo de ello quedó en las primeras décadas del siglo XX, si bien en este caso las mujeres fueron las protagonistas, que dejaron atrás su “feminidad” tradicional para buscar nuevas formas de expresar la belleza. Es la época de la belleza andrógina.
No podemos resumir aquí todos los ideales masculinos que se sucedieron en el siglo XX, pero sí podemos preguntarnos: ¿qué ideal es el que impera en la actualidad? ¿Un hombre cercano al Doríforo de Policleto, o más bien un hombre estilizado y andrógino?
El ideal de belleza se encuentra en constante cambio. Somos herederos de múltiples manifestaciones culturales, por lo que nuestros prototipos combinan un poco de todas ellas. Lo interesante es comprobar que no existe una verdad absoluta, y que lo que nosotros podemos considerar “bello” o “feo” puede no serlo en otras latitudes o en otros contextos sociales e históricos. Porque ¿qué hay más diferente que los hombres de la tribu Bodi y los atletas de la antigüedad griega? Y, sin embargo, ambos son considerados bellos en su contexto, lo que demuestra, una vez más, que la belleza es relativa.