Posiblemente sea uno de los periodos artísticos más conocidos de la historia del arte. El Renacimiento tiene fama a nivel mundial, especialmente a través de sus artistas más importantes. Nombres como Brunelleschi, Botticelli, Rafael, Leonardo o Miguel Ángel figuran, probablemente, entre los más pronunciados entre los interesados en el arte universal.
¿Sabemos en verdad qué representó el Renacimiento, más allá de los tópicos que se han venido arrastrando desde hace siglos? En este artículo trataremos de adentrarnos en la realidad de este movimiento que no solo fue artístico, sino también filosófico y social.
¿Qué es el Renacimiento?
Como sucede con la mayoría de las nomenclaturas, la palabra “Renacimiento” no empezó a utilizarse hasta varios siglos más tarde de la época a la que hace referencia. En concreto, fue el escritor francés Honoré de Balzac quien, en 1829, introdujo por primera vez el término en su novela Le Bal de Sceau. Balzac hace referencia a la cultura iniciada en Italia en el siglo XIV y que toma como guía los modelos clásicos. Años más tarde, el historiador Jules Michelet consagra el término “Renacimiento” en su obra La Renaissance (1855).
Podemos entender como “Renacimiento” el movimiento cultural que se inicia en Italia (y, en concreto, en Florencia) a principios del siglo XV y se expande hasta finales del XVI, y que supone una recuperación de los modelos de la Antigüedad. Sin embargo, es importante señalar que estos modelos clásicos habían estado presentes durante toda la Edad Media. Lo que hace “diferente” al Renacimiento es la plena conciencia que tenían sus artistas de estar viviendo una renovatio, es decir, el “despertar” de estos modelos antiguos.
En general, los intelectuales y artistas del Renacimiento se ven a sí mismos como los resucitadores del “arte verdadero”, que ellos consideraban perdido durante los largos siglos de “letargo” medieval. Giorgio Vasari, uno de los teóricos más importantes del siglo XVI, considera el arte de la Edad Media como la “infancia” del arte, mientras que el Quattrocento (es decir, el siglo XV italiano) representaría su “juventud”, la primera toma de conciencia. Finalmente, el Cinquecento (siglo XVI) sería la madurez del arte, con nombres tan importantes como Leonardo, Miguel Ángel y Rafael.
Pero... ¿Supuso el Renacimiento una auténtica recuperación de este arte antiguo? Ya hemos comentado que, en la Edad Media, los clásicos no se olvidaron. No solo en el terreno filosófico, donde encontramos una fuerte presencia de Platón (por ejemplo, en la escuela de Chartres) y de Aristóteles (en el pensamiento de santo Tomás de Aquino), sino también en las artes plásticas.
En efecto, en la escultura y la arquitectura medievales encontramos motivos extraídos de la Antigüedad, que son testimonio viviente de que de ninguna manera el Medioevo supuso una ruptura con la época clásica. Sin embargo, los intelectuales y artistas renacentistas así lo sentían. No en vano, Vasari llamó al arte de los siglos medievales “monstruoso y bárbaro”, concepto que, por cierto, siguió siendo válido hasta bien entrado el siglo XIX.
Entonces, el Renacimiento supone un “despertar” en un doble sentido. Primero, porque, como ya hemos comentado, fueron los primeros en ser conscientes de estar convirtiendo esta renovación clásica en una ruptura radical con la tradición medieval, igual o más radical que lo que la Edad Media había sido para con la época clásica; segundo porque, efectivamente, se produce el paso de una sociedad teocéntrica a una sociedad humanista, hecho que, de facto, supone la verdadera ruptura con la Edad Media.
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La “ruptura” con la tradición
La ruptura que el Renacimiento era consciente de estar viviendo no puede ser considerada, estrictamente, como tal. En primer lugar, porque ya hemos visto que durante la Edad Media los clásicos no se olvidaron. Y, en segundo lugar, y esto no es menos importante, porque durante el Renacimiento se siguieron utilizando recursos medievales, tales como la tipología de algunos edificios, la iconografía y algunos de los procedimientos técnicos.
Por todo ello, podemos concluir que el Renacimiento no fue, ni mucho menos, la ruptura radical que los propios renacentistas consideraban. De hecho, el historiador Johan Huizinga sostiene, en su obra El otoño de la Edad Media, que los últimos siglos medievales representaron la preparación del escenario renacentista, y de ningún modo significaron su antítesis. Y, por su parte, el historiador del arte Erwin Panofsky ya hablaba de varios “renacimientos”. Entendemos, pues, que lo que se ha venido denominando “Renacimiento” no es más que otra de las grandes trampas de la historiografía europea ilustrada, la misma que etiquetó a los diez siglos que siguieron a la caída del Imperio Romano de “Edad del Medio”.
De cualquier manera, sí que existe una serie de factores que configuran un contexto claro en el que se ubica esta “ruptura”. Ya hemos comentado que a finales del siglo XIV se produjo el paso de una sociedad teocéntrica a un pensamiento humanista. La paulatina decadencia del mundo rural, iniciada ya a mediados de la Edad Media, así como el consecuente auge de las ciudades, contribuyen de una manera fundamental a agilizar este cambio de mentalidad.
El nuevo grupo social que surge en las ciudades, la burguesía, va a tener un papel fundamental en todo este proceso. Mercaderes y banqueros urbanos conforman una poderosa oligarquía que controla las ciudades y ejercen, al mismo tiempo, de poderosos mecenas. Así, a partir del siglo XIV, los artistas van a estar bajo la protección de estos importantes personajes, y es mediante esta conjunción de fuerzas que van a surgir algunas de las más importantes obras de arte de la historia. Solo hace falta mencionar a la poderosa familia Medici, en Florencia.
Así, si el Renacimiento supone una verdadera ruptura con el mundo inmediatamente anterior, es en el concepto de artista y la relación que este mantiene con sus clientes. El artista seguía siendo un instrumento a manos de sus mecenas, pero estos usan a sus protegidos con una clara finalidad de diferenciación y propaganda política. Cada poderoso se adjudica un estilo que lo represente: los Sforza en Milán, Julio II en Roma, los Medici en Florencia. Además, el coleccionismo de obras de arte pasa a ser, igualmente, símbolo de estatus y poder.
Por otro lado, el oficio mecánico medieval de los artistas se disuelve en una concepción mucho más intelectual del arte y de sus procesos. Los tratados de arte, como el famoso De Pictura de León Battista Alberti (1435), ayudan enormemente a considerar al artista como mucho más que un mero artesano, al suponerle necesarias unas cualidades intelectuales para desarrollar su trabajo. Como consecuencia de esta nueva consideración, los artistas empiezan a autorretratarse en sus obras y comienzan a firmarlas.
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Un nuevo lenguaje figurativo: la perspectiva
Los cambios que se produjeron durante el Renacimiento fueron, antes que plásticos, filosófico-literarios. A través de una revalorización de la filosofía antigua se establece la base para la creación de un nuevo sistema formal, que se manifiesta, más tarde, en varias tendencias artísticas. Los modelos de la Antigüedad se imponen como único espejo en el que los hombres del Renacimiento se miran y buscan su ideal estético.
Pero ¿dónde buscar modelos antiguos en la pintura? Porque, así como escultores y arquitectos tienen ejemplos en los que inspirarse, no ocurre lo mismo con la pintura. En el siglo XV Pompeya y Herculano no habían sido descubiertos todavía, lo que dificultaba enormemente la tarea de encontrar modelos pictóricos de la Antigüedad sobre los que basar el nuevo lenguaje figurativo. Para este fin ayudó el descubrimiento, en 1480, de la Domus Aurea de Nerón, en Roma, cuyos frescos ayudaron a establecer, aunque fuera tardíamente, unos modelos pictóricos que sirvieran de modelo para los pintores renacentistas.
Un ejemplo de ello son los “grutescos”, ornamentos pictóricos basados en decoraciones vegetales, figuras humanas y animales fantásticos, entre otros, que decoraban las paredes del palacio de Nerón. Sin embargo, la excentricidad de estas decoraciones les valió la crítica acervada de tratadistas como Giorgio Vasari.
Fue precisamente Vasari quien sentó las bases de lo que él consideraba la “buena pintura” que, básicamente, tenía que estar basada en armonía y proporción y, sobre todo, en una correcta perspectiva. Es probablemente este último concepto el que más preocupó a los artistas renacentistas; conseguir, tal y como dijo Alberti, una “ventana” a través de la que se pudiera vislumbrar una sección del espacio. En Italia, la perspectiva en las representaciones pictóricas se había conseguido alrededor de 1422: los frescos de la Capilla Brancacci, de Masaccio, son una buena prueba de ello.
Los italianos del Quattrocento consiguieron dominar la perspectiva alejándose de la pluralidad de puntos de vista que habían usado los pintores del Trecento. En su lugar, hicieron factible esa “ventana” de la que hablaba Alberti mediante la perspectiva matemática exacta, que hace converger todas las líneas de la composición en un único punto de fuga. En esta empresa resultó crucial la aportación del arquitecto Filippo Brunelleschi. Sin embargo, no es menos cierto que, en Flandes, los primitivos flamencos llegaron a una solución igualmente válida mediante un proceso diferente.
La pintura flamenca del XV, entre la que se incluye a Jan van Eyck y Roger van der Weyden, representó un cambio tan radical respecto a las formas del gótico como lo fue la pintura renacentista en Italia. En el caso de los flamencos, la perspectiva se consiguió mediante una observación cuidadosa y absolutamente empírica de la realidad.
El resultado flamenco fue tan sorprendente y único que su estilo se difundió por Europa, hasta el punto de que territorios como Inglaterra, Austria o la Península Ibérica tomaron como referente los modelos flamencos, más que los renacentistas surgidos de Italia. Los propios artistas del Quattrocento italiano admiraban profundamente a estos innovadores de Flandes, y no son pocos los intercambios artísticos que se producen entre ambas latitudes europeas. Baste decir que Bartolommeo Fazio, humanista de Génova del siglo XV, dice de Jan van Eyck que es “el principal pintor de nuestra época”.
Todo empezó en Florencia
Si existe algún lugar que nos venga a la mente cuando hablamos de Renacimiento es, por supuesto, Florencia. Es en esta ciudad donde se desarrolla el humanismo, una corriente cultural y de pensamiento que reivindica la capacidad del ser humano para conocerse a sí mismo y al mundo que le rodea. Pero pongámonos en contexto.
En 1402, las tropas milanesas de Gian Galeazzo Visconti avanzan hacia Florencia y amenazan la paz y la prosperidad que habían reinado en la República Florentina desde hacía años. El ataque de Milán se repite en la década de los 20 del siglo XV; una segunda amenaza que solo es detenida gracias a la alianza de Florencia y la ciudad de Venecia (1425). Estas pretensiones militares continuas no hacen sino reavivar los valores republicanos, que los florentinos blanden frente a lo que se consideraba una dictadura principesca. Los mecenas y los artistas empiezan a buscar, así, un lenguaje plástico que refleje estos ideales republicanos.
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Ghiberti y Masaccio, los grandes renovadores plásticos
En 1401 se convoca en Florencia un concurso para encontrar a un artista que realice las segundas puertas de su Baptisterio. El ganador fue Lorenzo Ghiberti; su primer trabajo en el Baptisterio, si bien está considerado como el “manifiesto” del arte renacentista, todavía conserva mucha influencia de las formas del llamado Gótico Internacional. No será hasta el segundo trabajo de Ghiberti en el Baptisterio (las terceras puertas, realizadas entre 1425 y 1452), cuando se apreciará, esta vez sin lugar a duda, la aparición rotunda de un nuevo lenguaje plástico que, entre otras soluciones, incluye la introducción de la perspectiva mediante la regulación de las escalas de las figuras representadas.
Si la obra de Ghiberti para el Baptisterio representa una innovación en la escultura, la de Masaccio (1401-1427) lo es en el campo de la pintura. Los frescos que el artista realiza para la Capilla Brancacci, en la iglesia florentina de Santa Maria del Carmine, suponen una auténtica revolución. Entre ellos, destaca el magnífico El tributo al César, cuyo realismo y contundencia de sus figuras debió significar una auténtica revelación para sus contemporáneos. De la misma forma, la atrevida perspectiva arquitectónica que contiene su fresco La Trinidad, en Santa Maria Novella, parece abrir un agujero en la pared de la iglesia. Es la “ventana” de la que habla Alberti; Masaccio la ha convertido, por fin, en realidad.
Brunelleschi y la cúpula imposible
Desde mediados del siglo XIV, los florentinos deseaban dotar a su catedral de una cúpula que la erigiera como la más grande de la cristiandad. Sin embargo, la magnitud del proyecto había congelado las ansias de los arquitectos: debían salvarse nada menos que 43 metros de diámetro, unas medidas prácticamente iguales a las del Panteón de Roma. Nunca nadie, desde entonces, había conseguido levantar una cúpula semejante.
En 1420 se iniciaron, finalmente, las obras, seducida la Comisión por el atrevido plan de Brunelleschi, que pretendía levantar la colosal estructura sin ayuda de andamiaje ni cimbras (a partir de la base de la cúpula, esta se iría levantando mediante fajas horizontales). El proyecto se alargó 16 años (un tiempo irrisorio si tenemos en cuenta la magnitud de la empresa). En 1436, y según palabras del propio Alberti, la cúpula de Florencia “cubría a toda la Toscana con su sombra”. Desde el Panteón, es decir, desde la época romana, no se había conseguido nada igual. La cúpula de Brunelleschi es un verdadero hito en la arquitectura del Renacimiento.
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Los otros centros renacentistas
Florencia fue el centro indiscutible desde donde irradiaron el humanismo y el nuevo lenguaje renacentista, pero existieron otros centros italianos que tomaron estas ideas y las hicieron suyas, con el fin de crear a su vez una versión propia. Veámoslos a continuación.
Rímini, con Segismundo Malatesta a la cabeza, usó la nueva expresión artística como base de su propaganda oficial. El renacimiento de la corte de Malatesta se basó, esencialmente, en el espíritu caballeresco y el conocimiento de los clásicos. Uno de los ejemplos del Renacimiento en Rímini es la iglesia de San Francisco, de Leon Battista Alberti. Además, Malatesta también atrajo a su corte al pintor Piero della Francesca.
Venecia era una ciudad con una gran carga oriental a sus espaldas, que desde la Edad Media representó el punto de confluencia entre el mundo europeo y el bizantino. Como tal, el Renacimiento veneciano todavía recoge los modelos bizantinos y los fusiona con un vocabulario arquitectónico y decorativo romano.
Por su parte, Federico de Montefeltro diseña un inmenso programa para captar talentos hacia su corte de Urbino, entre los que se encuentra el insigne Piero della Francesca, cuyos retratos del duque y la duquesa de Urbino en estricto perfil, emulando a las monedas romanas, es suficientemente famoso. En general, la iconografía combina elementos cristianos y mitológicos, algo por otro lado usual en el arte renacentista.
Por último, en Mantua, Ludovico Gonzaga se basa en el gusto por la Antigüedad clásica para reformar la ciudad. Para ello cuenta, entre otros, con Leon Battista Alberti (Iglesia de San Andrés) y Andrea Mantegna (frescos de la cámara de los esposos). La consideración de los artistas en el Renacimiento conlleva que tengan un estatus muy superior al que tuvieron en siglos anteriores. Así, Mantegna manda construir en Mantua su palacio, que sigue los modelos propios de la arquitectura renacentista y cuya geometría sigue los preceptos del arquitecto romano Vitruvio, el referente de la tratadista arquitectónica de la época.