Si sois padres, es probable que en más de una ocasión hayáis recibido una llamada o mantenido un sinfín de reuniones escolares y/o en otros ámbitos debido a comportamientos disruptivos o desadaptativos de vuestros hijos.
Estos comportamientos pueden abarcar una amalgama de situaciones: “no se relaciona adecuadamente con sus iguales”, “no respeta las normas”, “no tolera los límites”, “tiene conductas agresivas”, “no atiende”, “está desmotivado”, “no respeta las figuras de autoridad”...
A muchos puede que le resulte familiar alguna de estas aseveraciones. Otros incluso estarán acostumbrados a escuchar más de una. A veces estas pueden ser abrumadoras, y si nos referimos a la adolescencia... el retrato puede ser aún más desalentador.
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Afrontando la complejidad de la crianza
También es muy frecuente que los padres con hijos tengan dificultades personales, convivenciales, escolares y/o sociales (no conozco a ninguno que no las tenga en menor o mayor medida), reciban constantemente mensajes (directa o sutilmente) sobre cómo educar mejor a sus hijos o sobre modelos parentales positivos y eficaces.
Las fuentes pueden ser muy diversas: otros padres, maestros, familiares, amigos, educadores, trabajadores sociales, psicólogos, medios de comunicación... y en multitud de formatos, formales (talleres educativos, charlas u otras intervenciones) e informales.
La cantidad de información puede ser ingente. En muchas ocasiones estos mensajes tienen una función protectora y eficaz, es decir, ayudan; en otras, sin embargo, pueden tener un cariz responsabilizador y culpabilizador.
En estas últimas, la palabra “deberías” pasa a ser habitual en múltiples interacciones sociales hasta ser interiorizada por la persona en forma de pensamientos y emociones.
Frecuentemente, incluso son los propios padres quiénes acaban sumergiéndose en un estado de culpa e impotencia que limita su capacidad de ejercer sus funciones parentales con una apropiada percepción de autoeficacia. En otras, desplazamos la responsabilidad o manifestamos enfado sobre otros con el fin de proteger nuestra autoestima y/o auto-concepto, constituyendo éste, por otro lado, un comportamiento muy humano cuando nos sentimos juzgados o atacados.
Los profesionales que trabajamos con familias, especialmente con padres y niños o adolescentes, conocemos la importancia de prestar atención a los pensamientos, sentimientos y emociones que experimentan tanto progenitores como hijos ante las dificultades personales, y/o otros sucesos estresantes que interfieren en la evolución positiva del sistema familiar en su conjunto. De hecho, ¡son ellos quiénes más suelen sufrir las dificultades de adaptación a los diferentes contextos sociales! Por ello, la escucha activa, la comprensión, la empatía y el acompañamiento son funciones elementales de la relación terapéutica.
Las emociones negativas también son útiles
Como profesionales conocemos el poder de emociones como la culpa, la vergüenza o el miedo. Habitualmente son percibidas de forma negativa debido a que generan bastante malestar y/o sufrimiento. Sin embargo, todas las emociones, tanto las calificadas positivas como las negativas, son esenciales para la adaptación social y el ajuste personal. De tal forma, la culpa y la vergüenza tienen una función de autorregulación personal y social que nos permiten aprender, corregir errores, empatizar y, en general, dirigir nuestros esfuerzos a actuar en consonancia con unos valores personales y sociales.
Especialmente la culpa está intrínsecamente unida al desarrollo moral del individuo y de ahí su valor adaptativo. Sin embargo, cuando la culpa no es adaptativa interfiere en la autorregulación y desarrollo personal y social. Nos sumerge en una espiral de rumiaciones, desvalorización, ansiedad, depresión, desesperanza... Nos impide aprender y avanzar.
Del mismo modo, el miedo o la ansiedad tienen una función protectora importante porque nos permite prestar atención al peligro y a reaccionar al mismo. Sin embargo, cuando ésta se convierte en desadaptativa interfiere en el afrontamiento adecuado ante las amenazas, los desafío, las crisis... En tal caso, percibimos estas situaciones como desbordantes de nuestros recursos personales.
La importancia de la gestión emocional en las relaciones familiares
Así pues, todos nos hemos sentido culpables, avergonzados, tristes, preocupados o enfadados en diversidad de contextos y situaciones. La paternidad no está exenta de estas emociones. Son adaptativas para nuestra función como padres, y también para nuestra función como hijos, hermanos...
El problema surge cuando la expresión de estas emociones interfiere en la dinámica familiar y social de forma significativa, de forma que impida la autorregulación como individuo y como sistema familiar y social, con su desarrollo saludable, y que, por lo tanto, pueda requerir de un proceso terapéutico que favorezca el restablecimiento del equilibrio o de la homeostasis.
Por lo expuesto anteriormente, este proceso terapéutico debe focalizarse en la comprensión de las emociones y sus componentes (cognitivos, afectivos y conductuales). Pero no sólo son necesarias la escucha activa, la compresión y la empatía en el abordaje terapéutico. ¡Incluso el entrenamiento de la persona en técnicas de afrontamiento de diversa índole puede resultar insuficiente sin algo esencial! Y esto no es otra cosa que la validación.
Validar significa aceptar las emociones sin juzgar, sin reprochar... Aceptar que en ese momento nuestros pensamientos, emociones y conductas fueron las que fueron y que no pudieron ser de otra forma en esa situación determinada, porque no sabíamos o no podíamoscon las herramientas que disponíamos.
No se trata de justificar, todo lo contrario. Se trata de utilizar la culpa, la vergüenza, el miedo y la tristeza para avanzar, para aprender y focalizar el esfuerzo en el proceso de cambio y en la mejoría, se trata de recuperar la función adaptativa de esas emociones, de restablecer el equilibrio.
En definitiva, en cualquier relación terapéutica, la validación del profesional es imprescindible y la autovalidación de la propia persona es esencial para promover el proceso de cambio. Validar para avanzar, como padres, como hijos, como personas...
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