Tanto las personas que cuidan animales como las que han emprendido un estilo de vida vegetariano son propensas a ser criticadas por proyectar sentimientos humanos sobre animales que no pueden experimentarlos de la misma forma que nosotros. Estas críticas, pudiendo ser ciertas en parte (a fin de cuentas, como primates bípedos y masivamente sociales experimentamos la realidad de manera muy particular) no dejan de pecar de los mismo que critican: afirmar verdades universales basándose en la fe.
Lo cierto es que ninguno de nosotros puede meterse en la cabeza de otro ser vivo, y mucho menos si ese ser vivo está a siete ramas de distancia de nuestra posición en el árbol evolutivo. El amor entre especies es un fenómeno de complicado estudio, y más cuando el comportamiento que cabría esperar de un animal emocionalmente involucrado con un humano se parece mucho a la conducta que también sería esperable en un ser vivo que ha aprendido a manipular a su cuidador para obtener mejores tratos.
Sin embargo, la ciencia nos proporciona herramientas para conocer de manera indirecta los fenómenos cognitivos y emocionales que ocurren en otros organismos. Hay un estudio, en concreto, que da motivos para el optimismo a todas aquellas personas que creen que el amor entre especies existe.
Hablar de amor entre especies es hablar de reduccionismo
¿Cómo puede estudiarse científicamente el amor? Para hacerlo, no hay más remedio que recurrir a una dosis razonable de reduccionismo. Las sensaciones y los estados de ánimo de animales no humanos son tan distintos de los nuestros que, para estudiarlos, debemos centrarnos en los aspectos esenciales que los hacen semejantes a nosotros. En este caso, tirar de reduccionismo significa centrarse en un aspecto concreto y objetivo asociado a los estados de ánimo vinculados al amor o el cariño tanto en nuestra especie como en muchas otras. Normalmente, esto se hace mediante investigaciones enfocadas hacia el estudio de los flujos hormonales.
El amor entre especies es un concepto tan amplio que necesita ser reducido a términos operacionales muy concretos si queremos investigarlo. Llegados a este punto importa, sobre todo, la medición de los niveles de oxitocina.
El vínculo afectivo perro - humano
La oxitocina es una hormona asociada a la creación de vínculos afectivos relaciones de confianza y conductas maternales. Está presente en una gran variedad de seres vivos, y, por ello, los niveles de oxitocina son un indicador apropiado para estimar cuantitativamente los estados de ánimo que relacionamos con el amor.
Con un análisis basado en los niveles de esta sustancia se puede conocer indirectamente lo que están experimentando los animales al interactuar con sus cuidadores humanos, y viceversa, gracias a la utilización de un mismo medidor para ambas especies.
Partiendo de esta premisa, un equipo de investigadores japoneses se planteó estudiar los estados emocionales que se desencadenan en el organismo de los perros domésticos al relacionarse con sus cuidadores. Para ello, dejaron que los perros y los humanos interactuaran entre ellos por parejas para, justo después, tomar muestras de orina tanto de los canes como de sus compañeros de juego.
Los resultados que se publicaron en la revista Science, si bien no dejan de basarse sólo en la medición de una sustancia química, nos hablan sobre animales que crean potentes vínculos emocionales con el homo sapiens. Cuando los perros miran a los humanos a los ojos, ambas especies empiezan a generar más oxitocina. Este hecho es más fácil de explicar desde la hipótesis del "amor entre especies" que desde la de los animales que se aprovechan de sus amos, ya que el experimento no incluye ninguna recompensa material para los perros.
Perritos y bucles emocionales
La oxitocina, como todas las hormonas, genera dinámicas de bucle, ya que es tanto un método de enviar instrucciones desde el cerebro como una sustancia que informa al cerebro sobre lo que ocurre en el organismo. En el caso de los perros y sus amos mirándose a los ojos, los investigadores también han documentado la existencia de un bucle: el hecho de que la pareja animal esté más rato mirando a la otra (ocasionado por unos niveles de oxitocina más altos de lo normal) hace que esta última genere más oxitocina, lo cual a la vez significa una tendencia a mirar a la otra por más tiempo, etc.
La existencia de este bucle hormonal, típico de las complejas relaciones establecidas entre humanos, no está tan bien documentado en las relaciones entre nuestra especie y las demás, entre otras cosas porque son pocos los animales cuyos hábitos hagan fácil la interacción pacífica y sostenida con organismos con los que comparten poco evolutivamente. Sin embargo, esta investigación ofrece respaldo a la idea de que el proceso de retroalimentación hormonal puede ser encontrada mucho más allá de nuestra propia familia evolutiva.
Un caso especial
Desde luego, si bien lo que se documenta en el paper de estos investigadores puede ser interpretado como un ejemplo de amor entre especies (o estados afectivos asociados al amor), eso no significa que todas las parejas de especies sean igualmente propensas a verse involucradas emocionalmente del mismo modo. A fin de cuentas, los perros son un caso especial por haber aprendido a convivir muy bien con el sapiens. Como en casi todos los temas, la ciencia avanza a paso de hormiga y son pocos los resultados que puedan generalizarse a una gran cantidad de casos.
Esta investigación también respalda la idea de que la ruta evolutiva de los perros domésticos podría haberlos preparado especialmente bien para entenderse con nosotros. Los científicos repitieron el experimento sustituyendo a los perros por lobos y, estudiando la conducta y los niveles hormonales de estos carnívoros, comprobaron que ni aguantaban tanto mirando a los ojos de los cuidadores, ni sus niveles de oxitocina se incrementaban de forma comparable a los de sus parientes domésticos.
Cabe destacar que el perro y el lobo forman parte de la misma especie, por lo que la diferencia entre ellos podría deberse a un proceso de adaptación reciente que se llevaron a cabo en los perros y no en sus hermanos salvajes. Los perros podrían haber desarrollado un especial interés por el rostro humano y ciertos cestos, pero los lobos no habrían tenido esa necesidad. O quizás, quién sabe, la clave de estos resultados distintos está en que los humanos no miramos igual a unos canes que a otros.