Tras la guerra franco-prusiana (1870-1871), Europa pareció despertar de una pesadilla. El final de la sangrienta contienda, que había enfrentado al decadente Segundo Imperio Francés contra Prusia, pareció devolver el optimismo y la alegría a los ciudadanos; especialmente, en las que eran las grandes capitales del momento: Viena y París. Acaba de empezar lo que la historia conocería como La Belle Époque (La bella época).
Se trata de un periodo fascinante y eminentemente dinámico, que ocupó los casi cincuenta años comprendidos entre 1871 y 1914, el año en que otra guerra, la Mundial, oscureció de nuevo el continente. Los europeos tuvieron la sensación de haber vivido un espejismo, una especie de “paraíso perdido”, y, desde entonces, cuando miraban hacia atrás, hablaban de la Belle Époque y de sus placeres truncados por el conflicto bélico.
En el artículo de hoy hablamos de esta época “dorada” y de su expresión plástica más contundente: la creación de los carteles publicitarios. A continuación, realizamos un pequeño recorrido por la época en que arte y publicidad se fusionaron y dieron como fruto una de las expresiones artísticas más creativas: el cartelismo.
¿Qué es la Belle Époque?
Ya hemos comentado en la introducción el porqué de semejante denominación: es la “época bella”, despreocupada y alegre, que comprende desde el final de la guerra franco-prusiana hasta los inicios de la Primera Guerra Mundial. Se trata, pues, de un periodo marcado por dos conflictos bélicos que impresionaron profundamente a la población; especialmente, el segundo, que duró cuatro largos años y llevó a filas a prácticamente toda la juventud europea.
En contraste, los años de entreguerras son años de alegría, belleza y ganas de vivir. Las sucesivas revoluciones industriales han inyectado un optimismo contundente en la gente, que es testigo de un florecimiento económico sin precedentes. Es también la época del positivismo feroz, que deja en manos de la ciencia toda explicación y toda esperanza en el porvenir. Y es también, por supuesto, el alba de la sociedad de consumo, de la que somos deudores.
Los empresarios de la Belle Époque se encontraron con una enorme cantidad de dinero fruto de los avances técnicos y productivos (la producción en serie abarató muchísimo los costes), pero deseaban mucho más. Había que vender, había que “obligar” al público a consumir productos, incluso los que no eran de estricta necesidad. Las hordas proletarias que inundaban las ciudades y se hacinaban en los barrios más miserables también debían infectarse con el virus del consumismo; solo así, la enorme rueda del capitalismo seguiría girando.
El nacimiento del cartelismo
Pero ¿cómo podían hacer llegar estos empresarios ávidos de dinero sus productos a la gente humilde? La mayoría no sabían leer, por lo que era imposible que accedieran a los anuncios publicitarios publicados en los periódicos (que, hasta entonces, había sido el principal medio de difusión de los productos). Sin embargo, era “necesario” que supieran qué se estaba vendiendo en cada momento, y era necesario, también, despertar sus ansias de consumo a toda costa.
El cartel cumplió con creces esta misión. Porque, a diferencia de los anuncios de las publicaciones, los carteles se situaban en cualquier lugar público: estaciones de tren, boulevards, quioscos, metro, tranvías. Cualquier ciudadano podía acceder a la información que estos anuncios ofrecían; incluso las clases trabajadoras, que, por cierto, utilizaban el transporte público para desplazarse.
Jules Chéret, el “padre” del cartelismo
El que está considerado como “padre” del cartelismo es Jules Chéret (1836-1932), que, en 1866, creó su propio negocio de impresión a partir de su revolucionario descubrimiento: la impresión a color a gran escala. En realidad, la litografía en color existía desde hacía décadas, pero Chéret consiguió que una sola imagen se pudiera reproducir hasta la saciedad. Esto, por supuesto, era algo crucial en el negocio de la publicidad, por lo que, muy pronto, los empresarios parisinos se fijaron en él.
Chéret puso también las bases de lo que sería el cartel prototipo de la Belle Époque. En lugar de anuncios sencillos basados en frases kilométricas, el empresario diseñó una nueva idea de publicidad que reducía el texto a dos o tres palabras y centraba toda su fuerza en la imagen. El nuevo concepto fue revolucionario, puesto que los carteles, ubicados en vallas publicitarias y en lugares públicos de la ciudad, debían ejercer el impacto necesario para atraer la atención de los viandantes.
La influencia de Jules Chéret en el cartelismo posterior es evidente. Segolène Le Men, historiadora experta en arte, es muy rotunda al respecto: el empresario inventó el cartelismo como arte. Así lo recoge un interesante artículo de El Mundo Cultura (ver bibliografía), a propósito de la exposición que, en 2017, se realizó en el Instituto Francés de Madrid, y que repasaba la trayectoria del cartelismo en la Belle Époque con 50 de sus obras.
Colores, dinamismo y mujeres
Ya hemos comentado cómo la innovación más destacable del nuevo cartelismo de Chéret es el uso de colores vívidos y alegres, que tenían la función de impactar positivamente en el ánimo del transeúnte. Por otro lado, es igualmente destacable que los personajes que utiliza el empresario para su publicidad sean todos de clase burguesa, tal y como lo denotan sus sofisticados trajes y accesorios. La idea era que el trabajador viera el producto en cuestión como un vehículo para “acceder” al mismo estatus social que los personajes del cartel, un recurso psicológico que todavía se usa en el mundo publicitario.
Por otro lado, en los carteles impulsados por Chéret la mujer toma un protagonismo prácticamente absoluto. Se trata de mujeres alegres y vivarachas, que muestran el producto con un gran dinamismo. Encontramos ejemplos bellísimos, como el anuncio de Saxoliéne, una marca de petróleo para usar de forma doméstica, donde aparece una elegante y fornida mujer vestida de amarillo que nos muestra su lámpara y nos mira sonriente. O el del famoso papel de cigarrillos Job, donde, de nuevo, una mujer ataviada con un vestido de extravagantes mangas (siguiendo la moda refinada del momento) dirige su mirada segura y un tanto desafiante hacia nosotros, mientras saborea un cigarrillo.
A partir de entonces, la figura femenina quedará asociada para siempre a la publicidad. Otros grandes cartelistas, como Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901) o Alphonse Mucha (1860-1939) la utilizarán en sus diseños, aunque con diferentes estilos. Lautrec presenta a mujeres casi caricaturescas que parecen sacadas de estampas japonesas; Mucha, en cambio, crea auténticas ninfas mitológicas que serán un referente del Art Noveau.
La fusión entre arte y publicidad
Si los empresarios se beneficiaron enormemente de las nuevas ideas en materia de creación publicitaria, también los artistas emergentes vieron en este mundo una oportunidad para alcanzar la fama y enriquecerse. París era, a finales del siglo XIX, el epicentro artístico de Europa, y eran muchos los aspirantes a artistas que llegaban a la capital, atraídos por la efervescencia cultural y económica de aquella Belle Époque. Pronto, empresarios y artistas se dieron cuenta de que se “necesitaban” mutuamente, y fue entonces cuando el ascenso del cartelismo fue imparable.
Estos nuevos artistas creaban diseños extraordinariamente atractivos que la gente no solo se limitaba a contemplar en la calle, sino que, incluso, arrancaban de las paredes y se llevaban a su casa. Se puso de moda coleccionar carteles publicitarios, y la gente deseaba obtener una reproducción del diseño más original de la temporada. Todo ello, por supuesto, no solo garantizaba fama al artista que los había realizado, sino que para el empresario suponía que su producto estuviera en boca de todos. En fin, era una simbiosis perfecta.
El cartelismo tenía otra función importante: la de acercar el arte y las nuevas tendencias artísticas al gran público. Así, en los carteles de la Belle Époque se fusionaban los estilos en boga del momento: el furor por Oriente y las estampas japonesas, especialmente evidente en la obra de Lautrec; el fauvismo y sus colores irreales y llamativos, el gusto por la curva y las ondulaciones y, sobre todo, el incipiente Art Noveau que empezaba a llenarlo todo y del que, en su versión publicitaria, es Mucha su mejor exponente.
Los grandes artistas del cartel
Fueron muchos los nombres asociados al cartelismo de la Belle Époque. A continuación, citamos a los más importantes y a algunas de sus obras más reconocidas.
1. Théophile A. Steinlen (1859-1923)
Su obra cumbre, Le chat noir (El gato negro), ha sido reproducida hasta la saciedad y constituye un auténtico símbolo del cartelismo de la época. Diseñada como anuncio publicitario del café parisino del mismo nombre, Steinlen pone como protagonista absoluto a un enorme y esquemático gato negro de mirada inquietante, más que probablemente inspirado en el relato de Edgar Allan Poe (1809-1849).
Steinlen había nacido en Suiza en 1859, pero desde muy joven vivió en París y frecuentó el más que bohemio barrio de Montmartre, donde se codeó con los artistas emergentes y con las corrientes más reivindicativas del arte. Muchos de sus carteles son mundialmente conocidos, pero, por desgracia, su nombre no suele ir ligado a ellos (como sí sucede con Lautrec y Mucha).
2. Henri de Tolouse-Lautrec (1864-1901)
Es, posiblemente, el gran genio del cartelismo de finales del siglo XIX. Nacido en el seno de una familia noble, pero profundamente traumatizado por su aspecto (fruto de una enfermedad congénita), Toulouse-Lautrec frecuentó siempre los bajos fondos parisinos, y en ellos encontró la inspiración que necesitaba para sus obras.
Muy especialmente vinculado al Moulin Rouge y a otros cabarés de la ciudad, Lautrec realizó auténticas obras maestras del cartel, en las que plasma un aire de estampa japonesa (tan en boga en la época) con sus figuras planas y recortadas y su estilo caricaturesco. Algunas de sus creaciones más conocidas son La Goulue (1891), donde aparece esta famosa bailarina del Moulin Rouge en plena danza, Divan Japonais (1895) o el cartel publicitario para la bailarina Jane Avril (1893).
3. Alphonse Mucha (1860-1939)
Mucha es el indiscutible rey del cartel modernista. Muchos artistas se inspiraron en sus creaciones, basadas en una frondosidad repleta de flores y ramajes directamente inspirada en la naturaleza y en figuras femeninas que parecen sacadas de un cuento de hadas.
Su primer gran éxito le vino de la mano de Sarah Bernhardt (1844-1923), que le encargó la publicidad de su obra teatral Gismonda. La actriz quedó tan impresionada por el trabajo del checo que le pidió nuevos diseños, donde aparece ataviada como en un sueño: La dame aux camélias (1896), La Samaritaine (1897) o Medée (1898). Con todas ellas, Mucha inauguraba un nuevo estilo en el cartelismo, que bebía directamente de las ensoñaciones del Art Noveau.