Unos 20.000 visitantes al día. ¿Hablamos del canal de un/a influencer? No, nos referimos a la Gioconda, a la famosa Mona Lisa de Leonardo da Vinci. Se calcula que esta es la cifra de personas que, de media, desfilan en un solo día por delante de esta tabla de pequeñas dimensiones, un récord difícilmente superado por cualquier otra obra de arte del mundo.
¿Qué es lo que tiene este cuadro que despierta tanto interés? ¿Qué hace que la Gioconda sea trending topic para los visitantes de museos? En este artículo te explicamos el motivo de que la Mona Lisa sea tan famosa.
¿Por qué es tan famosa la Mona Lisa?
Para la mayoría de los críticos, no es ni mucho menos la obra maestra de da Vinci. Y no por sus reducidas dimensiones (77 x 53 cm), sino porque el maestro florentino tiene en su corpus artístico obras de mayor calibre artístico. Por ejemplo, y sin salir del Louvre, tenemos a la famosa Virgen de las Rocas, ejecutada entre 1483 y 1486. La que se conserva en el Louvre está considerada como la primera de las copias (la segunda está en la National Gallery de Londres), realizada para una capilla de la iglesia de San Francesco de Milán. La composición, la ejecución de las figuras y el paisaje rocoso del fondo, casi irreal, hacen de esta tabla una obra maestra.
Igual de impresionante es la tabla La Virgen, santa Ana y el Niño, pintada por da Vinci en 1503. El triángulo que dibujan las tres figuras, sutilmente equilibrado por el movimiento de la madre (que intenta apartar al hijo del cordero, símbolo del sacrificio), junto con la delicada representación del paisaje del fondo, nos indican que estamos ante una de las grandes obras del pintor florentino.
Pero ¿por qué, entonces, cuando vamos al Louvre, encontramos atestada la sala de la Gioconda? ¿Por qué esta pequeña tabla es la única obra del museo que cuenta con catenarias para gestionar el flujo de visitantes? ¿Qué es lo que hace a la Gioconda una obra “única”?
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Un robo muy sonado
Para comprenderlo, tenemos que retroceder en el tiempo y remontarnos al mes de agosto de 1911. Si hubiéramos podido visitar aquel año la sala donde se exhibía la Gioconda, habríamos podido advertir que la afluencia de visitantes no era, ni de lejos, la actual. Sí, es cierto que a principios del siglo XX la globalización apenas acababa de empezar, y no existían, por supuesto, las redes e Internet. Pero esta no es la causa de la ausencia de personas ante la Gioconda. Simple y llanamente, la gente no consideraba a la Mona Lisa un cuadro especial.
Pero ocurrió que, el 22 de agosto de 1911, los trabajadores del Louvre se dieron cuenta de que la Gioconda no estaba en su sitio. Había sido robada. Pronto se inició una investigación exhaustiva, y los periódicos de la época intentaron reconstruir los hechos de forma casi febril. Mucho más tarde se supo que, el día antes, el ladrón, disfrazado de trabajador, había descolgado el cuadro y se lo había colocado tranquilamente debajo del brazo. Luego, sin perder la calma, la ocultó en su bata y salió con ella del museo.
La enorme cobertura mediática que se dio al robo tuvo mucho que ver con la fama que la Mona Lisa fue adquiriendo mes tras mes. Aparecía en los periódicos, en vallas publicitarias, en el envoltorio de caramelos y chocolatinas. El cuadro de da Vinci había pasado de ser una obra casi anónima entre las miles que atesoraba el Louvre a ser una auténtica celebridad. La gente, intoxicada de publicidad y noticias sobre el tema, se preguntaba, una y otra vez: Y… ¿Dónde está la Mona Lisa?
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Dos largos años de publicidad
Hasta el mismísimo Picasso y su colega Guillaume Apollinaire fueron acusados de estar implicados en el robo. Los periódicos se inventaban una historia tras otra, todas falsas y sin fundamento, solo para mantener la atención de los lectores. Una de las más sonadas fue la patraña de que Leonardo se había enamorado de la mujer representada y que la historia de la Gioconda era una hermosa historia de amor. En fin; la verdad se había convertido en una auténtica novela y los que de ella hablaban vendían más ejemplares que las editoriales de libros de folletín. Y mientras tanto, la Mona Lisa seguía sin aparecer.
De esta forma pasaron dos largos años. En 1913, alguien contactó a un comerciante de antigüedades y al conservador de los Uffizi de Florencia. Quería venderles una obra de arte que estaba seguro iba a interesarles. La cita, en un hotelucho de Florencia. El nombre del vendedor, Vincenzo Peruggia, un personaje humilde que había trabajado en el Louvre con anterioridad.
Los dos hombres citados pronto se dieron cuenta de que la obra de arte que Peruggia quería venderles era la auténtica Mona Lisa. El descubrimiento les desconcertó, puesto que, en 1913, hasta el mismo Louvre había perdido la esperanza de encontrar a su doncella perdida. Inmediatamente, los hombres llamaron a la policía; Peruggia fue detenido, y la Mona Lisa, por supuesto, regresó a París.
No contentos con el final del rocambolesco suceso, los medios siguieron alimentando la historia durante algunos años más. En 1915, un periódico francés publicaba lo que, según ellos, era la confesión del ladrón.
En el artículo se sostenía que Peruggia había robado la obra porque quería retornarla a Italia, el lugar de donde “había salido” y al que “pertenecía”. Por lo visto, estaba convencido de que Napoleón había sustraído la obra a su paso por la península italiana. Lo que ignoraba el ladrón era que da Vinci se había llevado la Gioconda con él cuando se trasladó a Francia, y que el rey Francisco I la había adquirido poco después. Nada de robos, nada de expolio. Solo un pobre infeliz que había alimentado sueños patrióticos.
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El nacimiento de un mito
Mientras la Mona Lisa estuvo desaparecida, el flujo de visitantes que se detenía en su sala para contemplar el espacio vacío que había dejado fue aumentando considerablemente. A su regreso, se desató la histeria. Todos querían contemplar con sus propios ojos la obrita que tanta polémica había causado. Todos iban al Louvre a ver a la Gioconda.
Desde entonces, su fama no ha hecho sino crecer. Quizá para justificar tanto trajín, algunos han querido ver en ella la “obra maestra” de da Vinci, el cénit de su creación artística. El hecho de que el pintor se llevara consigo a Francia esta versión de la Gioconda parecía corroborar la magnitud de la obra; al menos, era plausible pensar que el artista tenía la tabla en alta estima. Todo ello, cómo no, siguió alimentando leyendas sobre la identidad de la mujer retratada, su relación con Leonardo y el porqué de su “extraña sonrisa”.
Una sonrisa que, por otro lado, no es para nada enigmática. Nada hay en el rostro de la Mona Lisa que nos haga pensar en una creación fuera de lo común; tampoco el paisaje del fondo ni el resto de la composición muestra ninguna característica sobresaliente que la haga distinguirse por encima del resto de las obras de Leonardo. Tenemos, más que probablemente, una simple idealización motivada por una fama repentina.
La otra Gioconda
Lo que quizá muchos de los visitantes que acuden en masa a fotografiar (que no contemplar) a la Gioconda del Louvre no saben es que existe otra Mona Lisa, una “gemela” que la mayoría de gioconda-maníacos desconoce. Esta otra versión se encuentra en el Museo del Prado, en Madrid, y los expertos sostienen que salió también del taller de Leonardo, posiblemente del pincel de alguien muy cercano al pintor.
La Mona Lisa del Prado es, según los especialistas, la copia más temprana de la obra. La composición es idéntica, así como el proceso creativo (contiene las mismas correcciones que su homónima francesa), lo que hace pensar que, efectivamente, fueron pintadas al mismo tiempo y de forma paralela en el mismo taller.
Lo verdaderamente curioso es que, si vais al Prado, podréis ver que la Mona Lisa de Madrid no cuenta con el alud de visitantes que tiene su “gemela” del Louvre. Ya hemos comentado que, posiblemente, la gran mayoría de los que acuden al museo parisino desconoce la existencia de la Mona Lisa “española”. Además, la versión del Prado nunca sufrió el robo ni la apoteósica cobertura mediática que sí vivió su compañera.