Todos nos hemos preguntado alguna vez por qué hemos venido al mundo y cuál es nuestro papel en el mismo. Son cuestiones básicas e inherentes al ser humano a las que, desde siempre, la filosofía y la religión han intentado encontrar respuestas.
El existencialismo es una corriente de pensamiento que busca respuestas a la existencia humana. No solo eso; la corriente existencialista trata, además, de llenar el vacío angustioso que se produce cuando el ser humano se cuestiona las bases de su presencia en el mundo. ¿Para qué estoy aquí? ¿Por qué he venido? Y, lo más importante: ¿tiene sentido que yo sea?
El existencialismo se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos y, dependiendo del autor y del momento histórico, ha hecho hincapié en un aspecto u otro. Sin embargo, y a pesar de las diferencias obvias, todas estas ramificaciones tienen un punto en común: considerar al ser humano como libre y absolutamente responsable de su propio destino.
En este artículo revisaremos cuáles son las bases de esta corriente de pensamiento y nos detendremos en los autores existencialistas más importantes.
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¿Qué es el existencialismo?
Básicamente, y como su propio nombre indica, el existencialismo se plantea cuál es el sentido de la existencia o, más bien, si acaso esta tiene sentido alguno. Para llegar a ciertas conclusiones, esta corriente de pensamiento realiza un análisis de la condición humana, diseccionando aspectos como la libertad del individuo o su responsabilidad ante su propia existencia (y la de los otros).
El existencialismo no es una escuela homogénea; sus pensadores destacados se encuentran diseminados tanto en ámbitos estrictamente filosóficos como en círculos literarios. Además, existen muchas diferencias conceptuales entre estos existencialistas, que analizaremos en el siguiente apartado.
Sin embargo, sí que encontramos un elemento que todos estos pensadores comparten: la búsqueda de un camino de superación de las normas morales y éticas que, en teoría, pertenecen a todos los seres humanos. Los existencialistas abogan por la individualidad; es decir, creen en la responsabilidad del individuo a la hora de tomar sus decisiones, por lo que estas deben estar supeditadas a sus propias necesidades, concretas e individuales, y no depender de una fuente moral universal, como podría ser una religión o una filosofía concreta.
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El individualismo existencialista
Si, como hemos comentado en el apartado anterior, los existencialistas sostienen que se debe ir más allá de los códigos morales y éticos universales, ya que cada individuo debe encontrar su propio camino, ¿por qué, entonces, encontramos a pensadores profundamente cristianos enmarcados en esta corriente, como es el caso de Kierkegaard?
Soren Kierkegaard (1813-1855) está considerado como el padre de la filosofía existencialista, a pesar de que nunca usó este término para referirse a su pensamiento. Kierkegaard nació en el seno de una familia marcada por la inestabilidad psicológica de su padre, afectado de lo que, en la época, se denominaba “melancolía”, y que no era otra cosa que una depresión crónica.
La educación del joven Soren fue eminentemente religiosa, y de hecho fue creyente durante toda su vida, a pesar de que criticó de forma contundente a la institución eclesiástica luterana. Así, Kierkegaard se circunscribiría en el denominado “existencialismo cristiano”, en el que encontramos a autores tan importantes como Dostoievski, Unamuno o Gabriel Marcel.
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El existencialismo cristiano
Pero ¿cómo se puede trascender los códigos éticos universales, tal y como apunta el existencialismo, a través del cristianismo, que no es otra cosa que un código ético-moral? Kierkegaard plantea una relación personal con Dios; es decir, pone el énfasis, de nuevo, en el individualismo.
Es necesario, pues, olvidarse de cualquier moral y norma preestablecida, válida en teoría para todos los seres humanos, y reemplazarlas por una serie de decisiones éticas y morales que emerjan en exclusiva del individuo y de su relación directa y personal con la divinidad. Todo esto conlleva, obviamente, una libertad absoluta, un libre albedrío sin límites que es lo que provoca, según Kierkegaard, la angustia en el ser humano.
El existencialismo cristiano tiene a Kierkegaard como abanderado, pero también encontramos a escritores importantes enmarcados dentro de esta corriente, de la talla de Dostoievski o Miguel de Unamuno. El primero está considerado como uno de los primeros representantes de la literatura existencialista. Obras como Memorias del subsuelo, Los demonios o Crimen y castigo son auténticos monumentos al sufrimiento y a la transformación del ser humano que, mediante el libre albedrío, accede a una espiritualidad superior.
En cuanto a Miguel de Unamuno, destaca su obra Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y los pueblos, donde el autor se basa en las teorías de Soren Kierkegaard para profundizar en el individualismo y en la angustia interna del ser humano.
El existencialismo “ateo”
Existe otra corriente dentro del existencialismo que difiere significativamente de autores como Kierkegaard, Dostoievski, Unamuno o Gabriel Marcel. Esta otra perspectiva se ha venido denominando “existencialismo ateo”, ya que se desmarca de cualquier creencia trascendental. Uno de los mayores representantes de esta corriente es Jean-Paul Sartre (1905-1980).
En Sartre el libre albedrío y la libertad humana alcanzan su máxima expresión, al sostener que el hombre no es otra cosa que lo que él hace de sí mismo. En otras palabras, no hay nada definido cuando un ser humano llega al mundo; son sus propias decisiones las que establecen su propio significado.
Esto, por supuesto, entra en plena contradicción con la idea de la existencia de un Dios creador, ya que, si el ser humano llega a la tierra sin estar definido, es decir, sin esencia, no tiene ningún sentido suponer que ha sido creado por un ser superior. Cualquier teoría creacionista sostiene que la divinidad crea al ser humano con un propósito concreto. En Sartre, esto no es así. En esto coinciden la mayoría de los pensadores existencialistas: la existencia precede a la esencia, por lo que son solo la voluntad humana, su libertad y su libre albedrío, lo que pueden moldear el significado del ser humano.
Albert Camus (1913-1960) va un paso más allá al afirmar que, en realidad, es absolutamente irrelevante para el ser humano si Dios existe o no. Así, los interrogantes acerca de la existencia humana no dependen de la respuesta a esta pregunta. Es por ello por lo que, a menudo, se ha clasificado a Camus como existencialista agnóstico.
Albert Camus es el padre de la filosofía del absurdo. El absurdo de Camus lleva la filosofía existencialista a su límite, porque a la pregunta de “¿Tiene sentido la vida?”, Camus responde con un “no” rotundo. Efectivamente, según este pensador, la existencia no tiene ningún sentido; la vida humana se hunde en el absurdo más absoluto. Por lo tanto, resulta estéril (e inútil) buscar respuestas. Lo que hay que hacer, pues, y según recoge el autor en su famosa obra El mito de Sísifo, es dejar de hacerse preguntas y, simplemente, vivir. Sísifo debe ser feliz mientras empuja la piedra, ya que no tiene ninguna manera de desligarse de ella.
La responsabilidad provoca angustia
Si, como hemos afirmado, el ser humano posee un libre albedrío absoluto (idea en la que coinciden todos los pensadores existencialistas), ello quiere decir que sus actos son, única y exclusivamente, responsabilidad suya. Y es por ello por lo que el ser humano vive inmerso en una angustia perpetua.
En el caso de Kierkegaard, esta angustia es el resultado de la indecisión. La vida es una continua elección, un encuentro permanente con lo uno y lo otro. Es lo que el filósofo denomina “mareo o vértigo de libertad”. La conciencia de la propia responsabilidad y el miedo que esto conlleva es lo que lleva al ser humano a depositar sus elecciones en otras personas o en códigos morales universales. Según Kierkegaard, este es el resultado de la terrible angustia de tener que decidir.
Por su parte, Jean-Paul Sartre afirma que el ser humano es responsable no solo de sí mismo, sino de toda la humanidad. En otras palabras: la acción que emprendas a título individual tendrá consecuencias en la colectividad. Como vemos, la angustia en este caso se multiplica, ya que no es solo tu vida la que está en tus manos, sino la de toda la sociedad.
Esta angustia vital es la que lleva al ser humano a vivir una crisis profunda y a proyectar una mirada desencantada al mundo. Si, efectivamente, toda la responsabilidad moral recae en el individuo; si, como sostienen los existencialistas (inclusos los existencialistas cristianos como Kierkegaard) no podemos acogernos a un código de valores universal que nos guíe, entonces nos encontramos ante un abismo, ante la nada absoluta.
¿Cómo salir, pues, de esta situación desalentadora? Pero antes de centrarnos en las “soluciones” que proponen los diversos autores existencialistas (y lo ponemos entre comillas porque, en realidad, no hay solución absoluta), hagamos un repaso del contexto histórico que permitió la aparición de esta corriente de pensamiento. Porque, a pesar de que podemos encontrar trazas de existencialismo durante toda la historia (por ejemplo, hay autores que apuntan a San Agustín y Santo Tomas de Aquino como autores pre-existencialistas) no es hasta el siglo XIX que la corriente coge toda su fuerza. Veamos por qué.
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El contexto: la crisis de los siglos XIX y XX
La Revolución Industrial, iniciada a finales del siglo XVIII, va convirtiendo paulatinamente al hombre en máquina. Se produce, además, una fuerte crisis religiosa, en la que tienen mucho que ver los descubrimientos científicos, como la teoría de la evolución de Darwin, entre muchos otros. Los movimientos obreros empiezan a adueñarse de las ciudades. La crítica hacia la burguesía y la Iglesia es cada vez más acusada y feroz. El progreso embriaga al ser humano, y este se olvida de Dios. El siglo XIX es, pues, el siglo positivista por excelencia.
Al mismo tiempo, Europa está inmersa en un armamento progresivo que desembocará en la Primera Guerra Mundial. Las potencias europeas firman continuas alianzas entre ellas, que resquebrajan el continente. Y, llegado ya el siglo XX, la cosa no mejorará en absoluto: tras la Gran Guerra, se produce el auge del fascismo y, con él, la Segunda Guerra Mundial.
En este contexto de guerras y de muerte, el ser humano ha perdido la referencia. Ya no puede aferrarse a Dios y a la promesa de un mundo ultraterreno; el consuelo religioso ha perdido su capacidad de convicción. En consecuencia, hombres y mujeres se sienten desamparados en medio de un caos inmenso.
En este contexto, surgen las preguntas: ¿Quiénes somos? ¿Por qué estamos aquí? La corriente existencialista toma fuerza, y plantea si la presencia del ser humano en el mundo tiene algún sentido. Y, si lo tiene, se pregunta cuál es su papel (y su responsabilidad) en todo ello.
La búsqueda de respuestas
En realidad, el existencialismo es una búsqueda, no una respuesta. Es cierto que, como hemos comentado anteriormente, los diversos pensadores aventuran varios caminos, pero ninguno de ellos satisface plenamente al conflicto existencial.
El existencialismo cristiano de Soren Kierkegaard hace hincapié en una relación directa con Dios, más allá de códigos morales y éticos preestablecidos. Su filosofía es, pues, radicalmente contraria a la de Hegel, que olvida la individualidad como motor de avance. Para Kierkegaard, la evolución solo puede darse desde una constante elección vital, que emerge de la absoluta libertad y el libre albedrío del ser humano.
Por su parte, Jean-Paul Sartre aboga por un existencialismo “sin Dios”, en el que el ser humano se hace a sí mismo mediante sus propias decisiones. El hombre existe en primer lugar; más tarde, se encuentra en el mundo, solo y desconcertado. Finalmente, y exclusivamente a través sus actos personales, se define a sí mismo, sin que en esta definición medie ninguna divinidad.
Por último, Albert Camus propone una solución que podríamos llamar, quizá, intermedia. Mediante su teoría de la absurdidad de la vida, afirma que el papel de Dios en la vida humana, así como el sentido de esta última, es completamente irrelevante, y que lo único que importa, en realidad, es vivir.