Tempus fugit, decían los latinos; “el tiempo corre”. Y así es. Más allá de las recientes teorías de la relatividad, en todas las épocas se ha tenido un concepto concreto sobre el tiempo. Para los antiguos era algo cíclico, que siempre volvía a su punto de partida; para los hombres y mujeres medievales, era lineal y acababa con la segunda venida de Cristo.
Para la época barroca era el gran demoledor de la belleza y de las cosas efímeras, de ahí la gran profusión de las vanitas (vanidades), obras en donde se introducían elementos que daban fe del paso del tiempo y de su implacable destrucción. Para los románticos del XIX, en cambio, el tiempo era el principal constructor de su nostalgia; una nostalgia hacia el pasado que se traducía en el gusto por las ruinas y lo decadente.
10 famosas obras de arte sobre el tiempo
Es difícil escoger entre tantas obras que hablan del tema del tiempo; este es un concepto muy recurrente en la historia del arte. A continuación, os presentamos algunas de las más relevantes.
1. Mensario del Panteón Real de San Isidoro de León (s. XI)
El Panteón Real de los reyes de León es considerado una de las más perfectas joyas del arte románico de la península. No en vano, se le ha llamado “Capilla Sixtina del románico” por sus magníficos frescos, entre los que se incluye un mensario de gran calidad.
¿Qué eran los mensarios medievales? Se trataba de calendarios cuyo ritmo estaba marcado por las actividades agrícolas correspondientes a cada mes. En el caso del mensario de San Isidoro de León, los meses están ubicados en el intradós del arco que se encuentra al lado del Pantocrátor. El mes de enero recoge, como es tradicional en estas representaciones, al dios Jano, de origen romano y que marcaba el inicio del año. En el mes de febrero, el más frío de todos, se representa a un anciano al abrigo del fuego. El mes de abril, el esplendor de la primavera, se personifica con un jovencito que porta unas flores en sus manos, y septiembre es un labriego que recoge las uvas...
En la Edad Media, el tiempo giraba en torno a Dios. La línea temporal cristiana medieval era finita, pues el tiempo de los hombres acabaría con la segunda venida de Cristo. Paralelamente a este tiempo lineal, existía también otro, heredado de la antigüedad, que veía el tiempo como algo cíclico, relacionado con los cambios de la naturaleza y con los ciclos de la vida.
2. Saturno, de Peter Paul Rubens (1636)
No se puede entender el tiempo en el arte sin hablar de Saturno. Este dios era una antigua deidad de la península itálica que más tarde fue asimilada al dios griego Crono, del que tomó los atributos. Si bien Crono no era el dios del tiempo, el parecido entre su nombre y la denominación griega para tiempo ha provocado una asimilación entre ambos.
El mito cuenta que Crono/Saturno, temeroso de un oráculo que había predicho que uno de sus hijos acabaría destronándole, iba devorando uno a uno todos los retoños que su esposa, Rea, le daba. Esta leyenda no ha hecho sino enfatizar al dios como la personificación del tiempo, puesto que el tiempo es imparable y devora a los seres humanos.
Rubens pintó este lienzo para la Torre de la Parada, en Madrid. En él, representa a Saturno como un anciano, aunque de cuerpo todavía musculoso (al fin y al cabo, era un titán), arrancando la carne a su hijo recién nacido. La fuerte luz teatral, tan típica del barroco, que ilumina ambos cuerpos y los recorta contra el fondo oscuro, otorga dramatismo a la escena.
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3. In ictu oculi, de Juan de Valdés Leal (1672)
Este tenebroso lienzo, que está entre las obras de arte sobre el tiempo más famosas, hace pareja con el denominado Finis Gloriae Mundi, también de Valdés Leal. Ambos cuadros se encuentran en el coro bajo del Hospital de la Caridad de Sevilla, y fueron encargados por el humanista Miguel Mañara para ilustrar los dos conceptos clave en la mentalidad barroca: el memento mori (“recuerda que vas a morir”) y la vanitas (la vanidad del mundo).
Ambos conceptos están estrechamente ligados al tiempo: por un lado, el memento nos recuerda que aquel pasa inexorablemente y que a todos nos acaba llegando la muerte; en cuanto al segundo, se trata de un recordatorio de la fugacidad de la vida y de que todo lo bello desaparece o se estropea con el tiempo. En el caso de la obra que nos ocupa, In ictu oculi se podría traducir como “en un abrir y cerrar de ojos”, una clarísima alusión a lo efímero de la existencia.
En el lienzo de Valdés Leal vemos alzarse un escalofriante esqueleto sobre un globo terráqueo (la muerte que domina la tierra); en la mano izquierda porta una guadaña, mientras que con la derecha apaga el fuego de la vela de la vida. Debajo, una montaña de elementos que no podemos llevarnos con la muerte, símbolo de que todo es fugaz.
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4. La última gota (el alegre caballero), de Judith Leyster (1639)
En una habitación oscura, prácticamente sin ninguna referencia espacial, la pintora Judith Leyster sitúa a dos jóvenes que beben y fuman alegremente. Sus ropajes son de colores cálidos y estridentes, y sus rostros están deformados por el alcohol y la euforia. Es una escena de fiesta, ¿no?
Pues… en realidad, no. Porque Leyster sitúa, tras el joven que está sentado a la izquierda, un inquietante esqueleto al que ilumina la llama de la vela que él mismo lleva consigo. Se trata de la llama de la vida; la vida del joven alegre que la muerte está a punto de apagar. El esqueleto se acerca al muchacho y parece susurrarle algo. Sin duda, le está advirtiendo: el tiempo pasa, y el tuyo está contado. Para enfatizar su mensaje, alza la mano derecha, en donde advertimos un reloj de arena que va corriendo...
Judith Leyster, fiel representante de su época, plasma en esta magnífica obra la vanitas barroca, según la cual el tiempo corre y nada se mantiene. Muchos menos la juventud y el placer...
5. Autorretratos de Rembrandt
Si existe un artista interesado en los cambios que el tiempo imprimía en su rostro, ese es Rembrandt van Rijn (1606-1669). Durante cuarenta años, el artista realizó nada menos que un centenar de representaciones de sí mismo (aunque de algunas se pone en duda su identidad), por lo que podemos acompañarlo en la trayectoria de su vida.
Rembrandt realizó su primer autorretrato en 1628, cuando tenía sólo veintidós años. El artista aparece riendo, con una pincelada todavía insegura. Mucho mejor es el autorretrato de 1629, donde vemos al pintor de busto, con un rictus muy serio en el rostro. Y así sucesivamente; podemos seguir las huellas de las facciones del pintor hasta 1669, el año de su muerte, cuando pinta su último autorretrato con 63 años. Un auténtico testimonio para la posteridad.
6. El tiempo ahumando una pintura, de William Hogarth (1732)
William Hogarth es uno de los artistas satíricos más apreciados del siglo XVIII inglés. Famosos son sus pinturas y grabados que critican las costumbres de la Inglaterra de la época. En este caso, nos encontramos con una alegoría al paso del tiempo y a cómo este destroza todo lo que toca, incluido el arte.
Un anciano con larga barba y cuerpo musculoso (personificación del tiempo), está contemplando un cuadro que reposa en su caballete. En la mano izquierda porta la guadaña, identificada con la muerte, el final y la desaparición, y con la otra sujeta una pipa. El humo que sale de ella da de lleno en el lienzo y lo ensucia y ennegrece.
Obviamente, Hogarth realiza una reflexión sobre los efectos que el tiempo tiene sobre las cosas. Especialmente, sobre las pinturas; en este sentido, el grabado es la sátira de una corriente de pensamiento de su época, promulgada especialmente por Addison, que sostenía que el tiempo “pintaba” y mejoraba la obra. No, parece decir Hogarth con este grabado; el tiempo no mejora la obra, solo la cambia y la destruye.
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7. Las Parcas (Átropos), de Francisco de Goya (1820-23)
Las Parcas eran tres deidades menores de la mitología griega que eran responsables del tiempo y de la existencia humanas; eran ellas las que decidían cuánto duraba la vida de una persona. En el inventario de los bienes del hijo de Goya que se realizó en el siglo XIX, el cuadro se describe como Átropos, en alusión al nombre de la Parca que se encarga de cortar el hilo de la vida.
Al igual que el resto de las llamadas Pinturas negras, el cromatismo de esta obra es lúgubre y oscuro, basado en tonalidades grisáceas, parduzcas y negras. Las tres Parcas están suspendidas en el aire, como levitando, y en el centro del grupo, una cuarta figura con las manos atadas llama nuestra atención. ¿Un hombre sobre cuya vida están ellas decidiendo?
8. El soñador (las ruinas de Oybin), de Caspar David Friedrich (1835)
Durante el Romanticismo, el tiempo pasa de ser algo amenazante a algo bello. El artista romántico es el artista nostálgico por excelencia; se siente a gusto entre los restos de un templo o de un castillo, e imagina para ellos un pasado idealizado que nada tiene que ver con la realidad.
Friedrich fue uno de los artistas más excelsos en el arte de pintar restos del pasado. Lo corroboramos con la obra citada, donde vemos a un hombre sentado sobre los restos de lo que parece ser una catedral gótica. A través del hueco de los arcos de lo que queda de la ventana, vemos un hermoso atardecer (o amanecer), que envuelve al lienzo en una luz especial. Friedrich plasma la pureza de la religión y la espiritualidad de los tiempos remotos, y de paso realiza una exaltación al pasado de la nación alemana. El hombre, el soñador del título, se erige como perfecto ejemplo del sentir romántico.
9. Naturaleza muerta con vela volcada, de Max Beckmann (1930)
A pesar de que el momento de esplendor de las vanitas fue, como ya hemos comentado, el Barroco, el motivo del paso del tiempo y la fugacidad de la vida no se olvidó en la pintura posterior. Ni siquiera en el siglo XX, como demuestra esta obra de Max Beckmann, datada en 1930 y que nos muestra una vanitas con un lenguaje vanguardista.
Sobre una mesa descansan tres velas. Dos de ellas todavía están encendidas; la tercera ha sido derribada y se ha apagado. El espejo situado contra la pared refleja inquietantemente el fuego de las dos supervivientes: ¿voluntad de querer alargar la vida en contra de toda ley natural? El abigarramiento de la composición produce un efecto claustrofóbico que acentúa la sensación de inquietud y desesperación.
10. La persistencia de la memoria, de Salvador Dalí (1931)
Los famosos relojes derretidos dalinianos tienen en esta obra su máxima expresión. En palabras del propio genio, son el “camembert del tiempo”, en relación con su consistencia flácida, como de queso derretido.
El lienzo (en portada) se inscribe dentro del famoso método, instaurado por Dalí, que él mismo denominó “paranoico-crítico”, a través del cual el artista plasmaba visiones y juegos ópticos que engañaban y confundían al espectador. En el cuadro que nos ocupa, el tiempo ha perdido todo significado: la realidad y lo onírico se mezclan, como en un sueño. Diseminados por el paisaje, desolador como en una pesadilla, aparecen relojes medio deshechos; en la parte izquierda, unas hormigas acuden en tropel al único reloj que parece mantener su forma. En el centro del cuadro, un rostro extraño de largas pestañas parece simbolizar la decadencia de la muerte. En Persistencia de la memoria el tiempo se trastoca y adquiere un nuevo significado.