Guardianes del Santo Grial, recopiladores de secretos antiquísimos, conocedores de los más sofisticados métodos de hechicería… Son muchas las leyendas que se han contado acerca de los templarios, leyendas que todavía siguen en la imaginación popular y que son creídas, a menudo, como si fueran verdades históricas. Sin embargo, ¿qué hay de cierto en todo ello? ¿Quiénes eran en verdad los templarios?
Los Pobres caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, el nombre completo de la orden templaria, nacieron en el siglo XII para proteger a los peregrinos que acudían a Tierra Santa. Para ello, los templarios se especializaron en el arte de la guerra, además de guardar los votos propios de cualquier orden monacal. Se trataba del nacimiento de un nuevo tipo de monje, de acuerdo con los nuevos tiempos: el monje guerrero.
Pronto, la orden del Temple empezó a acumular riquezas y poder en exceso, cosa que no gustó para nada a muchos gobernantes europeos; especialmente, a Felipe IV, monarca francés, que, además, estaba terriblemente endeudado con la orden. Eso fue el comienzo de un proceso vergonzoso, salpicado de incongruencias y falsedades, que llevó a los templarios a su trágico final. Hoy te contamos la verdadera historia de la orden del Temple más allá del mito.
La orden que nació de y para las Cruzadas
Para entender con precisión el porqué de la aparición de estos monjes-guerreros, debemos remontarnos al año 1099, cuando Jerusalén cae en manos cristianas con la Primera Cruzada. Se trata de un auténtico triunfo para el orbe cristiano, puesto que, tras cinco siglos de dominación musulmana de los Santos Lugares, los peregrinos cristianos volvían a tener garantizado el acceso franco a la ciudad.
Deus vult!
Tras la conquista de Jerusalén se forma un inestable reino, el llamado Reino de Jerusalén, vinculado a Occidente y cuyo primer monarca será Balduino de Boulogne (1058-1118), que pasará a la historia como Balduino I de Jerusalén. Este caballero era uno de los que formaban la expedición cristiana de la Primera Cruzada, a la que se había unido, junto a sus hermanos Godofredo y Eustaquio, en virtud de la llamada del papa Urbano II, que exhortaba a los fieles a realizar la “guerra santa”. Como recompensa, el pontífice prometía la expiación de los pecados de toda una vida, lo que, unido a la posibilidad de conseguir riquezas y títulos, alentó a muchos caballeros y hombres de a pie a ponerse camino de Jerusalén.
Por supuesto, muchos de estos peregrinos que acudían a Tierra Santa para luchar contra los “infieles” no tenían idea de cómo manejar un arma, y mucho menos de en qué consistía el arte de la guerra. Al grito unánime de Deus vult! (¡Dios lo quiere!), estos infelices partían en masa hacia los Santos Lugares, pero pocos de ellos regresaban para contarlo.
No solo en Palestina les esperaban numerosos peligros; también cabía la posibilidad de encontrarse temibles hordas de bandidos durante el trayecto o caer víctimas de alguna enfermedad. Como consecuencia, Jerusalén se tomó no sin dificultad y, al terminar la conquista, el nuevo monarca se preguntó cómo debía defender unos territorios que estaban todavía rodeados de musulmanes y, especialmente, cómo podía garantizar la libre circulación de los peregrinos.
Los pobres caballeros de Cristo
Es aquí cuando entran los templarios en la historia. Estaba claro que, para ayudar a estos peregrinos, no sólo era necesario una orden religiosa, sino que también era menester el auxilio militar de unos caballeros que estuvieran entrenados en el arte de la guerra. La solución al problema vino con la creación de una orden que uniera ambos conceptos, el religioso y el militar: la orden del Temple, cuyos caballeros eran, además de guerreros, monjes.
En la creación del Temple tuvo mucho que ver una figura importante de la época: el abad cisterciense Bernardo de Claraval (1091-1153). Este influyente monje era pariente del primer maestre de la orden, Hugues de Payns, por lo que terció por ella en el Concilio de Troyes (enero de 1129), donde el papa Honorio II legitimó la orden templaria y, además, la colmó de privilegios. Durante sus siglos de historia, los templarios acumularon unas 9.000 encomiendas en Europa, que les proporcionaban grandes ingresos. Además de ello, empezaron a ser tesoreros y prestamistas de los grandes monarcas europeos, lo que redundó aún más en su riqueza. Entonces ¿es lícito llamarlos “pobres caballeros”?
Estrictamente, a nivel individual, sí. Porque, como cualquier orden religiosa, los templarios no poseían nada a título individual. Lo que sí está claro es el poder creciente que acumularon como orden durante sus casi tres siglos de historia, un poder que no solo era económico, sino también político (recordemos que solo debían obediencia al papa). Una mezcla explosiva que, a la postre, los abocó a su final.
Austeros, castos y feroces guerreros
El caballero templario era, ante todo, un monje, por lo que debía observar ciertas reglas relativas a este grupo social. Entre ellas estaba, por supuesto, la pobreza (ya hemos comentado cómo las riquezas del Temple eran colectivas, no personales), la obediencia (que sólo debían a su maestre y, en última instancia, al papa de Roma) y, por último, la castidad. A pesar de ello, en este último punto las comunidades templarias solían ser bastante laxas, siempre y cuando el hecho en sí no supusiera un escándalo para la orden. Esta laxitud, como veremos, pudo ser uno de los motivos de su caída.
De hecho, algunos miembros de la comunidad estaban casados; solo se les prohibía no mantener relaciones con sus esposas bajo el techo de las encomiendas, que eran algo parecido a los monasterios. Por otro lado, uno de los grandes actos de penitencia de los monjes, el ayuno, no era obligatorio para los templarios. Recordemos que eran, además de monjes, guerreros, por lo que debían estar preparados para entrar en batalla. Los templarios no sólo no ayunaban, sino que consumían carne hasta tres veces por semana.
En general, los miembros de la orden del Temple debían llevar una vida más o menos austera y absolutamente despersonalizada. Ello quería decir que los escudos heráldicos de las familias a las que pertenecían los miembros se “olvidaban” una vez la persona ingresaba en la orden. Además, sus miembros no eran escogidos dependiendo de su cuna, aunque es obvio que la procedencia tenía mucho que decir en el grado al que se podía ascender dentro de la comunidad.
El tema de la individualidad es, en general, algo ajeno a la Edad Media. El individuo era consciente de pertenecer a un entramado mucho más grande y complejo, por lo que su existencia se veía supeditada a ese algo superior. Los caballeros se debían a su estirpe, los monjes, a sus órdenes, los campesinos, a la comunidad rural; y, en todo caso, todos y cada uno de ellos formaban parte del tejido divino que conformaba el universo. Dentro de esta concepción, no había lugar para el éxito personal. En este sentido, es bastante significativo que el género del retrato, tal y como lo conocemos, no surgiera hasta finales del periodo medieval.
La eficaz estructura templaria
A menudo se ha querido ver la estructura de la orden templaria como una especie de “multinacional”, cuyas sedes se repartían por toda Europa. A pesar de lo anacrónico del vocablo, podemos usarlo para hacernos una idea del alcance que tenía esta orden en Occidente.
Los caballeros templarios estaban organizados de forma escrupulosa, y su estructuración era asombrosamente eficaz. Sus prioratos, vinculados a unas tierras que les proporcionaban ingresos, estaban repartidos por todo el continente y, adscritos a ellos, otros prioratos más pequeños. El nivel de especialización de estas tierras fue creciendo, y llegaron a producir en exclusiva ciertos productos (en algunas encomiendas se producía vino; en otras, aceite), lo que provocó una especialización sin precedentes que aumentó su influencia económica y política.
Toda esta grandísima estructura requería, por supuesto, de monjes y sirvientes que fueran especializados en ciertas áreas, como, por ejemplo, la contabilidad. Y, por supuesto, semejante red de producción e intercambio necesitaba contar con un sistema eficaz que permitiera el tránsito de dinero. Surgieron, así, las letras de cambio, manejadas por los templarios y que sentaron las bases de la posterior época mercantil.
El fin de la orden del Temple
Como no podía ser de otra manera, el poder del que gozó la orden despertó admiración y envidias a partes iguales. Esto, unido a la toma de San Juan de Acre en 1291, marcó el inicio del fin para los templarios. Tal y como afirma el historiador Jesús Callejo, la orden era producto de las Cruzadas, y sin ellas perdía todo su sentido.
Entre los que debían dinero a la poderosa orden se encontraba nada menos que el rey de Francia Felipe IV, que, por otro lado, había sido el gran artífice del cisma que había situado a los papas en la ciudad de Aviñón, al sur de Francia. Clemente V, el primer papa del “cautiverio de Babilonia” (como se llamó al periodo aviñonés del papado) era una simple marioneta en manos del monarca galo. Consciente de que debía el trono de San Pedro al rey, Clemente V intentó satisfacerlo, a menudo con sentimientos encontrados.
El viernes 13 de octubre 1307 se produjo una detención en masa de caballeros templarios en el reino de Francia (y de aquí viene, por cierto, la famosa superstición). Felipe IV presionó al pontífice para que les acusara formalmente de los cargos de herejía, sodomía, blasfemia e idolatría. Entre otras cosas, se les acusó de escupir sobre la cruz, mantener relaciones sexuales entre ellos y de idolatrar a un tal Baphomet, que, según algunos estudiosos, podría ser una mala transcripción de Mahomet (Mahoma), por lo que los templarios estarían siendo acusados de haber renegado de Cristo y de haber abrazado el Islam.
Sobre esto se han escrito ríos de tinta, y muchas cosas son solo fruto de la leyenda. Parece ser que sí que existió una especie de “novatada” en el Temple, que consistía en que los novicios debían, efectivamente, escupir sobre una cruz. Pero, según nos cuentan las historiadoras Isabel Margarit y Ana Echeverría Arístegui en su podcast de Historia y Vida de dedicado a la orden templaria, esto podría haber sido, simplemente, una prueba para calibrar el grado de obediencia del recién llegado, así como la firmeza de su fe.
En cuanto a la acusación de sodomía, es bien sabido que en las órdenes religiosas masculinas el beso en la boca era signo de paz y bienvenida, y en ningún caso estaba relacionado con un contenido sexual. Puede que, derivado de esto, aparecieran ciertos rumores sobre actos homosexuales en el seno de la orden del Temple, pero, de nuevo, nos encontramos con habladurías imposible de ser probadas.
Sea como fuere, la condena se ratificó, y Clemente V ordenó arrestar a todos los templarios de Europa, así como el requisamiento de sus bienes, que fueron a parar a la orden Hospitalaria. El último gran maestre, Jacques de Molay, ardió en la hoguera en 1314. Por cierto, acerca de esto, también existen habladurías. Tanto el monarca francés como el papa fallecieron poco después, lo que dio lugar a la leyenda de la “maldición de los templarios”. Como siempre, en la historia de los templarios, es difícil desentrañar la realidad de la ficción.