Es probable que en alguna ocasión, durante tu infancia, alguno de los adultos que había a tu alrededor te gritase. Muchas de estas personas se sienten profundamente mal después de gritar, pero no pueden evitarlo. ¿Por qué sucede esto?
La forma en la que actuamos cuando somos adultos/as está muy vinculada a todo lo que vivimos en la infancia, aunque quizá no seamos conscientes de ello. Las heridas emocionales permanecen en el inconsciente e interfieren en nuestro comportamiento sin que nos demos cuenta en muchas ocasiones.
A lo largo de este artículo hablamos sobre la desconexión en la infancia y sus consecuencias a corto y largo plazo.
La necesidad humana de ser escuchados
Sentirnos vistos, escuchados y tenidos en cuenta por el resto de personas no es un capricho, es una necesidad humana. Hoy en día, la neurociencia nos ayuda a comprender que el cerebro infantil se desarrolla en un entorno relacional y que, por tanto, necesita sentirse seguro y protegido a nivel afectivo.
Sentirnos vistos y escuchados nos ayuda a regular nuestras emociones. Aunque es una necesidad que se mantiene a lo largo de nuestra vida, especialmente durante la infancia necesitamos que nuestros cuidadores nos atiendan de forma consistente y empática.
Cuando un bebé llora y es atendido, se genera en su organismo la sensación de seguridad afectiva y protección. Si, por el contrario, cuando manifiesta sus necesidades de la única forma que puede —mediante el llanto— y no le atienden, lo que aprende es que expresar lo que siente no sirve de nada porque no hay nadie que vaya a encargarse de sus necesidades físicas o emocionales.
Cuando los cuidadores atienden las necesidades y pueden escuchar de forma activa y sin juzgar lo que la criatura tiene que decir, esta interioriza que lo que le pasa es importante. Es decir, que su mundo interno, su mundo emocional, es importante. De esta forma se asientan las bases para una autoestima sólida.
¿Qué pasa cuando no nos escuchan de niños?
Cuando esto no sucede, es decir, cuando una necesidad tan básica cómo sentirse escuchado no se satisface, las criaturas aprenden que sus emociones no tienen espacio y, como consecuencia, acaban por inhibirlas.
Las consecuencias pueden variar en función de la criatura y del entorno. Aunque es muy frecuente que este tipo de situaciones se vinculen con una baja autoestima, también puede aumentar el miedo al rechazo y la dificultad para expresar las propias emociones. Y, aunque algunos niños aprenden que deben callar y complacer para que les acepten, otros aprenden que deben gritar para que les vean.
Sin embargo, no podemos obviar el hecho de que desconectarnos de nuestros deseos, así como de nuestras necesidades y emociones tiene un precio. El hecho de crecer sin haber podido establecer un vínculo seguro con nuestros cuidadores deja heridas emocionales que interfieren posteriormente en las relaciones que establecemos.
Mientras que en la infancia podemos ver cómo los niños acaban por ser más demandantes o, por el contrario, retraídos y distantes, podemos encontrarnos con adultos que se sienten poco importantes y es probable que sigan buscando —consciente o inconscientemente— la validación en la edad adulta.
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El grito como intento de conexión
Solemos asociar el acto de gritar con la emoción de la rabia. Sin embargo, en algunas ocasiones hay muchas más cosas detrás de los gritos que “solo” rabia. Podemos llegar a gritar cuando sentimos frustración y cuando percibimos que algo es injusto. Pero también por miedo a que no nos vean.
En este sentido, los gritos muchas veces tienen por objetivo —consciente o no— atraer la atención de la otra persona, que nos miren y nos vean. Esto sucede porque cuando el cerebro se siente amenazado (en este caso por el miedo al rechazo o a ser ignorado) una de las respuestas que se pueden activar es la lucha.
Algunos autores consideran que detrás de las expresiones violentas hay necesidades que no se han atendido de forma satisfactoria. Y, aunque resulta paradójico, se pretende restablecer o restaurar la conexión que no se tuvo en la infancia mediante los gritos —cuando estos solo generan más desconexión—.
A muchas personas les puede resultar complejo entender esta forma de funcionar porque el resultado es opuesto a lo que se pretende conseguir. En este sentido, es importante tener en cuenta que cuando el cerebro se siente amenazado o hay momentos de mucho estrés, el cerebro emocional se pone al mando y la parte racional se anula.
Romper el ciclo: cómo empezar a escucharte y a escuchar a otros
Son muchas las personas que sienten un elevado malestar emocional, con frecuencia acompañando de culpa, después de haber gritado a las personas de su entorno. Si bien es cierto que no podemos cambiar nuestra infancia y las situaciones que nos han traído a donde estamos hoy, sí podemos cambiar nuestra forma de reaccionar en el presente.
Para poder romper este patrón es necesario que tomemos conciencia de lo que nos sucede y trabajaremos en herramientas de comunicación asertiva. Las prácticas de atención plena pueden ser una estrategia muy útil para poder observar cuando estamos reaccionando de forma automática.
Al principio puede ser complejo porque en muchas ocasiones el grito no es una respuesta intencionada; pero cuánto más practicamos la autoescucha, más fácil será atender nuestras propias emociones y regularnos. Esto nos va a permitir comunicarnos de una forma más empática, consciente y asertiva.
No podemos olvidar que si queremos que nos escuchen abiertamente, es importante que hagamos lo mismo con la persona que nos está hablando. Escuchar sin interrumpir ni juzgar y validando sus emociones. Por último, si todo esto resulta complejo y abrumador, podemos pedir ayuda profesional.


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