El uso de fármacos en el ámbito particular de la salud mental es una de las herramientas, junto a la psicoterapia, de las que disponemos para hacer frente a los trastornos emocionales que todos somos susceptibles de padecer a lo largo de la vida.
Se trata de medicamentos cuyo uso está muy extendido en la sociedad occidental, lo que ha motivado numerosas reflexiones respecto a la intolerancia al dolor psicológico y a la negativa a atravesar por momentos difíciles que forman parte también de la propia existencia.
Lo cierto, no obstante, es que a veces pueden ser aliados terapéuticos excepcionales; puesto que en determinadas condiciones de salud su uso es ineludible (al menos durante una parte del proceso). Por ello resulta esencial conocer sus efectos secundarios más importantes.
En este artículo nos centraremos únicamente en sus propiedades adictivas, en caso de que tales existan, o en fenómenos afines a este si es que resultan procedentes. Esta realidad ha recibido el nombre de farmacodependencia, y es clave sobre todo en los ansiolíticos.
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¿Qué es la farmacodependencia?
Se entiende por farmacodependencia aquella situación en la que la administración de algún medicamento ha derivado en la articulación de una conducta de búsqueda y consumo que no se ajusta a las dosis terapéuticas, y que acaba generando un perjuicio grave en la vida de la persona y de su entorno. Se trata, en general, de una situación especial, puesto que lo más común es que el inicio del problema tuviera su raíz en un uso terapéutico del compuesto (que acabó derivando en uno patológico).
Pese a que se trata de sustancias que buscan la prevención, el alivio o la curación de alguno de los múltiples trastornos que pueden afectar a la salud mental de las personas; no se debe olvidar que se trata de un grupo farmacológico particularmente sensible a esta cuestión, pues su acción persigue deliberadamente un efecto psicotrópico (modular cómo se manifiestan las experiencias internas). La dependencia a tales medicamentos es una patología compleja y de la que cada día tenemos mayor conocimiento.
Al considerar la dependencia a psicofármacos es necesario tener en cuenta tres dimensiones distintas: el individuo (particularidad biológica, experiencias de vida, rasgos de personalidad, etc.), el ambiente (red social, espacios en los que acontece su cotidianidad, etc.) y el propio compuesto (farmacocinética/dinámica, efectos sobre la esfera mental, etc.). En este texto el énfasis se hará precisamente sobre la última de ellas, valorando qué nos dice la literatura al respecto sobre los distintos psicofármacos.
¿Pueden los psicofármacos generar dependencia?
Los psicofármacos son, sin ningún género de dudas, la familia de medicamentos con mayor capacidad para generar dependencia de todas los que hoy en día se administran con el fin de recobrar la salud. De todos ellos, los que más atención han tenido son los ansiolíticos (sobre todo las benzodiacepinas, que prácticamente son los únicos que siguen usándose), pues se administran masivamente a una sociedad que últimamente ha enfrentando situaciones muy difíciles (crisis económica, desempleo, etc.).
Al hablar de dependencia nos referimos a tres fenómenos diferentes, más concretamente: la tolerancia (necesidad de usar una dosis cada vez más elevada del fármaco para obtener el efecto que se lograba al inicio), el síndrome de abstinencia (sensaciones desagradables que suceden al interrumpir su administración) y la conducta adictiva (creencia de que se requiere del fármaco para estar bien o sentirse seguro, junto a la búsqueda ansiosa del mismo).
Debido a que las acciones de cada uno de los psicofármacos sobre el cerebro son distintas, en este artículo revisaremos las evidencias de las que se dispone en la actualidad relativas al potencial adictivo de los tres que más suelen utilizarse: los antidepresivos, los antipsicóticos y los ansiolíticos (benzodiacepinas). El primer consejo que puede darse en este texto es, no obstante, que las dosis y los tiempos siempre deben ajustarse a la indicación del facultativo, pues de lo contrario el riesgo de dependencia aumentará dramáticamente.
1. Antidepresivos
Los antidepresivos son un grupo de fármacos que se utilizan para el tratamiento de todos los trastornos del estado de ánimo y también para muchos de los que se incluyen en la categoría general de la ansiedad, por lo que sus efectos no son únicamente eutimizantes. En lo relativo a esta última, son particularmente útiles en los casos en los que existen componentes de tipo cognitivo, como podrían ser la fobia social o el Trastorno de Ansiedad Generalizada. De entre todos los que hoy se usan, ninguno amerita un riesgo significativo de adicción.
Los IMAO selectivos (que inhiben la acción de la monoaminoxidasa A/B), que en el presente momento apenas se recetan para la depresión (excepto en casos donde otras alternativas no obtienen mejoría), jamás fueron considerados como sustancias adictivas, y solo existen unos pocos casos documentados en la literatura en los que se hizo un uso abusivo de los mismos. Pese a ello, tanto en los antiguos como en los nuevos IMAO, la principal prevención se suele hacer respecto factores dietéticos, puesto que la ingesta de alimentos ricos en tiamina puede conducir a una crisis hipertensiva.
Lo mismo puede decirse de los antidepresivos tricíclicos, para los que no se ha descrito casi ningún caso de adicción en la literatura. Estos medicamentos inhiben la recaptación de la serotonina y la noradrenalina, y bloquean una constelación de receptores (muscarínicos, alfa adrenérgicos, etc.), promoviendo una cascada de efectos secundarios de diversa naturaleza. Este es el principal motivo por el cual, en la actualidad, se prefiere administrar fármacos con un perfil más seguro de secundarismos; aunque en términos globales son los que más efecto beneficioso tienen sobre los síntomas depresivos.
Por último, los ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina), los cuales sin duda son los más recetados para la depresión y la ansiedad, tampoco tienen propiedades de tipo adictivo. Eso sí, se ha estimado que hasta el 20% de quienes los consumen durante seis meses o más pueden padecer un síndrome de discontinuación cuando interrumpen su uso de manera abrupta. Los síntomas, muy parecidos a los que podrían preverse en un síndrome de abstinencia, implican: pseudogripe, insomnio, desequilibrios, náuseas y cefalea. Suelen ser leves y resolverse al reintroducir el fármaco o al retirarlo progresivamente.
En el caso de los ISRS también se ha descrito la posibilidad de que, en un mínimo porcentaje de casos, se produzca un efecto de tolerancia. En este supuesto, el uso continuado del ISRS implicaría una reducción de los efectos de una idéntica dosis, alterando su eficacia y la forma en que debe ser administrado. En tal sentido, también puede suceder que los síntomas de la depresión aumenten durante este periodo, por lo que el facultativo tendrá que ajustar la pauta a las nuevas necesidades de la persona.
Un caso excepcional sería el del bupropión, el cual se utiliza para los síntomas depresivos y para el tabaquismo, generando efectos sobre los sistemas noradrenérgico y dopaminérgico. En este caso se ha podido observar su uso en deportistas de élite como estimulante legal, lo que ha motivado su inclusión en el listado de las agencias antidopaje para su sometimiento a un exhaustivo seguimiento. Las potenciales propiedades adictivas del fármaco se deben a su impacto sobre el sistema de recompensa, aunque en la mayoría de los casos revisados se administraba vía esnifada (aprovechando la densa vascularización de la zona), la cual no es la forma convencional para su uso médico. Se suele considerar, pese a todo lo reseñado, que su potencial adictivo es bajo.
En resumen, los antidepresivos son fármacos seguros en lo concerniente a sus propiedades adictivas, debido a que no promueven estados de euforia en sujetos sanos y a que su efecto se limita al restablecimiento de la eutimia en los que están deprimidos (o a la regulación de los componentes cognitivos que mantienen un trastorno de ansiedad).
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2. Antipsicóticos
Los fármacos antipsicóticos, que actúan como antagonistas de la dopamina en las diferentes vías del neurotransmisor, carecen de potencial adictivo. No obstante, se ha postulado si quizá podrían estar de algún modo implicados en el hecho de que un porcentaje elevado (47%) de la población con esquizofrenia use al menos una droga, siendo particularmente relevante el caso del tabaco. Tal hallazgo sería importante, porque es uno de los factores que con mayor frecuencia interfiere en el tratamiento que se les administra y en su pronóstico a medio y a largo plazo.
La adicción facilitada por antipsicóticos sería indirecta, explicándose el uso de la sustancia por la presencia de síntomas de la patología o por la concurrencia de los efectos secundarios que se asocian a estos medicamentos. En tal caso se entendería como una automedicación para atajar el malestar, tal y como la mayoría de pacientes señala cuando son cuestionados al respecto. Un ejemplo habitual podría ser el del consumo de estimulantes para combatir los síntomas negativos, como el aplanamiento emocional y/o la abulia, de lo que se deduce que este abuso no se realiza al azar (sino que dependería de las "quejas" subjetivas de la persona).
A este respecto se han formulado hipótesis en las que se excluye al fármaco de la ecuación, como la del solapamiento del sustrato neural: en tal caso, se entendería que las alteraciones neurológicas que subyacen a la esquizofrenia (sobre todo asociadas a la vía mesolímbica y a las conexiones entre el núcleo accumbens y la corteza prefrontal) formarían un mecanismo común para la adicción y la psicosis. De esta manera, el hecho mismo de sufrir tal problema aumentaría el riesgo de comorbilidad con los trastornos adictivos. Esta hipótesis, en la cual se infiere la participación de la dopamina, aún hoy sigue siendo tentativa.
Otros autores han propuesto la posibilidad de que el uso prolongado de los antipsicóticos se traduciría en cambios del sistema cerebral de recompensa, con un incremento de receptores para D2 y D3 y de su afinidad en el putamen y el núcleo accumbens. Se trataría, así pues, de una hipersensibilidad a la propia dopamina y a sus agonistas naturales y/o químicos, inducida por el medicamento a lo largo del tiempo.
Este problema se sumaría a otros conocidos que se derivan de su uso crónico; sobre todo motores, cognitivos y endocrinos (en el grupo de los antipsicóticos típicos); y contribuiría a la adicción a sustancias que tan frecuente es en esta población.
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3. Ansiolíticos
Los ansiolíticos (que tienen propiedades tanto sedantes como miorrelajantes e hipnóticas) de uso actual, y particularmente el grupo de las benzodiacepinas, han sido objetivo de multitud de críticas por su conocido potencial adictivo. Se trata de medicamentos que actúan sobre el GABA, el principal neurotransmisor inhibitorio del sistema nervioso, y cuyos efectos sobre el organismo son casi inmediatos. Así, alivia las sensaciones físiológicas que acompañan a la ansiedad tras apenas unos pocos minutos, lo que contribuye a "enganchar" a los usuarios.
El potencial adictivo de estos compuestos se puede explicar por tres dimensiones distintas: su vida media (tiempo que tarda en eliminarse el 50% de su concentración en el plasma), el tiempo de consumo y la dosis que se use. De esta manera, cuanta mayor sea la cantidad de ansiolítico que se consuma y más prolongada su administración, más alto será el riesgo que se asumirá de sufrir dependencia. También es importante la posología, recomendándose una utilización intermitente (consumir solo en caso de que se perciba necesidad, bajo límites muy estrictos, y no de forma rígidamente pautada).
Para los ansiolíticos se ha descrito con detalle la aparición de tolerancia (reducción del efecto sedante a partir del cuarto mes de consumo y necesidad de aumentar la dosis para lograr el efecto del inicio), de síndrome de abstinencia (sensaciones similares a la ansiedad original que brotan al interrumpir el uso) y de conducta adictiva (creencia de que no se puede vivir sin el fármaco y reaseguración de que se dispone del mismo en todo momento). También se han demostrado "síntomas de rebote" al cesar su empleo abruptamente, sobre todo insomnio y una desbordante hiperactivación autónoma.
Por todo ello, se recomienda a los facultativos que la recetan que recurran en la medida de lo posible a las dosis más bajas eficaces para su paciente, y que se tenga presente desde que se comienza el tratamiento en qué momento se dará por finalizado, tratando de ajustarse a ventanas temporales de seguridad (ya que a partir de los cuatro meses se halla un riesgo cada vez más relevante de dependencia y se minimizan los beneficios de su uso). Es clave tener en cuenta que la adicción que propician es tanto física como psicológica.
Los síntomas de la dependencia a ansiolíticos son muy variados, y con frecuencia precipitan entre quien los sufre un nuevo consumo con el fin de reducirlos o aliviarlos, lo que contribuye a la instauración y refuerzo del problema. En este sentido, destacan: tristeza, temblor, dolor, trastornos del sueño (tanto de inicio como de mantenimiento y despertar precoz), cefaleas, sensación de irrealidad (despersonalización y desrrealización), hipersensibilidad táctil y tics motores. También se han observado casos de problemas de memoria de duración variable, especialmente en lo relativo a la capacidad de "almacenar" nuevos contenidos.
Es importante considerar la monitorización del estado emocional durante el tiempo que llegue a prolongarse el uso de las benzodiacepinas, pues en algunos casos se ha podido detectar un aumento de los síntomas depresivos. Es esencial avisar que el consumo concomitante de alcohol puede potenciar el efecto que estas sustancias tendrían por separado, suponiendo un riesgo de sobredosis cuyas consecuencias son eventualmente muy graves (depresión de los centros nerviosos que hacen posible la respiración, coma e incluso muerte).