Equivocarse es uno de los temores más recurrentes de las personas, a pesar del estoicismo con el que la filosofía griega o romana se lo tomaban (errare humanum est, que decía Séneca el Joven). O, mejor dicho, tememos las consecuencias previstas de los errores, que para una inmensa mayoría tienden a ser catástrofes imaginadas por adelantado que causan muchísimo malestar psicológico, y no pocos bloqueos a la hora de tomar decisiones.
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¿Qué es realmente un error?
Entendemos por error, en principio, una valoración desajustada o inválida en su campo de aplicación, ya sea a la hora de tomar decisiones o ejecutar acciones a consecuencia de esta decisión. Sabemos que es desajustada porque la predicción de los resultados que hemos hecho no se cumple. Por supuesto, lo catalogamos como un error si este desajuste tiene un balance negativo, porque si es al contrario y obtenemos un beneficio inesperado, se convertirá inmediatamente en un acierto a pesar de la disonancia.
Se han realizado numerosos estudios sobre cómo gestionamos los errores; desde diversos campos de estudio y más o menos todos apuntan a la dirección indicada por Buss y Haselton (2000) en su teoría de gestión de errores. En pocas palabras, cuando tenemos que tomar una decisión sobre algún asunto que implique cierto grado de incertidumbre, podemos cometer dos tipos de errores.
En los errores de tipo I, o falsos positivos, pronosticamos que ocurrirá un hecho que finalmente no tiene lugar, mientras que en los de tipo II, o falsos negativos, apostamos a que no pasará un evento que después ocurre. La teoría sostiene que al decidir no es posible minimizar ambas probabilidades; o reducimos una o reducimos la otra.
¿Cuál es mejor? Depende del coste percibido, y por tanto del contexto. Si necesito diseñar un sistema antiincendios o soy ingeniero, voy a tender a minimizar los de tipo II, que serían un verdadero desastre; una alarma debería tender a falsos positivos por motivos evidentes. Pero en general, solemos optar por opciones más prudentes si esperamos obtener beneficios, mientras que en un escenario de pérdidas nos mostramos más dispuestos a asumir riesgos (Johnson, 2013).
¿Cómo se producen las equivocaciones?
La mayoría de las decisiones las toma lo que Kahneman y otros autores llaman el sistema 1 o piloto automático de nuestros procesos mentales.
Cualquiera que haya intentado meter los platos sucios en la nevera o ha buscado las gafas por toda la casa mientras las llevaba puestas en la cabeza sabe que nuestras automatizaciones fallan. Pero, sin embargo, el margen de imprecisión es un tributo que vale la pena pagar a cambio de la velocidad, la eficiencia y la capacidad de adaptación al entorno que ofrece este método automático. Las decisiones más importantes idealmente las vamos a tomar con la intervención del sistema 2, cuya acción es voluntaria, reflexiva e implica mucho mayor esfuerzo.
En general, cuando creemos que nos hemos equivocado, es debido a una falta de información a la hora de tomar un curso de acción, ya sea por ser inaccesible (es muy difícil saber cómo será el clima laboral en ese nuevo y flamante trabajo que hemos conseguido y que parece una excelente oportunidad) o por una mala interpretación de la disponible, y aquí entraríamos en el terreno de los sesgos cognitivos a la hora de decidir. No es infrecuente ignorar datos que no encajan con nuestras ideas predefinidas, o infravalorarlos. O sobreestimar indicios bastante endebles.
En realidad, aparte de las consecuencias negativas que el error pueda tener, nos preocupa mucho el coste emocional del terrible momento en que comprobamos que hemos metido la pata. Manejar la frustración de ver tus deseos, necesidades o aspiraciones incumplidas es un proceso que se educa desde pequeños y que no todo el mundo sabe gestionar adecuadamente.
La rabia contra alguien externo o contra nosotros mismos, la tristeza por la pérdida de aquello que anticipábamos y la indefensión en la que a veces nos encontramos, es una píldora difícil de tragar.
Miedo a equivocarse: ¿qué hacer para gestionarlo?
En general, para conseguir una mejor exposición al error sin consecuencias psicológicas demasiado graves, hay que tener en cuenta algunas claves.
1. Aceptar que el error es ubicuo y diario
Tomamos miles de decisiones al día, la mayoría decididas por el sistema 1, que nos ahorra un montón de trabajo farragoso. Así que nos equivocaremos decenas o quizá cientos de veces. Cuanto más habituado esté a la posibilidad del error, menos sufriré cuando se produzca.
2. Aprender a valorar los costes reales
El coste del error no siempre es elevado, ni es una tragedia. De hecho, de las decenas de errores cometidos a diario, no somos conscientes de la mayoría al no tener consecuencias. Incluso hay errores que nos previenen de otros más importantes, como por ejemplo las “ilusiones positivas” que sobreestiman nuestra capacidad o habilidad para afrontar algunas situaciones y que nos pueden llevar a solucionarlas en muchas ocasiones (McKay & Dennet, 2009).
3. Valorar nuestros sesgos en su justa medida
Muchas de las decisiones sesgadas que tomamos son adaptativas, paradójicamente; por ejemplo, mirar a ambos lados de la carretera, aunque no pasen coches es un sesgo de comportamiento y su coste es mínimo. El famoso sesgo de negatividad es evolutivo porque favorece la supervivencia, aunque no siempre acierte. Los sesgos minimizan el coste de los errores.
La cuestión es que, si percibimos que un mal resultado se repite, es posible que haya un sesgo propio que no nos sirve – “desconfía de todo el mundo”, “los hombres solo quieren sexo”, etcétera -. Es importante una valoración reflexiva sobre cómo decidimos.
4. Adecuada gestión emocional
Nos enfadaremos, rabiaremos y es posible que hiperventilemos si se nos pasa el plazo de entrega, elegimos una carrera que luego no nos gusta o entremos en una relación con una persona tóxica. Pero cuidado con “hacer durar” esta sensación desagradable más de lo recomendable. Las emociones negativas nos sirven para indicar dónde hay un problema, ni más ni menos. Después nuestra tarea es identificarlo bien y ponerle soluciones.
5. Integrar la información nueva.
Se trata de buscar la adaptabilidad en nuestros esquemas mentales, incorporando nuevas conductas y ajustando nuestros patrones una vez hemos localizado qué estaba interfiriendo en nuestras predicciones. Los humanos modificamos con frecuencia nuestras maneras de hacer, aunque no lo hagamos conscientemente en muchos casos.
No siempre buscamos el máximo beneficio, sino el mejor ajuste. Para esto, necesitamos examinar el error cuidadosamente. Para evitar la influencia de nuestro propio sesgo, siempre podemos buscar ayuda, ya sea profesional o “amateur”; la visión de otra persona de confianza puede resultar muy útil.
Referencias bibliográficas:
- D. Johnson, D. Blumstein, J. Fowler, M. Haselton (2013) The evolution of error: error management, cognitive constraints, and adaptive decision-making biases. Trends in Ecology & Evolution August 2013, Vol. 28, No. 8.
- M. Haselton y D. Buss (2000) Error Management Theory: A New Perspective on Biases in Cross-Sex Mind Reading. Journal of Personality and Social Psychology 2000. Vol. 78, No. 1,81-91.
- M. Psyrdellis y N. Justel (2017) constructos psicológicos vinculados a la respuesta de frustración en humanos. Anuario de Investigaciones, vol. XXIV, 2017, pp. 301-310 Universidad de Buenos Aires.
- N. Keith y M. Frese (2005). Self-Regulation in Error Management Training: Emotion Control and Metacognition as Mediators of Performance Effects. Journal of Applied Psychology 2005, Vol. 90, No. 4, 677 - 691.