A menudo observo entre mis clientes una cierta necesidad de ser normales y al mismo tiempo ser diferentes; no les gusta ser como la mayoría, pero tienen miedo de ser distintos.
Porque ser distinto significa correr el riesgo de ser excluido del grupo o de la sociedad, y ese es el mayor castigo al que se puede someter a un ser humano.
De manera que vamos a hacer todo lo posible por ser validados en el grupo y al mismo tiempo tener el permiso también para validar, pues ese es el significado de pertenencia. Máxima aspiración del ser humano. Creo que incluso por encima de la de ser amados.
Solo así se explica la tolerancia que creamos al maltrato, al abuso, a la incomodidad, el apego al sufrimiento que manifestamos. etc.
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El concepto de lo normal
En esa búsqueda de pertenencia, cuando las personas sienten que quizás no encajan en lo cotidiano o en lo común, nace el sufrimiento y acuden a veces a nosotros, los psicólogos o terapeutas, o personas que acompañan en los procesos de dificultad, en busca de algo que los incluya. Algo con lo que se sientan incluidos, algo que explique su rareza pero bajo la idea de que es normal, que les pasa a más humanos.
Vienen buscando una solución, pero que pase por la pertenencia, por la normalidad. Y vienen también buscando una explicación que los calme, que los sitúe en algún lugar donde haya seres humanos como ellos, que tengan una serie de características comunes y eso les permita sentirse admitidos (aunque sea dentro de un grupo que pueda originar a priori rechazo). Paradojas del ser humano.
A veces, incluso, inconscientemente somos capaces de acentuar las características que nos separan del grupo al que nos gustaría pertenecer si con ello nos acercamos a otro grupo. Es decir, podemos hasta llegar a mendigar una simple etiqueta que nos permita identificarnos con alguien, con "algún otro como yo", aunque sea para pertenecer al grupo de los excluidos, (ya hay un plural, no soy yo solo y eso me tranquiliza, tengo a alguien, pertenezco...).
El malestar por la soledad
El ser humano lleva mal la soledad, ya que no hay mayor castigo para un animal social y racional que soltarlo dentro de la manada, la sociedad, y ser ignorado por esta. Se muere.
Por tanto, cobramos sentido cuando nos ven, ya que es una forma de confirmar la identidad. Esto es así porque “el otro” es el feedback de lo que somos, el espejo en el que nos miramos para poder corregir rumbo y crecer. Cuando nos ignoran carecemos de datos y estamos perdidos. Simplemente nosotros tampoco nos vemos, porque no existimos.
Aunque podríamos decir que es la creencia de que el otro nos ignora, la traducción de su respuesta o no respuesta, lo que construye en nosotros esa ausencia de autoestima y vulnerabilidad y de identificación con el otro.
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El uso de etiquetas ante la propia identidad
Así pues, muchas veces nosotros/as, los ayudadores de oficio, podemos caer en la tentación de, para aliviar el sufrimiento, tirar de diagnóstico y colocarles una etiqueta que les garantice “la normalidad”; aunque con el tiempo se dan cuenta de que no tiene sentido, que nada ha cambiado, solo en apariencia está más tranquilo.
Así, empieza a darse permiso para comportarse acorde con el significado de la etiqueta que pagó. Esa tranquilidad se convierte en intranquilidad, cuando observa que nada cambia, cuando el sufrimiento no disminuye sino que empieza a ser crónico.
Todo esto tiene sentido, pues es como si al etiquetar pasasemos al almacén en nuestra cajita: neurótico, depresivo, bipolar, trastorno de la personalidad... y a descansar. Solo que no descansamos, porque somos mucho más que una etiqueta, mucho más que 100 etiquetas, somos mucho más que todo eso. Y si estamos en un estante, no podemos estar en otro, ya que no poseemos el don de la ubicuidad.
El ser humano tiene otra peculiaridad y es que le gusta sentirse libre, le ha dado por ahí; y a veces le gusta desmarcarse, aunque sea simplemente por el lujo de innovar y crecer. Así es que lleva mal que todo aquello que hace sea mirado a través de las gafas de la etiqueta que compró, ya que eso hace que tenga que renunciar al crecimiento.
Así podemos explicar por qué se cronifican los estados en contra de todo el avance de la neurociencia, donde está más que demostrado que la neuroplasticidad del cerebro permite que se establezcan nuevas conexiones sinápticas de manera que se instauren nuevos comportamientos, sustentados con una química distinta.
Por tanto, ¿cómo hacemos para no caer en lo estático del calificativo, o de la etiqueta y favorecer la eventualidad, la impermanencia y la posibilidad de cambio y de alivio del sufrimiento?
- No ajustando el individuo a la etiqueta.
- Tomando consciencia y transmitiendo a la hora de diagnosticar que lo que sucede está sucediendo en este momento, pero que no tiene que suceder siempre.
- Transmitir que el comportamiento o mirada están sujetos al contexto donde se está desarrollando, que en otro contexto o con otra mirada, quizás dicho comportamiento no sería causa de sufrimiento.
- Tratar siempre al individuo como caso único, obvio. Y hablarle desde la pertenencia a esa cajita y otras muchas, y que pueda manejarlas a su antojo. Es decir, darle el poder del cambio.
- Explorar los beneficios y perjuicios de estar en esa etiqueta inamovible.
- Contextualizar en qué momento fue útil ese comportamiento, y cuál sería útil en este.
- Trazar un plan para desarrollar ese nuevo comportamiento.
En conclusión
Tranquilizar sin etiquetar, acoger sin mutilar, acompañar sin obstruir. Inspirar sin imponer.
Esta, creo, es la misión de los terapeutas y demás colectivos que se dedican a la reducción del sufrimiento.
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