La división sexual del trabajo, es decir, el cómo se han repartido las labores productivas y reproductivas según los sexos y el género, ha sido largamente reconocida como una de las formas de organización social y económica más básicas de nuestras sociedades.
En esta discusión han participado desde los movimientos feministas hasta distintos antropólogos, sociólogos, economistas, psicólogos y otros académicos. Los estudios se han enfocado tanto en sus causas como en sus consecuencias, y existen muchas propuestas que en gran medida dependen de la tradición específica de quien las explica.
A continuación presentamos a grandes rasgos qué es la división sexual de trabajo, qué teorías explican sus orígenes y cómo influye en nuestra organización social actualmente.
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¿En qué consiste la división sexual del trabajo?
Cuando hablamos sobre división sexual del trabajo nos referimos al proceso mediante el que se han atribuido habilidades, competencias, valores y/o responsabilidades a una persona con base en sus características biológicas asociadas a uno u otro sexo. Esto se traduce en la división de las tareas que son fundamentales para la organización social, según lo que le corresponde a alguien por ser hombre o lo que le corresponde por ser mujer.
Los estudios sobre la división sexual del trabajo nos han hecho posible analizar por qué las mujeres nos encontramos tradicionalmente vinculadas al espacio doméstico y por qué los hombres están más vinculados al espacio público, lo que a su vez configura una identidad femenina en relación a los valores del cuidado (hacia procurar el bienestar de los demás), y una identidad masculina relacionada con los valores de la provisión (el abastecimiento de los recursos necesarios para la subsistencia).
En dicha división, las actividades del espacio doméstico han sido considerado más en términos de responsabilidad moral y biológica, con lo cual, no ha sido reconocido como un “trabajo formal” (como un trabajo remunerado). A diferencia de las actividades del espacio público relacionadas con la provisión, que son las que se reconocen en términos de productividad mercantil, con lo que tiene relación directa con el intercambio económico.
En otras palabras, a la mujer se le reducido tradicionalmente a la capacidad biológica reproductiva, con lo que su principal actividad económica es la reproducción de la fuerza de trabajo, y así se ha encargado históricamente del cuidado. Y a los hombres se les ha comprendido en relación con la fuerza física, y con esto, se le asignan las labores relacionadas con el espacio público y la producción económica.
Es así como a partir de esta división se generan y se transmiten una serie de creencias, normas y valores a partir de los cuales emergen los ideales de feminidad y masculinidad.
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Propuestas teóricas sobre los orígenes de esta división
Las explicaciones más clásicas sobre el origen de la división sexual del trabajo proponen que surgió a partir de que las sociedades humanas dejaron de ser nómadas (se volvieron sedentarias), porque fue entonces cuando se construyeron los primeros asentamientos similares a las ciudades, lo que generó la necesidad de establecer tareas colaborativas que se basaron en las capacidades reproductivas que dieron lugar a la organización social a través de la familia.
No obstante, algunos estudios tradicionales sobre el género y trabajo en la prehistoria han tenido como efecto el legitimar la desigualdad que subyace en dicha división, porque la presentan como algo natural e intrínseco a nuestra biología; es decir, como un hecho fijo e inamovible. Ante eso, gran parte de la antropología de género nos ha enseñado que, con frecuencia, los prejuicios androcéntricos actuales se exportan directamente hacia la comprensión de las sociedades no occidentales o “prehistóricas”.
Por ejemplo, en dicha área de estudio se ha investigado la actividad de las mujeres recolectoras y potencialmente inventoras de la agricultura, pero también sus actividades relacionadas con la cacería, así como la posibilidad de existencia de sociedades matriarcales en la actual zona europea.
Es decir que la antropología ha venido a romper muchas de las concepciones esencialistas cuando estudia las diferencias entre sociedades que se organizan de manera distinta a la occidental, en donde los roles de cuidado y provisión no son los mismos ni quedan asignados a hombres y mujeres de la misma forma que en occidente. Por ejemplo, ha sido posible analizar cómo en las sociedades industriales la economía se ha estabilizado sobre el trabajo cotidiano no reconocido de las mujeres (las tareas relacionadas con el cuidado y con el espacio doméstico).
Elementos ilustrativos de la división sexual del trabajo
La división sexual del trabajo se transforma conforme cambian los medios y las relaciones de producción en nuestras sociedades. En términos generales, Etcheberry (2015) propone tres elementos que pueden servir de guía para explicar las relaciones de género en el espacio laboral y que tienen una vigencia importante en nuestros días.
1. Restricciones intrinsecas y extrinsecas a la participación laboral de las mujeres
En términos generales, esta dimensión hace referencia a la dificultad y la desigualdad de oportunidades que podemos enfrentar las mujeres cuando queremos acceder al mercado laboral. Por ejemplo cuando tenemos que competir con hombres por un puesto, generalmente si se trata de puestos directivos o asociados a la administración pública.
Las restricciones intrínsecas son las creencias, normas y valores que se han interiorizado y que determinan las responsabilidades diferenciadas entre hombres y mujeres, es decir los trabajos que se espera que ejerzan hombres y mujeres en el mercado laboral.
Las restricciones extrinsecas o impuestas son las que vienen de los estados y los mercados, por ejemplo las preferencias de los empleadores, las reglas de acceso y control de los recursos, la tecnología y el conocimiento, el acceso a la comunicación y la educación, entre otras.
2. Segregación vertical y horizontal de las mujeres en el trabajo remunerado
El término de segregación social hace referencia a cómo está distribuido el acceso a los distintos espacios, y a partir de qué autoridades y qué recursos. En este caso hace referencia específica a la distribución desigual entre hombres y mujeres dentro de los mercados laborales (aunque también puede aplicarse para el espacio doméstico).
Esto es importante porque existen varias formas de segregar que son menos visibles que otras. Por ejemplo, aunque estadísticamente las mujeres alcancemos mayor acceso a la educación o a trabajos de distintos tipos, se pueden enfrentar también a otras barreras que son consecuencia de la desigualdad de género dentro de esos puestos.
Una de esas barreras puede ser el que las mujeres nos hemos incorporado al sector productivo especialmente si se trata de nuevamente de ejercer tareas de cuidado, y además, sin que los hombres se hayan incorporado en igual medida al espacio doméstico, lo que representa una doble carga para la mujer más allá de la emancipación.
Esto último ha traído distintos debates sobre las políticas de conciliación que deben implementarse en distintos países, de manera que la distribución de las tareas pueda equilibrarse.
En otras palabras, la segregación no sólo debe entenderse en términos cuantitativos, sino cualitativos, lo que no es posible comprender si no se consideran algunas categorías determinantes en las relaciones sociales y laborales, como el género, la clase, la raza, la edad, entre otras. Incluso existe una línea de investigación que aborda todo esto, conocida como economía feminista de la conciliación.
3. Las masculinidades y el trabajo remunerado
La masculinidad y la feminidad responden a un proceso histórico y cultural de construcción de valores, prácticas, roles y cuerpos. Algunos valores generalmente atribuidos a la masculinidad normativa o hegemónica son la autonomía, la libertad, la fuerza física, la racionalidad, el control emocional, la heterosexualidad, la rectitud, la responsabilidad, entre otros.
Para alcanzar estos valores, los hombres tienen que reconocerse como tal por las demás personas, cuestión que ocurre en gran medida a través del espacio laboral remunerado.
En nuestras sociedades generalmente se relaciona el espacio público y productivo con la necesidad de ignorar dolencias, malestares, enfermedades; y el privado tiende a relacionarse con el cuidado, espacios para niños, mujeres, ancianos, así como con los roles de madre-esposa-ama de casa.
En suma, el término de división sexual del trabajo constituye una línea de investigación importante para analizar nuestras sociedades y la historia de opresión de las mujeres. Surge a partir de las críticas que han hecho las teorías de género y feministas a las perspectivas más clásicas sobre el trabajo, que al aparecer como neutras, tienden a ocultar que la actividad de las mujeres se ha naturalizado por su asociación al sexo y el género; actividad que no por estar no-remunerada deja de servir como un factor importante para mantener la organización y el sistema económico a gran escala.
Referencias bibliográficas:
- Benería, L. (1981). Reproducción, producción y división sexual del trabajo. Mientras tanto, 6: 47-84.
- Brunet, I. y Santamaría, C. (2016). La economía feminista y la división sexual del trabajo. IV(1): 61-86.
- Etcheberry, L. (2015). Mujeres en una empresa minera chilena: cuerpos y emociones en trabajos masculinizados. Tesis inédita para obtener el grado de Magíster en Ciencias Sociales, Universidad de Chile.
- Mora, E. y Pujal i Llombart, M. (2018). El cuidado: más allá del trabajo doméstico. Revista Mexicana de Sociología, 80(2): 445-469.
- Murdock, G. (1973). Factor in the Division of Labor By Sex: A Cross-Cultural Analysis.Caterina Ethnology, 12(2): 203-225.
- Sánchez, O. (2001). La arqueología del género en la prehistoria. Algunas cuestiones para reflexionar y debatir. Revista Atlántica-Mediterránea de Prehistoria y Arqueología Social, 4: 321-343.
- Siles, J. y Solano, C. (2007). Estructuras sociales, división sexual del trabajo y enfoques metodológicos. La estructura familiar y la función socio-sanitaria de la mujer. Investigación y Educación en Enfermería, XXV(1): 67-73.
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