El autismo es un trastorno del neurodesarrollo que en las últimas décadas ha experimentado un auge muy importante. Cada día se dispone de herramientas más precisas para detectarlo y para abordar las resonancias sobre el día a día de quienes lo presentan.
Una cuestión relacionada (que ha "despertado el interés" de la comunidad científica) es la de un posible sesgo en su proceso diagnóstico, el que reduciría la probabilidad de que mujeres o niñas puedan ser identificadas como autistas y beneficiarse de las múltiples formas de terapia disponibles para esta condición.
Si bien se han postulado tradicionalmente una serie de factores orgánicos cuyo objetivo era explicar por qué hay muchos más chicos que chicas con autismo, empiezan a surgir teorías sobre variables psicológicas y sociales de una enorme trascendencia para la clínica y para la investigación.
En este artículo abordaremos la cuestión del autismo en mujeres, y además detallaremos cómo puede expresarse el autismo, tanto en términos genéricos como en población femenina. También se reseñarán las razones por las que, en este último caso, podría ser más difícil confirmar su presencia.
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¿Qué es el autismo?
Desde que el autismo fuera descrito por Leo Kanner en 1943 como una falta de interés por los aspectos sociales y una resistencia intensa a la fluctuación ambiental, esta alteración del neurodesarrollo ha experimentado numerosos cambios en su formulación clínica e incluso en su diagnóstico. Junto a las del citado autor, las aportaciones de Hans Asperger (con especial énfasis sobre la expresión verbal) permitieron a las ciencias de la salud articular una serie de modelos teóricos y claves prácticas dirigidas a su comprensión e identificación en la consulta. Todas ellas florecieron a lo largo de los años 70, confluyendo al final en la redacción de los criterios del manual DSM-III (1980).
En un primer momento se consideró la posible presencia de tres dimensiones cardinales, con las que se podía resumir la presentación de tal trastorno, aunque recientemente estas se han reducido únicamente a dos: la comunicación o interacción social (dificultades para dar inicio a una situación de intercambio recíproco con un interlocutor, junto a alteraciones severas en la prágmatica del lenguaje) y comportamiento de tipo restrictivo o repetitivo (inflexibilidad para el pensamiento y la conducta, irritabilidad/control deficiente del impulso y tendencia a la simetría y la reiteración).
Los nuevos manuales de diagnóstico (DSM-5, 2013), también han hecho otros cambios en la forma tradicional en que fuera contemplado el autismo más clásico: eliminación del síndrome de Asperger e inclusión definitiva del trastorno generalizado del desarrollo y el desintegrativo en una etiqueta comprehensiva que recibió el nombre de Trastorno del Espectro Autista (o TEA), mediante la cual se resumen todas sus posibles expresiones en una categoría única y heterogénea. Estas modificaciones no se han librado de cierta crítica, sustentada sobre todo en un incremento de la ambigüedad.
Asimismo, con esta nueva redefinición se hizo necesario que los clínicos que elaboraban tal diagnóstico señalaran también la existencia de algún grado de discapacidad intelectual en su paciente (pues no todos ellos la presentan en la misma intensidad) y el umbral de severidad atribuible al problema. Para este caso se hizo una diferenciación en tres posibles niveles (los poco elocuentes nivel 1, 2 y 3), según el poder de los síntomas para interferir en la evolución de la vida cotidiana. De esta forma el autismo adquirió un matiz dimensional, en oposición a su antiguo prisma categórico.
La mayor contextualización teórica/clínica del autismo en los últimos años ha hecho posible que se disponga de mucha información sobre su epidemiología. Hoy en día se sabe que un 1,6% de las personas padece alguna forma de autismo (de entre todas las señaladas antes y con grados muy diversos), y que tal porcentaje ha experimentado un crecimiento muy notable en la última década. Del mismo modo, toda la literatura sobre este tópico coincide al señalar que se trata de una condición más habitual en hombres que en mujeres (aproximadamente el 80% de los afectados son varones).
El último dato, que ha sido aceptado de forma unánime desde los albores del estudio sobre el autismo (incluso apoyado por hipótesis tales como la del cerebro "hipermasculinizado", que el prestigioso Simon Baron-Cohen propuso en los años 90 tras investigar a muchas personas con TEA), está hoy en día replanteándose de forma seria y rigurosa. Se está postulando que los resultados tradicionales sobre la forma en que se distribuye la variable sexo biológico en esta población podría estar condicionada por los estereotipos de género o explicarse por la popular teoría de camuflaje.
Autismo en mujeres: ¿tiene características distintivas?
Lo realmente cierto es que la pregunta que se plantea en el título de esta sección aún hoy no dispone de respuestas claras. Existe una gran variedad de estudios dirigidos a ahondar en tal cuestión, pero sus resultados son ambiguos e inconcluyentes. Hoy en día sabemos que todo lo que diferencia a niños y niñas neurotípicos (sin TEA) en su forma de interactuar se podría trasladar también al territorio de los que viven con el trastorno del neurodesarrollo, razón por la cual ellas podrían tener destrezas sociales más refinadas en los primeros años y durante la adultez.
Las diferencias a nivel cognoscitivo tampoco arrojan un perfil claro. En algunos casos se ha descrito que las mujeres con este diagnóstico tienen más alteración en dimensiones como la atención y/o el control inhibitorio, pero esto no se ha podido replicar de forma consistente. Lo mismo puede decirse respecto a la regulación emocional, donde se aprecian resultados muy contradictorios. Todas estas funciones, que se incluyen dentro de las consideradas ejecutivas (y que dependen de la integridad funcional del lóbulo frontal), no permitirían "discriminar" con éxito a niños/hombres y niñas/mujeres.
Veamos cuáles son las señales que podrían ayudar a detectar esta problema en las niñas, aunque la presencia aislada de estos rasgos es insuficiente para confirmar que se padece TEA. No obstante, conocerlos es fundamental, ya que es habitual que se produzcan errores de diagnóstico (confundiéndose con el TDAH u otros cuadros psicopatológicos del estado de ánimo o incluso de ansiedad).
1. Aislamiento aparente
Las niñas con TEA pueden recurrir, a veces, al aislamiento en situaciones donde otros niños mantienen conductas activas de juego (fiestas o recreos, p.e.). En tales contextos, sobre todo cuando no se encuentran presentes niños con los que tienen un vínculo más estrecho, optan por retirarse a un lugar tranquilo y cesar todas las interacciones. Estas conductas pueden ser interpretadas como tristeza, aunque no siempre se relacionan con esta emoción.
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2. Respuestas emocionales inusuales
Otra de las conductas habituales en niñas con TEA es la de mostrar reacciones emocionales que no parecen responder a una situación que se halle objetivamente en el ambiente. Por ello podrían llorar o gritar de manera inesperada o imprevista, e incluso padecer crisis agudas de ansiedad sin que se logre encontrar un factor precipitante.
A menudo supone un motivo de preocupación entre los padres, que amerita la consulta a diversos profesionales de la salud en su angustiante búsqueda de explicaciones razonables.
3. Imitación y ausencia de espontaneidad
La conducta social que se despliega entre las niñas con autismo carece de toda naturalidad. El adulto que la observa tiene la sensación de que se encuentra desubicada, como si solo se limitara a reproducir con cierta torpeza aquello que los demás están haciendo. Y es que estas niñas no buscan espontáneamente participar, sino que suelen hacerlo por iniciativa de otros. Por ello parecen concentrarse, sin demasiado interés, en lo que estos hacen; obviando todas sus contribuciones "originales" (en forma y en contenido).
4. Egocentrismo y rigidez
Las niñas con autismo pueden adoptar hábitos rígidos, incluso cuando juegan. En el supuesto de que algún compañero/a desee participar en estas dinámicas, suelen comportarse con una "autoridad" excesiva, dirigiendo la actividad e imponiendo unos límites muy estrechos a qué se puede considerar correcto y qué no. Es por ello que sus opiniones son "inamovibles", y no es fácil hacerles cambiar de parecer cuando la tarea deviene aburrida para el resto de los que están implicados en ella.
5. Amistades excluyentes
Las niñas con autismo pueden desarrollar una tendencia a buscar lazos de amistad que solo se reservan para ellas, forjando una red social limitada (en términos numéricos), pero para la que trazan un vínculo de gran dependencia. A esta situación se añade la posibilidad de que se "obsesionen" con aquel que consideran su amigo o amiga, restringiendo la posibilidad de que amplíe su propio círculo y buscando con insistencia su presencia. Tales relaciones llegan a vivirse desde la angustia, e incluso provocan intensas explosiones de celos.
6. Juego rígido
En muchas ocasiones, las niñas con autismo centran sus esfuerzos con más intensidad en los prolegómenos del juego que en este por sí mismo. De esta forma, dedican mucho tiempo a explicar cómo se debe jugar y a disponer en el lugar los elementos necesarios para tal fin (muñecas, p.e.), pero solo participan un poco en la propia actividad lúdica. Es común que esta forma de proceder provoque que otros niños se aburran, o que incluso desistan de interactuar con ellas. Podría ser el motivo de muchas formas tempranas de rechazo.
7. Dificultad para entender bromas
Las niñas con TEA pueden tener problemas al tratar de comprender frases hechas o incluso refranes populares, ya que estos emplean un lenguaje metafórico que requiere de un grado muy elevado de abstracción verbal. Es por ello que surge una especial literalidad en el uso y el entendimiento del mensaje, lo que también se manifiesta en dificultades para "encajar" las bromas que hacen sus compañeros durante el juego.
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Visión alternativa para la baja prevalencia del TEA femenino
Son muchos los estudios que se han llevado a cabo sobre el autismo, y la mayor parte de los mismos confirman un riesgo superior entre los varones, en una proporción 4:1 respecto a las mujeres. Este dato ha sido explicado con gran frecuencia aludiendo a razones neurológicas y genéticas dispares, aunque recientemente se están incorporando matices sociales para dar cuenta de tal asunto (así como psicológicos y socioculturales). Procedemos en lo sucesivo a explorar la cuestión.
Si bien el autismo puede detectarse desde los primeros meses de la vida en forma de signos de gran sutileza (contacto ocular, p.e.), lo más habitual es que sea un poco más adelante (de 3 a 7 años) cuando se pueda elaborar de una manera más segura el diagnóstico. La mayor parte de los estudios coinciden en que durante este periodo los niños muestran síntomas más evidentes que las niñas, para las cuales estos suelen evidenciarse en la adolescencia. Es en este momento donde no solo se hace evidente su impacto social, sino donde también surgen problemas comórbidos del estado de ánimo y ansiedad que enmascaran su expresión.
Las niñas con autismo suelen tener problemas distintos en la adolescencia en lo relativo a las formas de interactuar con sus compañeros y/o compañeras, al compararlas con los que viven los chicos. Las expectativas sociales sobre los unos y los otros son también diferentes, de tal manera que se espera de ellas que forjen sus amistades en grupos más reducidos y que las actividades que compartan sean de naturaleza más tranquila, mientras que de ellos se prevé una implicación más activa en grupos amplios donde la amistad adquiere un matiz de mayor colectivismo. Esto hace que el aislamiento se pueda detectar más fácilmente en varones, de tal forma que se precipite muy rápidamente la sospecha de TEA incluso entre los docentes.
Las dinámicas femeninas hacen que las niñas con autismo tengan mayor facilidad para forjar relaciones diádicas ("mejor amiga"), siguiendo el patrón previsto en su caso, al mismo tiempo que "velando" un problema que se expresaría de forma mucho más elocuente si se esperara de ellas un "patrón social" semejante al de los varones. Muchos autores proponen que ellas disponen de habilidades sociales mejores que las de ellos, así como una mejor capacidad de imitación y un empleo superior del lenguaje, lo que también contribuiría de forma decisiva al camuflaje del problema. En definitiva, podrían "disimular" con mayor éxito sus dificultades (a partir de los seis años).
Otros autores consideran que el abanico de intereses restringidos de las mujeres con TEA está socialmente más aceptado que aquel que suelen adoptar los varones. Así, sería habitual que estos se asociaran con la moda o la literatura, por señalar algún ejemplo. Así, se generaría una menor alarma entre los padres, puesto que se trataría de actividades para las que la sociedad reserva un juicio positivo, y no se sospecharía la presencia del problema.
En definitiva, las expectativas distintas que los padres y la sociedad depositan sobre sus hijos en función de su género, unidas a la expresión social dispar de chicos/chicas, podrían ser un factor explicativo para la particular distribución del TEA atendiendo al sexo biológico (junto a las tradicionales variables de orden genético y neurológico). De hecho, existen evidencias de que (partiendo de un nivel cognitivo/intelectual equiparable), los progenitores detectan peor la sintomatología autista de las niñas que la de los niños. Y todo ello a pesar de que, en su caso, las consecuencias psicopatológicas asociadas a las dificultades sociales son más severas al llegar a la adolescencia.
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