A lo largo de las últimas décadas han aparecido muchas críticas contra las prácticas que la psiquiatría estuvo acostumbrada a realizar en ciertos momentos de su historia. Por ejemplo, el movimiento de la antipsiquiatría, impulsado por referentes como R. D. Laing, denunció una sobremedicación y un trato vejatorio a muchas personas vulnerables internadas en centros de salud mental, así como un enfoque demasiado centrado en lo biológico.
Hoy día la psiquiatría ha mejorado mucho y las críticas contra ella han perdido mucha fuerza, pero siguen existiendo frentes de combate. Uno de ellos es la idea de que las etiquetas psiquiátricas utilizadas para diagnosticar trastornos mentales son, de hecho, estigmatizantes, con lo cual empeoran el problema. Pero... ¿hasta qué punto es eso cierto? Veámoslo.
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Las críticas a las etiquetas psiquiátricas
Este tipo de ataques dirigidos hacia el uso de etiquetas diagnósticas suelen partir de dos ideas fundamentales.
La primera es que los trastornos mentales, en realidad, no son anomalías que tengan un origen en la configuración biológica de la persona, es decir, que no son una característica fija de esta, del mismo modo en el que se tiene una nariz de determinada forma o un cabello de determinado color. En todo caso, estos problemas mentales serían fruto de un sistema de interacción con el entorno originado por una o varias experiencias que nos marcaron en el pasado. Así pues, usar etiquetas es injustificado, porque indica que el problema reside en el paciente como ser aislado del entorno.
La segunda es que, en el contexto social actual, utilizar estas denominaciones sirve para colocar a las personas en una posición de desventaja y vulnerabilidad, lo cual no solo daña las relaciones personales sino que además influye en la búsqueda de trabajo, etc. En cierto modo, se critica que estas etiquetas deshumanizan a quien las lleva, haciendo pasar a esa persona por un individuo más de los diagnosticados con cierto trastorno, como si todo lo que hace, siente y piensa fuese fruto de la enfermedad y su existencia fuese totalmente intercambiable por la de cualquier persona con una etiqueta igual.
Estas dos ideas suenan razonables, y es evidente que las personas con trastornos mentales sufren una clara estigmatización incluso hoy día. Sin embargo, todo parece indicar que no es el uso de esas etiquetas lo que produce esa mala imagen. Veamos lo que se sabe acerca del tema.
La influencia de las categorías diagnósticas
Para empezar, es necesario señalar que las etiquetas diagnósticas no son adjetivos, no sirven para comprender a grandes rasgos cómo es una persona. En todo caso, son constructos teóricos desarrollados por expertos que ayudan a entender qué tipo de problemas son aquellos que la persona es más propensa a sufrir; no es lo mismo tener depresión que un trastorno autista y, aunque estas categorías no nos hablan sobre la personalidad de alguien, ayudan a saber cómo intervenir para mejorar la calidad de vida.
Por otro lado, la estigmatización de los trastornos mentales se remonta a muchos siglos antes de la aparición de la medicina tal y como la conocemos, y no digamos ya de la psiquiatría. Al aparecer, estas ciencias aplicadas actuaron conforme a esta marginalización de las minorías con trastornos, pero esa discriminación ya existía y aparece documentada en textos muy antiguos. De hecho, durante ciertas etapas de la historia se creía que los síntomas eran manifestaciones de Satanás y que, por consiguiente, la cercanía de una persona con trastornos mentales era peligrosa.
Más allá de este hecho, no existen evidencias de que la calidad de vida de las personas diagnosticadas haya empeorado tras su paso por el psiquiatra o psicólogo clínico.
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Yendo a las pruebas
¿Hay evidencias detrás de la afirmación de que las etiquetas diagnósticas resultan perjudiciales? Si las hay, son muy débiles. Por ejemplo, David Rosenhan, uno de los grandes críticos de esta práctica en el campo de la salud se negó a proporcionar datos obtenidos empíricamente que demostrasen esto cuando otro investigador llamado Robert Spitzer se los pidió.
Años después, una escritora llamada Lauren Slater aseguró haber realizado un experimento por el cual fingió una enfermedad mental y consiguió obtener un diagnóstico psiquiátrico. Sin embargo, terminó reconociendo que esa investigación no existía.
Por otro lado, gran parte de las críticas señalan que es muy fácil ser diagnosticado en alguna categoría psiquiátrica, o cual es incierto. Hay casos de personas que fingen los síntomas y consiguen engañar al personal médico, pero al dejar de fingir, en vez de dejarle el historial médico tal y como está, se le añade la observación de que el trastorno está en camino de desaparecer, algo que se deja por escrito muy pocas veces en casos de trastorno real. Este hecho señala que los médicos son capaces, pese a la voluntad de engañar, de distinguir entre casos severos y otros en los que se evoluciona hacia la recuperación.
Así pues, es mejor aprovechar el lado bueno de las herramientas que nos brinda la buena psiquiatría, a la vez que no debemos confundirnos creyendo que estas etiquetas resumen quiénes somos.
Referencias bibliográficas:
- Spitzer, R. L. (1976). More on the pseudoscience in science and the case for psychiatric diagnosis. Archives of General Psychiatry, 33, pp. 459 - 470.
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