Durante el siglo XX se popularizaron muchos tratamientos psiquiátricos para trastornos mentales, incluyendo algunos muy cuestionables en un sentido ético y práctico. La extrema medicalización de problemas como la esquizofrenia han tenido y siguen teniendo, en un gran número de casos, componentes coercitivos que son criticados con frecuencia.
En este artículo hablaremos de la historia y los planteamientos principales del movimiento antipsiquiatría, que surgió en los años 60 para defender los derechos individuales de las personas con problemas mentales y llamar la atención sobre los métodos y la relación de poder desigual presentes en la interacción entre médico y paciente.
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Historia del movimiento antipsiquiatría
Uno de los antecedentes más significativos del movimiento antipsiquiatría es el tratamiento moral, promovido por Philippe Pinel y Jean Esquirol en el siglo XVIII. Las ideas de estos autores deben ser enmarcadas en un contexto en que se hacinaba a grandes números de personas con problemas mentales en manicomios y se las trataba de forma inhumana.
Aunque el tratamiento moral tuvo cierta influencia en el desarrollo de terapias para trastornos mentales severos, proponía también métodos restrictivos y punitivos. No obstante, este precursor y otros posteriores son ilustrativos para entender que, desde los inicios de la psiquiatría, ésta ha sido criticada por motivos metodológicos y éticos similares.
Por otra parte, ya en el siglo XIX se había vuelto evidente que el número de pacientes por psiquiatra en las instituciones de salud mental era muy excesivo; fue por esto que el rol de los médicos pasó a ser con frecuencia más administrativo que terapéutico. Aunque las condiciones generales han mejorado, esta descripción tampoco resulta extraña en el presente.
Durante el siglo XX siguió aumentando la percepción de la psiquiatría como una disciplina que deshumanizaba a las personas con problemas mentales. El surgimiento de las clasificaciones diagnósticas DSM y CIE contribuyó al etiquetaje de quienes acudían a tratamiento, poniendo el trastorno -al fin y al cabo un constructo social- por delante de la persona.
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Surgimiento de este fenómeno
Entre las décadas de 1930 y 1950 se popularizaron en Estados Unidos procedimientos médicos muy agresivos, como el electroshock (que en esa época provocaba graves efectos secundarios) y la lobotomía, consistente en cortar las conexiones del lóbulo frontal.
Además en los años 50 apareció la clorpromazina, el primer antipsicótico de uso extendido. A pesar de las severas reacciones adversas asociadas a su consumo, éste y otros fármacos moderadamente eficaces y no demasiado seguros siguieron desarrollándose y utilizándose de forma masiva. Nos referimos a la llamada “edad de oro de los psicofármacos”.
En 1967 el psiquiatra David Cooper acuñó el término “antipsiquiatría” para dar nombre al movimiento del que formaba parte, y que tenía a estas alturas un alcance internacional, mientras que previamente había sido bastante específico del mundo anglosajón. Muchos profesionales se adherían ahora al movimiento, influido de forma clave por el marxismo.
En las décadas posteriores la breve unidad de la antipsiquiatría se diluyó, si bien surgieron con fuerza demandas similares en torno a los derechos de las personas homosexuales y transgénero, patologizadas por las clasificaciones diagnósticas. Lo mismo se puede decir de otros colectivos, como las personas con diversidad funcional y con trastornos mentales severos.
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Planteamientos principales
Las planteamientos clásicos del movimiento antipsiquiatría fueron definidos en los años 60 por profesionales de la salud mental como David Cooper, R. D. Laing, Theodore Lidz, Ernest Becker, Silvano Arieti, Thomas Scheff o Erving Goffman. Las aportaciones de estos autores no siempre son coincidentes; un caso especialmente polémico es el de Thomas Szasz.
A modo general, el movimiento antipsiquiatría aboga por la acción política como método para cambiar la visión de la población, y especialmente de los líderes institucionales, con respecto a los “trastornos mentales”, que para quienes se adhieren a esta orientación constituyen herramientas de control de los ciudadanos, pues los estigmatizan y los patologizan.
Como dentro de cualquier movimiento, existen diferencias teóricas notables entre los promotores de la antipsiquiatría, lo cual ha dificultado significativamente su consolidación. En todo caso, se detecta una coincidencia general en torno a la medicalización excesiva de los problemas psicológicos y a los potenciales peligros de las etiquetas diagnósticas.
Entre otros argumentos, los teóricos de la antipsiquiatría clásica defendían que las conductas y problemas que eran concebidos como trastornos eran el resultado de unos valores sociales determinados, y no de la presencia de características patológicas en sí mismas. Así, el trastorno sólo puede ser designado como tal en relación al contexto sociocultural.
Otro de los blancos tradicionales del movimiento antipsiquiatría fue el psicoanálisis, al que se acusó de provocar con frecuencia efectos iatrogénicos (es decir, dañar la salud mental de los clientes más que mejorarla). Lo mismo se puede decir de muchas otras terapias, en particular aquellas cuya eficacia no ha sido probada.
La antipsiquiatría en la actualidad
En la actualidad el movimiento antipsiquiatría se encuentra tan vigente como hace 50 años, a pesar -o precisamente a causa- de la clara predominancia de las intervenciones médicas en el área de la salud mental. La oposición es fuerte en muchos pacientes y familiares, así como en la psicología clínica, lastrada por el intrusismo profesional sistemático por parte de la psiquiatría.
Uno de los campos en que las críticas son más intensas es el de la medicalización de determinados comportamientos infantiles, entre los que destaca el patrón de conducta al que se denomina Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad, caracterizado por el sobrediagnóstico y el uso a largo plazo de fármacos estimulantes insuficientemente estudiados.
Por otra parte, resulta muy preocupante el creciente poder de las grandes corporaciones farmacéuticas y sus estrechos vínculos con la clase política, con los medios de comunicación e incluso con muchos miembros de la comunidad científica. Todo ello genera prejuicios comprensibles en torno a la fiabilidad de los fármacos y de los estudios que la respaldan.
En cuanto a los trastornos mentales severos, como la esquizofrenia y el trastorno bipolar, el tratamiento farmacológico y psicológico ha mejorado en los últimos años pero muchas instituciones psiquiátricas siguen utilizando procedimientos poco recomendables. Asimismo, la estigmatización de estos y otros trastornos seguirá contribuyendo a un manejo menos que ideal.
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