Conocer los trastornos internalizantes es muy importante, pues se trata de un subgrupo de problemas emocionales que tienen lugar en la infancia y pasan inadvertidos con demasiada frecuencia.
Se caracterizan por la discreción aparente con la que se presentan, pese a que el niño que vive con ellos arrastre consigo un grado muy elevado de sufrimiento.
Los niños que los padecen pueden referir que se sienten tristes, tímidos, retraídos, miedosos o desmotivados. Así, mientras que en el caso de los trastornos externalizantes suele decirse que “combaten contra el mundo”, en el de los internalizantes más bien “huyen de él”.
En el presente artículo explicaremos qué son los trastornos internalizantes, por qué se creó una categoría como esta (en oposición a la de externalizantes), cuáles suelen ser las causas más habituales y qué estrategias terapéuticas pueden ser de aplicación.
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¿Qué son los trastornos internalizantes?
En general, los trastornos mentales que puede presentar un niño se agrupan en dos grandes categorías: internalizantes y externalizantes. El criterio mediante el que se hace semejante distinción alude a si se manifiestan a un nivel conductual (o externo) o cognitivo (o interno), siendo más evidentes para el observador los primeros que los segundos. No obstante, pese a esta disección de la realidad psicopatológica infantil, hay que tener en cuenta que los unos y los otros pueden presentarse a la vez en un mismo niño.
Tanto los padres como los profesores son muy sensibles a la expresión conductual propia del trastorno externalizante, puesto que genera un sustancial impacto sobre el entorno e incluso compromete la convivencia en el hogar o en el colegio. Algunos de los problemas que se incluyen en esta categoría serían el trastorno negativista desafiante o el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (sobre todo en lo concerniente a los excesos motrices).
En cambio los trastornos internalizantes pasan muchísimas veces inadvertidos, o llegan a motivar diagnósticos absolutamente ajenos a lo que sucede en realidad (puesto que tienen una expresión conductual distinta a la que se manifiesta en adultos). Es por este motivo que raramente constituyen el motivo de consulta, y suelen descubirse a medida que el profesional indaga en lo que el niño siente o piensa. Los más relevantes (por su prevalencia e impacto) son la depresión, la ansiedad, el retraimiento social y los problemas físicos o somáticos. En ellos centraremos la atención a lo largo del presente texto.
1. Depresión
La depresión en la infancia es, con frecuencia, un trastorno silente y esquivo. Lo más común es que se manifieste en forma de irritabilidad y pérdida de motivación por las tareas que son propias de este periodo de edad (escolares); aunque a largo plazo tiene resonancias muy severas sobre el desarrollo psicológico, social y cognoscitivo del niño. Además, es un sólido predictor de riesgo psicopatológico durante la vida adulta.
La depresión en los niños es diferente a la que se observa entre los adultos en muchos de los aspectos habitualmente considerados, aunque tienden a emparejarse a nivel sintomatológico a medida que se adentran en la adolescencia. Es esencial tener en cuenta que muchos niños no han desarrollado todavía una capacidad de abstracción verbal suficiente para manifestar a los demás sus estados internos, por lo que existe un riesgo importante de infradiagnóstico (y de la consecuente falta de tratamiento).
Pese a ello, los niños también sienten tristeza y anhedonia (entendida como la dificultad para experimentar placer), lo que se manifiesta con una clara pérdida de motivación por implicarse en tareas académicas o de otro tipo, aunque en el pasado le proporcionaran disfrute. A nivel de desarrollo físico suelen observarse algunas dificultades para alcanzar el peso adecuado a la edad y talla, lo que se asocia a inapetencia o incluso rechazo al alimento.
A la hora de dormir es muy común el insomnio (que con el paso de los años tiende a devenir hipersomnia), lo que contribuye a sus quejas constantes de falta de energía o de vitalidad. El nivel de actividad puede alterarse tanto por exceso como por déficit (agitación o lentitud psicomotriz) e incluso surgen ocasionalmente pensamientos sobre la propia muerte o la de otros. El sentimiento de inutilidad y de culpa suele estar también presente, conviviendo con dificultades de concentración que dificultan el desempeño en las exigencias escolares.
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2. Ansiedad
La ansiedad es un síntoma invalidante que se puede manifestar durante la infancia. Al igual que sucede con la depresión, pasa a menudo inadvertido entre los adultos que viven con el niño, ya que en gran parte se expresa a través de experiencias que se desencadenan en su interior. Cuando se indaga sobre esta cuestión se hace muy evidente la presencia de ideas desproporcionadas respecto a un suceso que el niño siente como amenazante y que ubica en algún momento relativamente próximo del futuro (probabilidad de que un día se produzca la separación de sus padres, por ejemplo).
En la ansiedad infantil puede apreciarse una agudización de los miedos que son propios de los distintos periodos de edad, y que resultan adaptativos en un primer momento. Lo más común es que se desvanezcan a medida que progresa la maduración neurológica y social, pero este síntoma puede contribuir a que muchos de ellos no se superen totalmente y acaben acumulándose, ejerciendo un efecto sumativo que implica un estado permanente de alerta (taquicardia, taquipnea, etc.).
Esta hiperactivación tiene tres consecuencias fundamentales: la primera es que aumenta el riesgo de que se desencadenen los primeros ataques de pánico (ansiedad desbordante), la segunda es que se dispara la tendencia a vivir constantemente preocupado (originándose un trastorno de ansiedad generalizada posterior) y la tercera es que se proyecta una atención excesiva a sensaciones internas relacionadas con la ansiedad (un fenómeno común a todos los diagnósticos de esta categoría).
La ansiedad más frecuente en la infancia es la que corresponde al momento en el que el niño se distancia de sus figuras vinculares, esto es, la de separación; y también determinadas fobias específicas que tienden a mantenerse hasta la vida adulta en el caso de no articular un tratamiento adecuado (a los animales, las máscaras, los desconocidos, etc.). Tras estos primeros años, en la adolescencia la ansiedad se desplaza a las relaciones con los iguales y al rendimiento en la escuela.
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3. Retraimiento social
El retraimiento social puede estar presente en la depresión y en la ansiedad infantil, como un síntoma inherente a ellas, o presentarse de un modo independiente. En este último caso se manifiesta como falta de interés por mantener relaciones con los compañeros de su misma edad, por la sencilla razón de que no motivan su curiosidad. Esta dinámica es común en el trastorno del espectro autista, que debería ser uno de los primeros diagnósticos a descartar.
En ocasiones el retraimiento social se agudiza por la presencia de miedo asociado a la ausencia de los padres (en el colegio) o a la creencia de que no se debería establecer contacto con las personas desconocidas, lo que forma parte de los criterios concretos de crianza. A veces el retraimiento social se acompaña de un déficit en habilidades básicas de interacción, por lo que se manifiesta cierta dificultad durante los intentos de aproximación a los demás, pese a que sean deseados.
En el caso de que el retraimiento social sea un resultado directo de la depresión, el niño suele señalar que desconfía de su habilidad o que teme que al acercarse a los demás pueda ser rechazado. El Bullying, por otra parte, es una causa habitual de problemas en la interacción social durante los años escolares, y además se asocia a la erosión de la autoimagen y a un riesgo acentuado de trastornos durante la vida adulta, e incluso a un posible incremento de la ideación suicida.
4. Problemas físicos o somáticos
Los problemas físicos o somáticos describen una serie de "quejas difusas" sobre el estado físico, muy especialmente dolor y sensaciones digestivas molestas (náuseas o vómitos). Es también frecuente la aparición de hormigueos y de adormecimiento en las manos o los pies, así como malestar en las articulaciones y en la zona que se ubica alrededor de los ojos. Esta expresión clínica confusa suele motivar visitas a los pediatras, que no encuentran una causa orgánica explicativa.
Un análisis minucioso de la situación muestra que estas molestias emergen en momentos concretos, generalmente cuando está a punto de suceder un hecho que el niño teme (acudir a la escuela, alejarse de la familia o del hogar durante un tiempo, etc.), lo que apunta a una causa psicológica. Otros problemas somáticos que pueden aparecer implican el retroceso a hitos evolutivos que ya habían sido superados (volver a orinarse en la cama, por ejemplo), lo que se relaciona con sucesos estresantes de diverso tipo (abusos, nacimiento de un nuevo hermano, etc.).
¿Por qué suceden?
Cada uno de los trastornos internalizantes que se han detallado a lo largo del artículo tiene sus propias causas potenciales. Es elemental señalar que, al igual que existen casos en los que ocurren a la vez problemas internalizantes y externalizantes (como el supuesto de que un niño con TDAH padezca también depresión), es posible que se den juntas dos alteraciones de tipo internalizante (tanto la ansiedad como la depresión se relacionan con retraimiento social y molestias somáticas en el niño).
La depresión infantil suele ser el resultado de una pérdida, del aprendizaje social a partir de la convivencia con alguno de los padres que padece un cuadro del mismo tipo y del fracaso al tratar de establecer relaciones constructivas con niños de la misma edad. El abuso físico, psíquico y sexual es también una causa muy frecuente, así como la presencia de sucesos estresantes (mudanzas, cambios de escuela, etc.). Algunas variables internas, tales como el temperamento, también pueden aumentar la predisposición a padecerla.
En cuanto a la ansiedad, se ha descrito que la timidez en la infancia puede ser uno de los principales factores de riesgo. Aun con todo, existen estudios indicativos de que el 50% de los niños se describen a sí mismos usando la palabra "tímido", pero únicamente el 12% de ellos cumple los criterios para un trastorno de esta categoría. En cuanto al sexo, se sabe que durante la infancia no hay diferencias en la prevalencia para estos problemas según tal criterio, pero que cuando llega la adolescencia ellas los sufren más frecuentemente. También pueden surgir como resultado de algún evento difícil, al igual que la depresión, y a partir de la convivencia con padres que sufren ansiedad.
En cuanto al retraimiento social, se sabe que los niños con apego inseguro pueden mostrar resistencia a interactuar con un desconocido, sobre todo los evitativos y los desorganizados. Ambos se relacionan con patrones de crianza específicos: el primero se forja a partir de un sentimiento primitivo de desamparo parental, y el otro por haber vivido en propia piel alguna situación de abuso o violencia. En otros casos simplemente el niño es algo más tímido que el resto de sus compañeros, y la presencia de un problema de ansiedad o depresión acentúa su tendencia a la retirada.
Los síntomas físicos/somáticos difusos suelen ocurrir (descartando causas orgánicas) en el contexto de la ansiedad o la depresión, como resultado de la anticipación o la inminencia de un suceso que genera emociones difíciles en el niño (miedo o tristeza). No se trata de una ficción que se instaure con el fin de evitar tales acontecimientos, sino del modo concreto en el que los conflictos internos se manifiestan a un nivel orgánico, destacando la presencia de las cefaleas tensionales y de las alteraciones de la función digestiva.
¿Cómo pueden tratarse?
Cada caso requiere un abordaje terapéutico individualizado que adopte un enfoque de tipo sistémico, en el que se exploren las relaciones que el niño mantiene con sus figuras de apego o con cualesquiera otras personas que formen parte de sus espacios de participación (como la escuela, por ejemplo). A partir de este punto se podrán trazar análisis funcionales dirigidos a comprender las relaciones que existen en el núcleo familiar y las causas/consecuencias de la conducta del niño.
Por otra parte, es también importante ayudar al niño a detectar cuáles son sus emociones, para que pueda expresarlas en un ambiente seguro y definir qué pensamientos se pueden hallar detrás de cada una de ellas. A veces los niños con trastornos internalizantes conviven con ideas sobrevaloradas sobre una cuestión que les preocupa particularmente, y es posible animarles a debatir sobre este mismo extremo y a encontrar alternativas de pensamiento que se ajusten mejor a su realidad objetiva.
En el supuesto de que los síntomas del niño se expresen a nivel físico, se puede articular un programa dirigido a minimizar la activación del sistema nervioso simpático, para el que se incluyan distintas estrategias de relajación. Es importante considerar la posibilidad de que el niño juzgue adversamente las sensaciones que suceden en su propio cuerpo (es habitual cuando sufren ansiedad), por lo que en primer lugar será clave hablar con él sobre el riesgo real que representan (reestructuración). De lo contrario, la relajación puede transformarse en una herramienta contraproducente.
Por otra parte, es también interesante enseñar a los niños habilidades que faciliten su forma de relacionarse con los demás, en el caso de que no dispongan de ellas o no sepan cómo aprovecharlas. Las más relevantes son las de tipo social (iniciar una conversación) o las de asertividad, y además pueden ser practicadas en consulta a través de un role-playing. En el caso de que ya disponga de estas estrategias, será necesario profundizar en qué emociones pudieran estar inhibiendo su adecuado uso en el contexto de sus relaciones cotidianas.
El tratamiento de los trastornos internalizantes deberá incluir necesariamente a la familia del niño. Hacerla partícipe es fundamental, pues suele ser necesario llevar a cabo cambios en el hogar y en la escuela dirigidos a resolver una situación difícil que afecta a todos.
Referencias bibliográficas:
- Lozano, L. y Lozano, L.M. (2017). Los trastornos internalizantes: un reto para padres y docentes. Padres y Maestros, 372, 56-63.
- Ollendick, T.H. y King, N.J. (2019). Diagnosis, assessment, and treatment of internalizing problems in children: The role of longitudinal data. Journal of Consulting and Clinical Psychology, 62(5), 918-27
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