Puede que, al leer el título del artículo, pienses “¿Lavarse? ¿En la Edad Media…?” Y es que, si bien existen otros muchos tópicos por los cuales esta época es una de las más denostadas y sobre la que han caído mayor número de falsedades, el de la higiene es uno de los tópicos más populares y frecuentes.
A riesgo de decepcionar a los amantes de la Edad Media sucia y oscura, la respuesta es sí, en la época medieval se lavaban, y bastante. No sólo eso, sino que cuidaban su piel, sus cabellos, sus uñas y sus dientes, lavaban la ropa para que estuviera pulcra y perfumaban las estancias de las casas y las sábanas de las camas. ¿Sorprendido…? Sigue leyendo, porque en este artículo vamos a romper uno de los tópicos más manidos de la Edad Media: la higiene medieval.
La higiene en la Edad Media: pulcros por dentro, pulcros por fuera
Sería francamente absurdo pensar que en mil años de historia el ser humano hubiera descuidado la limpieza del cuerpo y de su entorno, olvidando así todo el bagaje higiénico de la cultura clásica. La Edad Media fue una gran continuadora del saber y las costumbres romanas, por lo que la higiene no podía ser menos.
Está muy extendida la creencia de que, en la Edad Media europea, los únicos que se lavaban eran los musulmanes que vivían en Al-Ándalus. Falso. Es cierto que los musulmanes tenían una tradición antiquísima de baños, pero los cristianos europeos no eran menos. Porque, si bien las grandes termas de época romana ya no existían, sí que había las conocidas casas de baño, lugares públicos donde los ciudadanos podían acudir a asearse, charlar y comer.
Un claro ejemplo de ello son los conocidos como Baños árabes de Girona, que en realidad no eran árabes y fueron construidos en estilo románico. De esto hablaremos con más detalle en otro apartado. El ideal cristiano era la limpieza, tanto del alma como del cuerpo. Y, si bien la Iglesia no veía con buenos ojos el maquillaje, los afeites y el cuidado excesivo del cuerpo (porque entonces se convertía en vanidad), sí que promocionaba una pulcritud básica como pilar fundamental de un alma pura y recta. Repasemos a continuación los puntos básicos que nos ayudarán a comprender mejor la higiene en la Edad Media.
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Las casas de baño
Ya lo hemos comentado: en la Edad Media persistía la tradición romana de los baños públicos, y con bastante fuerza. En la ciudad de Nuremberg (que, por supuesto, en época medieval no tenía la envergadura ni los habitantes que tiene ahora) se han llegado a documentar nada menos que 14 casas de baños en los siglos medievales. Y en París, en el siglo XIII, existían 32 baños públicos para uso y disfrute de los parisinos; si tenemos en cuenta que, en aquella época, la ciudad solo era la Ille-de-Cité y unas pocas barriadas a ambas orillas del Sena, no deja de sorprendernos, y mucho, el número.
¿Cómo funcionaban estas casas de baños? La gente acudía a ellas no sólo para asearse, sino también para recibir masajes tonificantes y perfumarse con ungüentos. Del tema de los perfumes medievales hablaremos en otro apartado, porque sin duda su variedad nos parecerá pasmosa. Bien; la gente se bañaba y se relajaba, pero también, por supuesto, charlaba animadamente, comía y escuchaba música. Por tanto, el baño público medieval no era solo un lugar de aseo; de forma parecida a las termas romanas, era un sitio para socializar y entretenerse.
Con bastante frecuencia, los baños públicos medievales eran atacados desde el púlpito, no por el hecho de ser lugar de aseo, sino por la “promiscuidad” que entrañaban. Debemos tener en cuenta que, muy a menudo, hombres y mujeres se bañaban juntos (otro mito para destruir, el de la mojigatería medieval), por lo que eran bastante usuales los encuentros sexuales o, como mínimo, sensuales. De hecho, muchas casas de baños acabaron siendo tapaderas de burdeles, lo que aceleró su prohibición… ¿en la Edad Media? No, en el siglo XVI, ya en plena Edad Moderna.
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Jabones y lejías
Sí, existía el jabón en la Edad Media, y sí, existía la lejía, aunque no es la lejía que nosotros conocemos, sino una mucho más natural y sostenible, que se realizaba con agua, aceites vegetales o jabón y ceniza de madera quemada. Es la conocida como lejía de ceniza, que actualmente aún podemos encontrar en muchas zonas; contra todo lo que puede parecer, es igualmente limpiadora y, además, tiene propiedades desinfectantes.
Tal y como recoge Consuelo Sanz de Bremond (1963), investigadora y divulgadora de la indumentaria y las costumbres higiénicas medievales, en su blog Historias para mentes curiosas, en el siglo VII ya tenemos testimonios de producción y venta de jabones en zonas de las actuales Italia, España y Francia. De hecho, la primera documentación sobre el jabón proviene de la Siria de la antigüedad, y desde ella pasó sin ninguna dificultad a la Europa medieval.
Los ingredientes con los que se fabricaba el jabón de pastilla medieval fueron variando con el tiempo. Primero, y como también comenta Sanz de Bremond en el mismo blog, se conseguía a través de una planta conocida como “hierba de los bataneros”, que crecía a orillas de los ríos. Más tarde, ya avanzada la Edad Media, aparecen los famosos jabones de Marsella y el jabón de Castilla, ambos fabricados con aceite de oliva y que fueron espectacularmente populares.
Así pues, la producción y el comercio de lejías y jabones era abundante y absolutamente normal en la Edad Media. Con ellos se lavaba no sólo el cuerpo, sino también los cabellos y la ropa. Del cuidado de esta última hablaremos a continuación.
Ropa blanca y limpia
Los tópicos de la suciedad medieval aparecen incluso en grandes películas, como la versión cinematográfica que Annaud realizó de El nombre de la rosa de Umberto Eco. En el filme podemos ver a los personajes bastante faltos de higiene, especialmente a los habitantes del pueblo, que parecen literalmente sacados de una cueva. No, otra vez no.
La Edad Media fue una época extraordinariamente pulcra que tenía un cuidado meticuloso con la ropa y con la presencia del individuo. Se procuraba que las camas estuvieran limpias y perfumadas, y las sábanas blancas y relucientes. Lógicamente, dentro de la capacidad económica del interesado, puesto que no era lo mismo una habitación de un noble o un rico burgués que la de un campesino.
Era muy usual que debajo de la ropa, digamos, “de aparato”, se llevara la camisa, tejida con fibras de lino que, por su porosidad natural, ejercía de termorreguladora y antibacteriana. Por otro lado, estos tejidos realizaban lo que se conocía como “baño en seco”; es decir, absorbían el sudor y los malos olores del cuerpo, y salvaban de esta forma a la ropa exterior, la más suntuosa, de hedores y suciedad. Si lo miramos fríamente, en realidad hemos ido “para atrás”, puesto que hoy en día poca gente lleva camisas interiores debajo de las prendas principales.
Por lo tanto, lo que se lavaba con frecuencia era la camisa interior. Así, la historia tan manida de que Isabel la Católica no se cambiaba la camisa es… sorpresa, un mito. Para alguien de la Edad Media era inconcebible no lavar ni cambiar las prendas interiores. ¿Quiere ello decir que la ropa externa no se lavaba? Sí, se lavaba y se cepillaba, pero con mucha menos frecuencia, dada su delicadeza (recordemos que muchas estaban confeccionadas con terciopelos y sedas, materiales francamente complicados de lavar incluso ahora).
Un mundo de perfumes y cosmética
Ya hemos comentado más arriba que el mundo de la perfumería en la Edad Media es sorprendentemente diverso. Es cierto que los gustos medievales varían considerablemente respecto a nuestra época; ellos y ellas preferían perfumes fuertes e intensos, a menudo obtenidos de maderas aromáticas como el sándalo y el cedro o de resinas muy olorosas (benjuí, incienso, alcanfor…).
La palabra perfume proviene de per fumo, es decir, “por o a través del humo”, puesto que, inicialmente, las sustancias olorosas se obtenían de la combustión de los ingredientes. Teresa Criado Vega, de la Universidad de Córdoba, tiene un espléndido ensayo acerca de las llamadas artes de la paz, es decir, los tratados de cosmética y perfumería de la Castilla de fines de la Edad Media.
En él, Criado Vega distingue varios métodos para conseguir el buen olor, entre los que destacan las llamadas aguas de olor, obtenidas a través de la destilación con alambique (instrumento muy extendido en la Edad Media) o bien mediante la técnica de la maceración.
En cualquier caso, se trataba de sustancias líquidas que mezclaban el agua con un sinnúmero de elementos: almizcle, jazmín, rosas, azahar, romero, cítricos, sándalo, cedro, hinojo, incienso, almendras amargas… El resultado eran aguas perfumadas que se utilizaban tanto para uso personal como para dar buen olor a la vivienda. En este último caso, eran populares los pebetes y las cazoletas para aromatizar las casas, así como los polvillos y las almohadas de olor para perfumar cajones y otros muebles.
Y si el cuidado de la casa, la ropa y los muebles era algo habitual, también lo era el cuidado del cuerpo. Existen un sinnúmero de tratados de belleza medievales, como por ejemplo el Manual de mugeres, del siglo XV, o, tal y como recoge Leo González en el blog Myriobiblon, los famosos tratados de cuidado de la piel de Hildegarda de Bingen (1098-1179).
¿Cómo cuidaban su aspecto los hombres y las mujeres medievales? Para empezar, el ideal de belleza femenino de la época pasaba por una blancura extrema de cutis, unos cabellos rubios como hebras de oro y unos dientes blancos y perfectos. Para conseguirlo, las mujeres, especialmente las nobles, dedicaban mucho, pero que muchísimo tiempo a su aseo y adorno personal, para espanto de la Iglesia, que consideraba este tipo de exceso como una vanidad evidente, enemiga por tanto de la rectitud del alma.
En cualquier caso, la mujer y el hombre medieval utilizaban dentífricos naturales para cuidar las piezas dentales y blanquearlas, y también se arreglaban las uñas para evitar su rotura. El cabello, por otro lado, era objeto de auténtica devoción. Nos han llegado un sinnúmero de recetas para el cuidado capilar, e incluso para su tinte, pues recordemos que, a pesar de que el ideal femenino era rubio, no todas las mujeres lo eran. De nuevo volvemos al ensayo de Criado Vega, donde la historiadora recoge algunas fórmulas al respecto: por ejemplo, la llamada lejía para enrubiar, un producto limpiador del cabello que, además, contenía tintes naturales para aclararlo.
La higiene en las ciudades
¿Quién no ha escuchado aquello de “agua va”? Pensamos en ello y automáticamente nos viene a la mente el típico ciudadano o ciudadana medieval lanzando por la ventana los excrementos y los orines de su orinal.
Tal y como están las cosas, debemos desconfiar a priori de todo lo que añada más morbo oscuro al periodo medieval, y examinar cuidadosamente las fuentes. Regresemos a Leo González y a su blog, donde el investigador recoge la regulación existente en las ciudades del Medievo sobre la suciedad y los actos incívicos. Grandes urbes como Londres o París aplicaban en sus disposiciones municipales severas multas a quienes ensuciaran las calles.
Tenemos asimismo profusa documentación sobre quejas que algunos vecinos lanzaban acerca de los malos olores que producía el gremio de turno, como por ejemplo los alfareros o curtidores, que en no pocas ocasiones fueron relegados a las afueras de las urbes precisamente para no molestar a los ciudadanos con el hedor del oficio. Lo que prueba, una vez más, que los medievales no estaban acostumbrados a los malos olores y que distinguían claramente cuando se encontraban ante uno.
Por otro lado, las letrinas eran más abundantes de lo que pensamos, tanto en castillos como en monasterios y, por supuesto, en las casas. Sería realmente desconcertante que una civilización que ponía tanto cuidado en el aseo corporal y doméstico dejara a la gente hacer sus necesidades en cualquier sitio, ¿no?
Conclusiones
Que la Edad Media no fue el período bárbaro y sucio que siempre nos han enseñado es algo obvio, a la luz de los numerosos documentos al respecto, que no se pueden en ningún caso omitir ni obviar. Existen tratados de belleza, para la fabricación del jabón y la lejía, para el cuidado de la ropa y del hogar, así como testimonios fehacientes del profuso uso de los baños, tanto los públicos como los privados de las casas pudientes. Es absurdo decir, en base a todas estas pruebas, que la Edad Media no se preocupaba por la salubridad y la higiene.
¿De dónde viene, pues, el mito de un Medievo sucio y maloliente? En gran parte, de la Ilustración, empecinada en hacer pasar la Edad Media como una época de oscurantismo y barbarie para justificar la luz del Siglo de las Luces. Y, aunque es cierto que la Ilustración trajo cosas muy positivas, no lo es menos que los siglos medievales no se quedaban atrás en cuanto a higiene y cuidados corporales. Más bien, desde mi punto de vista, la superan con creces.