El tiempo ha sido un concepto profusamente estudiado durante toda la historia. Muchos intelectuales se han entestado en descubrir la verdadera naturaleza de esta idea, y han chocado invariablemente con las diferentes visiones que los hombres y las mujeres de cada época mantenían al respecto.
La intención del presente artículo no es ofrecer una descripción detallada del concepto del tiempo a nivel científico. Nos interesa, más bien, la percepción que de este elemento tan subjetivo tenía la sociedad en una época determinada; en concreto, en la Edad Media. ¿Cómo veían el tiempo los hombres y las mujeres medievales? Acompáñanos a descubrirlo.
¿Cómo era la idea del tiempo en la Edad Media?
El eminente medievalista Jacques Le Goff (1924-2014) sostenía que en la Edad Media no existía una representación única del tiempo, sino que, más bien, este concepto se disgregaba en varias percepciones. Además, y tal y como señala Aron Gurévich en su magnífico ensayo Las categorías de la cultura medieval, esta “pluralidad temporal” era, en base, especialmente contradictoria. ¿Pero cuáles eran estas perspectivas diversas que el ser humano medieval tenía del tiempo? Y, lo que resulta más sorprendente: ¿es posible tener varias percepciones del tiempo?
En la sociedad actual, estamos acostumbrados a percibir el tiempo como un elemento lineal, que va del pasado al futuro pasando por el momento presente. En otras palabras, vemos el tiempo como algo que está siempre escapando de nuestras manos, muy ligado al famoso Tempus fugit latino, “el tiempo huye”. Sin embargo, no siempre fue así. Como veremos a continuación, esta percepción es hija del nacimiento de la sociedad mercantil que empezó a desarrollarse a mediados de la Edad Media y cuya invención crucial fue nada menos que el reloj mecánico, surgido en los burgos durante el siglo XIII.
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Las contradicciones del tiempo medieval
Ya hemos comentado que la sociedad medieval tenía un concepto del tiempo plural y, además, contradictorio. ¿Qué queremos decir con ello? Básicamente que, como heredera de varias tradiciones, la Edad Media recibió influencias de diversas culturas que, en última instancia, podían resultar contradictorias entre sí.
El tiempo cíclico
De la antigüedad, la sociedad medieval retuvo el concepto del tiempo cíclico, el que conectaba al ser humano con la naturaleza y el eterno devenir de las cosas. El tiempo cíclico es aquel que se destruye y se regenera constantemente, por lo que carece de principio y por supuesto de final. Es el tiempo característico de las sociedades primitivas, estrechamente ligadas con la agricultura y, por tanto, con los ritmos de las estaciones, la muerte y la vida.
Es obvio que, en tanto que sociedad eminentemente rural, la Edad Media no podía desvincularse de este concepto de tiempo, pues era el que regía los trabajos del campo, a los que se dedicaba la gran mayoría de la población. Existe en la época una profusión de los llamados “calendarios agrícolas”, plasmados en infinidad de soportes (códices, relieves de iglesias, pinturas murales, tapices…), en los que se describen las tareas correspondientes a cada mes o estación del año. Un buen ejemplo, tanto por su conservación como por su belleza, es el conocido como Tapiz de la Creación, que se encuentra en la Catedral de Girona (España).
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El tiempo mítico
Este tiempo cíclico, ligado a las cosechas, a los partos, a la enfermedad y a la muerte, es percibido con claridad por los hombres y las mujeres medievales, puesto que describe la realidad en la que se mueven. Sin embargo, existe otro tiempo, el denominado “tiempo mítico”, igualmente cíclico (puesto que nunca tiene fin y siempre regresa) pero que, al mismo tiempo, conecta las dos grandes realidades temporales medievales: el tiempo terrestre, en el que se mueve el individuo, y el tiempo sacro, relacionado con Dios y, por tanto, con la eternidad.
En todas las culturas, el mito y el rito conectan el presente del ser humano (es decir, su tiempo terrestre) con el tiempo de la divinidad. Durante la recreación del mito o la celebración del rito, el individuo conecta con un tiempo que, aunque simbólicamente pasado, siempre está presente; por ejemplo, durante la Eucaristía, cuando el fiel escucha los hechos de Cristo y más tarde toma la comunión. Ese tiempo no es ni presente, ni pasado, ni futuro: solo pertenece a Dios y a la comunidad.
Para el hombre y la mujer medieval era muy importante sentirse identificados con ese tiempo mítico, puesto que era el garante de la salvación. Por ello, a pesar de que el individuo vivía su existencia en un plano terrenal, siempre tenía puesta la mirada en ese tiempo de “no-tiempo”, único baluarte de felicidad eterna.
El tiempo lineal
Pero, más allá del tiempo cíclico (el de los ritmos naturales, heredado de las culturas agrícolas precedentes) y el tiempo mítico (el de la religión conectada con el fiel), existía otro tiempo, el tiempo lineal, que, en última instancia, es el que caracteriza principalmente a la fe cristiana.
Según la Biblia, la creación, en tanto que producto de Dios, tiene un inicio. Y, de acuerdo también con la Biblia, este mismo mundo tendrá un final, que se materializará cuando se produzca la segunda venida de Cristo y el consecuente Juicio Final. Tras ello, llegará el fin de los tiempos, por lo que todos los “tiempos” finalizarán y se confundirán con el tiempo divino, que es, según los teólogos medievales, el único “real”.
Muchos de estos pensadores trataron por todos los medios de armonizar la aparente contradicción de la existencia de un tiempo cíclico (eterno, que siempre regresa) y uno lineal que desparecerá con el Apocalipsis. De hecho, durante el siglo XIII recobra fuerza la idea del tiempo como ciclo eterno, especialmente vinculada a la filosofía de Averroes (1126-1198) y, sobre todo, a Siger de Brabante (1235-1284), cuyas teorías relacionadas con el tiempo cíclico fueron condenadas por la Iglesia.
El “drama universal”
Gurévich, en la obra citada, menciona un aspecto que nos parece esencial para entender el concepto que los hombres y las mujeres medievales tenían del tiempo. Y no es otro que la (falta de) individualidad.
El ser humano del Medievo no aspiraba, como podemos hacerlo nosotros, a una experiencia vital personal y única. Más bien al contrario; el sujeto se sentía inmerso en un colectivo (la cristiandad en este caso), del que formaba parte como el pie forma parte del organismo y no puede funcionar sin él. Por tanto, el individuo sigue los modelos establecidos, marcados por la voluntad de Dios, y procura seguir escrupulosamente su deber dentro del gran macrocosmos. Es su papel en lo que se ha denominado el gran “drama universal”, entendiendo drama como una representación estudiada y preparada al detalle.
Porque Dios era el único responsable de la sucesión de los hechos; era el gran director de la obra universal. Por ello, los hombres y las mujeres medievales veían señales por doquier, que “rompían” la barrera temporal y penetraban, desde el tiempo divino (la stabilitas, lo que nunca cambia), al tiempo terrestre (la mutabilitas, los sucesos cambiantes).
Tiempos yuxtapuestos
Si la mano de Dios enviaba señales al tiempo terrestre y todo tenía su correlación con una idea supraterrenal, ello quería decir que los diversos tiempos se comunicaban e incluso se “tocaban”. Un animal no sólo era un animal, era el símbolo de un concepto o de una enseñanza. En el campo de batalla, la aparición de un sol espléndido en medio de un cielo nublado quería decir que Dios se manifestaba a favor del ejército. La realidad del hombre y la mujer medievales era dual, pues siempre existía un significado más allá del aparente.
En las representaciones plásticas, estos “tiempos yuxtapuestos” se perciben con total claridad. El artista no establece fronteras entre el mundo real y el divino, y un santo o una santa pueden aparecer simultáneamente con un personaje histórico, o se altera la sucesión de las escenas de una narración con el fin de dar más fuerza al acontecimiento principal. De la misma forma, en los libros de caballerías se mezclan héroes míticos con seres reales de distintas épocas, sin que ello perturbe el sentido común del lector. Y eso sólo era posible porque el lector medieval estaba completamente acostumbrado a esta visión “desordenada” del tiempo.
La aparición del reloj y del concepto moderno del tiempo
En el ensayo de Gurévich anteriormente citado se reseña un invento crucial para el cambio que sufrió la sociedad de finales de la Edad Media en cuanto a su concepto del tiempo: el reloj mecánico.
Surgido en las pujantes ciudades del siglo XIII, este objeto revolucionó para siempre la idea tradicional de tiempo que se había mantenido hasta entonces. Porque, a partir de ese momento, se pudo calcular el tiempo exacto; es decir, los seres humanos fueron capaces de “congelar” un instante de ese tiempo lineal que fluía hacia delante y que nunca se detenía.
Las repercusiones del establecimiento del reloj en las torres de los ayuntamientos fueron asombrosas, puesto que su aparición alejaba de manos de la Iglesia el control del tiempo. Hasta ese momento, el paso de los días y de las horas estaba estrechamente vinculado con los ritos religiosos y los ritmos de las cosechas; con el nuevo invento, el ser humano (en concreto, el ser humano de las ciudades) se hacía dueño del tiempo y podía, de esta forma, disponer de él.
Podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que el desarrollo de los relojes significó un punto y aparte en el concepto medieval del tiempo e inauguró nuestra actual percepción del mismo. Y quizá, quién sabe, también tuvo mucho que ver con la aparición de ideas tan bajomedievales como el carpe diem o el memento mori.