Para mucha gente, hablar de filosofía medieval es mencionar algo casi paradójico. Y es que en nuestro imaginario colectivo está demasiado presente el tópico de que en la Edad Media “sólo se rezaba”. Pero lo cierto es que existió un pensamiento en el Medievo, que, a pesar de que fue cambiando a lo largo de los siglos, tuvo unas características propias y bien definidas.
El ser humano siempre se ha planteado preguntas y ha buscado dotarlas de respuesta. Resulta impensable que, durante prácticamente mil años, los hombres y mujeres se abstuvieran de hacerlo. Y es que, de hecho, la filosofía medieval fue una síntesis extraordinaria de razón y fe; una época en la que, de la mano de la Escolástica, eruditos de la talla de San Anselmo de Canterbury o Santo Tomás de Aquino intentaron justificar, mediante la razón, los preceptos de la fe.
No sólo eso. Porque la filosofía de los últimos siglos del Medievo, de la mano del recién recuperado Aristóteles (en parte, gracias a los comentaristas árabes), puso las bases de lo que serían las primeras escuelas empíricas, que eclosionarían en círculos como el de la Universidad de Oxford y que darían paso, algunos siglos después, a la Revolución Científica de la Edad Moderna. Casi nada.
Filosofía medieval: el pensamiento de toda una era
A pesar de que la Edad Media es un periodo demasiado largo para sintetizarlo (aunque algunos autores se entesten en hacerlo), sí que es cierto que, en materia de pensamiento, existen dos elementos que resultan cruciales. Por un lado, y como no podía ser de otra manera, la doctrina cristiana, que impregnó toda la cultura medieval y sentó las bases de Europa. Por otro, la filosofía grecorromana, que no sólo no se olvidó durante los siglos medievales, sino que se fusionó con el cristianismo y dio origen a corrientes filosóficas tan inherentes a la Edad Media como el neoplatonismo.
De san Pablo a San Agustín: la génesis de la filosofía medieval
Para rastrear los orígenes del pensamiento de la Europa medieval debemos adentrarnos en los primeros siglos del cristianismo. En concreto, en las predicaciones de san Pablo, el verdadero artífice de la religión cristiana.
Y es que el cristianismo tal y como lo conocemos no nace con la muerte de Cristo. En un principio, los seguidores del mesías eran judíos, y en el seno de la nueva religión no se admitía a los gentiles, es decir, a los no judíos. Está comúnmente aceptado que el momento de apertura universal y definitiva del cristianismo vino con el apóstol Pablo, y, con él, el ingreso del resto de ciudadanos del mundo romano a la doctrina. Para facilitar la comprensión de la nueva religión, los cristianos paulinos se acercaron a la filosofía clásica, en concreto, al platonismo. Así, Dios se asimilaba a la idea de Uno y las ideas de Belleza y Bien. Algunos autores, como Orígenes (184-253), intentaron sintetizar las ideas de Platón con el cristianismo, aunque otros pensadores, como Tertuliano (160-220), se negaron a aceptar filosofía pagana en el seno de la nueva religión.
Sea como fuere, el campo estaba ya abonado y, en los siglos sucesivos (y, en especial, tras Agustín de Hipona) el cristianismo se impregnaría definitivamente de filosofía clásica, fusión que ya sería una constante durante el Medievo. Precisamente San Agustín (354-430) representó una figura clave en este sentido, puesto que sentó las bases de la que sería la futura Escolástica medieval; en otras palabras, la voluntad de definir y justificar la fe a través de la razón.
De hecho, muchos autores sitúan el inicio de la filosofía medieval con el insigne obispo de Hipona, que desarrolló su obra entre los siglos IV y V, justo cuando se tambaleaban los cimientos del antiguo imperio romano, y disponen su fin con Guillermo de Ockham (1287-1347), el famoso artífice de “la navaja de Ockham”, la teoría que separaba definitiva y abruptamente la razón de la fe. En este sentido, y aunque ya conocemos el peligro de situar fronteras temporales de forma demasiado drástica, es justo decir que San Agustín, así como su (casi) contemporáneo Boecio, son verdaderamente figuras claves para entender el nacimiento y el desarrollo de la filosofía medieval.
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“Entiende para creer, cree para entender”
Si existe una máxima que pueda aplicarse al pensamiento medieval, es esta. Para el erudito medieval, fe y razón no discrepan, sino que colaboran entre sí para facilitar al ser humano la consecución del conocimiento absoluto, esa Verdad con mayúsculas que los neoplatónicos medievales asimilaban con Dios. En concreto, la máxima describe muy bien el pensamiento agustiniano, cuya obra La ciudad de Dios (de la que hablaremos más adelante) fue uno de los libros más copiados y estudiados durante los siglos medievales.
Para el obispo de Hipona, es imposible creer algo que no se entiende, por lo que, antes de creer, es imprescindible entender. Ello no quiere decir, sin embargo, que una vez recibido el don de la fe el ser humano deba dejar de buscar; más bien al contrario, su obligación es seguir hacia adelante, con el objetivo de entender lo creído. Muy cercano a San Agustín es San Anselmo de Canterbury (1033-1109), para el que fides quaerem intellectum (la fe busca entenderse). Así, de modo parecido a su predecesor, San Anselmo asegura que el creyente necesita valerse de la razón para justificar aquello en lo que cree. Resulta evidente que tanto San Agustín como San Anselmo, así como todos los demás escolásticos medievales, poseían una fe inquebrantable en la razón humana que, aún así, suscitó en su época ya algunas críticas, puesto que ¿tiene verdaderamente la razón capacidad de comprender a Dios?
La Escolástica medieval, es decir, el método de aprendizaje filosófico que se seguía en escuelas y universidades, se basaba en esta confianza en la razón. Y el proceso de entendimiento seguía, a todas luces, un proceso clásico, basado en la dialéctica. Boecio ya utilizó la dialéctica en sus obras; es decir, se valió de la discusión racional para acceder a una serie de juicios que resultaran lo suficientemente sólidos para considerarse verdaderos.
Todo ello aleja el tópico de que en la Edad Media la fe era ciega. Si algo caracteriza precisamente a este periodo es su férrea voluntad de justificar mediante el raciocinio la verdad revelada. Ello no quiere decir, por supuesto, que se dudara de esa revelación; se partía de la certeza de la palabra de Dios, para luego intentar explicarla a través del don más preciado que la divinidad había otorgado al ser humano: la razón. Y, para conseguirlo, los eruditos medievales no dudaban en echar mano de la praxis grecorromana, en una fusión nunca vista de razón y fe que es la base del pensamiento de la Edad Media.
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El platonismo medieval
San Agustín tardó nada menos que catorce años en escribir su obra cumbre, La ciudad de Dios, que consta de varios libros en los que se muestra con detalle la dicotomía entre la ciudad terrenal y la ciudad celeste. Se trata de una obra que defiende ardientemente el cristianismo, así como la ciudad de Dios (identificada por el sabio con Jerusalén), donde, a diferencia de la ciudad temporal, reina la Justicia y la Paz. A esa ciudad, que existe en paralelo con la de la tierra (la conformada por los hombres y mujeres e identificada con Babilonia) sólo se podrá acceder definitivamente con el fin de los tiempos, cuando el reino de Dios se cierna sobre la humanidad.
La ciudad de Dios agustiniana es de claro reflejo platónico. Observemos que el filósofo opone la ciudad ideal (es decir, la ciudad divina) a la terrenal (la creada por los hombres), por lo que la civitas cristiana, la que es gobernada por y para Dios, es el ideal al que debe tender la civitas del mundo. Obviamente, se trata de una clara comparación entre el mundo pagano, en el que todavía se movía Agustín, y el cristianismo; solo a partir de éste puede hallar el ser humano la verdadera felicidad.
Pero lo que más nos interesa para este apartado es observar cuán presente estaba la filosofía de Platón en estos primeros pensadores de la Edad Media. El mundo es un reflejo de las ideas puras de “arriba”, y en los cielos existe la versión ideal de lo de abajo. Así, durante la Edad Media se produce una platonización del cristianismo; por un lado, porque la Europa medieval bebe del mundo clásico y, por otro, porque las teorías de Platón relativas a un mundo ideal se asimilaban con facilidad a los preceptos del cristianismo.
Si queremos ir más allá, podemos analizar la relación existente entre el neoplatonismo cristiano y La ciudad de Dios agustiniana con la querella que salpicó toda la Edad Media: la que se estableció entre el poder temporal (identificado con el emperador) y el espiritual (relacionado con el Papa y la Iglesia). ¿Cuál de estos dos poderes debía ostentar mayor protagonismo en la tierra? Si la ciudad de Dios no se cerniría sobre los hombres hasta el fin de los tiempos, entonces el poder espiritual no tenía potestad alguna sobre el mundo mientras este fin no llegara. En otras palabras, los intentos del Papa de inmiscuirse en el gobierno terrenal eran ilegítimos, pues se estaba equivocando de ciudad. La querella fue una constante en los siglos medievales y esparció las semillas de lo que más tarde sería la Reforma protestante, entre otras cosas. Pero esto es otra historia.
La Navaja de Ockham y el fin de la Escolástica
El mundo medieval empieza a cambiar de rumbo en el siglo XII, donde se produce un gran renacimiento de las ciudades, del comercio y del saber. Es la época de las universidades y de las escuelas urbanas, impregnadas del platonismo cristiano tan característico de la época. Es el tiempo también de la llamada “querella de los universales”, una discusión que versaba sobre la existencia de los universales, es decir, de si los nombres que indicaban una condición (“hombre”, “gallina”, “mesa”) existían de verdad (a la manera de las ideas platónicas) o si, en cambio, solo existían los entes individuales. Pedro Abelardo (1079-1142), uno de los más grandes eruditos del momento (junto a su compañera Eloísa, una de las mujeres más insignes de la filosofía medieval) estableció una “solución” a la dicotomía a través de una combinación entre ambas corrientes.
En todos los centros del saber la Escolástica es la reina absoluta, el vehículo a través del cual se desarrollan los estudios. Recordemos que la Escolástica había empezado con San Agustín y san Anselmo, y que se basaba en el intento de conciliar razón y fe. Tenemos un ejemplo muy claro en el Proseligion de este último, donde San Anselmo intenta demostrar la existencia de Dios a través de deducciones. Entre las ideas que expone, encontramos el famoso argumento ontológico que, más tarde, discutirán autores como Emmanuel Kant.
Podemos resumirlo más o menos de la siguiente manera: Si toda la humanidad conoce la palabra Dios y su significado, no tiene sentido que haya quienes nieguen su existencia, puesto que un ser perfecto (y Dios, por definición, lo es) no puede existir sólo en la mente de quienes lo imaginan.
Algunos siglos más tarde, Santo Tomás de Aquino (1225-1274) vuelve a coger el tema en sus cinco tesis, a través de las que intenta demostrar la existencia de Dios mediante la causalidad. En este sentido, vemos la influencia que Aristóteles ejerce sobre el filósofo. Estamos ya en el siglo XIII, y la obra del griego ha empezado a penetrar Europa de la mano de filósofos árabes como Averroes (1126-1198). Se trata de una auténtica revolución, puesto que, a diferencia del platonismo, la filosofía aristotélica hace hincapié en la experiencia y en la observación de la realidad. En consecuencia, la filosofía medieval empieza a alejarse de la razón para abrazar la experiencia como vehículo de transmisión de saber. No se trata de una revolución pequeña, si nos atenemos a sus consecuencias. Porque hijos de esta nueva forma de ver el mundo (mucho más empírica) son los eruditos del círculo de Oxford, con Roger Bacon (1220-1292) y Duns Escoto (1266-1308) a la cabeza. En París, viendo el “peligro” que supone para la Escolástica, se prohíbe en 1210 leer a Aristóteles.
Pero la censura no servirá de nada. Hacia 1250, las teorías del griego están asimiladas, y la Facultad de Artes de París, aristotélica casi en su totalidad, se convierte en la Facultad de Filosofía, sentando las bases de la emancipación de la disciplina y su separación de la Teología, hasta entonces los estudios considerados superiores. Finalmente, Guillermo de Ockham (1287-1347) da el sablazo definitivo: su célebre “navaja” parte en dos la vieja Escolástica. Se terminaba el sueño medieval de conciliar fe y razón; a partir de entonces, ambas caminarán por separado.
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