La literatura medieval es la gran desconocida. No es nada usual que alguien tenga entre sus lecturas cotidianas a autores medievales. Quizá es porque la literatura de la Edad Media nos resulta incomprensible por el efecto del tiempo; efectivamente, sus modelos literarios distan bastante de los que estamos acostumbrados, y también, por supuesto, la mentalidad que refleja su literatura.
En este artículo realizaremos un breve recorrido por los distintos géneros literarios que llenaron los siglos medievales: desde las crónicas históricas hasta los poemas de los trovadores, pasando por las vidas de santos y las novelas de caballería. Todo ello teniendo en cuenta que lo que llamamos Edad Media es un periodo demasiado extenso como para comprimir toda su literatura en unas pocas páginas. Pero vamos a intentarlo.
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Características de la literatura medieval
Como siempre que hablamos de Edad Media, es complicado establecer unas características que resuman la literatura de este periodo. Insistimos: la Edad Media son nada menos que 10 siglos y, obviamente, en un lapso tan dilatado de tiempo encontramos diversos contextos políticos, económicos y sociales que contribuyeron a dar forma a una expresión cultural concreta.
A grandes rasgos, podríamos dividir la literatura medieval en dos grandes corrientes: la literatura religiosa y la literatura profana. Como el propio nombre indica, la primera obtiene la inspiración del cristianismo: vidas de santos, poemas de exaltación a la Virgen o a Dios, autos sacramentales, etc. En cuanto a la segunda, está ejemplificada en los juglares, los trovadores, los poemas de amor cortés y las novelas de caballerías. No debemos olvidar, sin embargo, que nada es blanco o negro y que encontramos muchas obras que mezclan ambas corrientes, como la famosa Cena de Cipriano, donde el autor transmite una moraleja cristiana mediante recursos profanos como el humor, la sátira y los elementos grotescos propios de la literatura goliarda.
Es importante destacar que muchas de las obras literarias medievales son anónimas, especialmente las que se engloban en la corriente profana. En la Edad Media, el concepto de “artista” o “autor” no existe; así como los pintores no firmaban sus obras (al menos, en los primeros siglos de la Edad Media), tampoco lo hacían los autores de los cantares de gesta o de la poesía amorosa.
Quizá ahora nos parezca extraño que un autor no reivindique la autoría de su creación, pero debemos situarnos en la mentalidad de la época. El artista y el autor eran servidores del público; lo importante no era el acto creativo, sino el beneficio que esta creación otorgaba a quien lo veía, lo leía o lo escuchaba.
Vamos a ver con más detalle los orígenes de cada uno de estos géneros literarios y cuáles son, siempre que se conozcan, los autores representativos de cada uno de ellos.
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La literatura en los primeros siglos medievales
Es absolutamente falsa la creencia (por otro lado, tan tristemente extendida) que en los primeros siglos de la Edad Media la literatura experimentó un declive. Nada más lejos de la verdad. Los primeros siglos medievales son extraordinariamente ricos en producción literaria; autores como san Agustín (354-430), Isidoro de Sevilla (556-636) o Beda el Venerable (673-735), impregnaron la época con importantísimas obras literarias.
Sin embargo, no debemos aplicar nuestro concepto actual de “literatura” a las obras de estos autores, ya que no se trata de ficción literaria, sino más bien de tratados de historia, política, religión y filosofía.
De san Agustín de Hipona debemos señalar, sin lugar a duda, su célebre La ciudad de Dios, cuya redacción le llevó nada menos que quince años y en la que establece los paralelismos entre la ciudad celestial y la terrena. Es una obra compleja que trata temas como la muerte, la naturaleza divina, el tiempo o la providencia.
Por otra parte, tanto Isidoro de Sevilla como Beda el Venerable se caracterizaron por dar impulso a la literatura de historia, de “no ficción”, como la llamaríamos hoy en día. En efecto, la Historia de los godos del primero y la Historia eclesiástica del pueblo inglés del segundo son claros ejemplos de la voluntad que existía entre los intelectuales de la Alta Edad Media de dejar constancia de los hechos que estaban viviendo.
La crónica histórica
Efectivamente, en esos años, la crónica y el relato histórico están a la orden del día. Ya hemos citado a Isidoro de Sevilla y Beda el Venerable, pero también tenemos otros cronistas como Gregorio de Tours (538-594), autor de la Historia de los francos, y Paulo Orosio (385-418), cuya obra cumbre Historias contra los paganos combina, como es habitual en la época, pasajes realmente históricos con elementos extraídos de la Biblia.
Otra de las crónicas históricas medievales que merecen reseñarse es la Crónica albeldense, escrita por Vigila, Sarracino y García, monjes del monasterio de San Martín de Albelda (La Rioja). Esta obra es una descripción de hechos históricos que van desde el origen bíblico del mundo hasta el reinado de Alfonso III y que finaliza en el año 883. A nosotros nos puede resultar extraño que un cronista extraiga datos de la Biblia, pero debemos tener en cuenta que, para la mentalidad de la época, las fuentes bíblicas eran parte de la historia de la humanidad y no se concebía una historia del mundo sin partir de la Creación.
Como es obvio, el género se convierte en instrumento de propaganda en manos de reyes y emperadores. Así, Eginaldo de Fulda, biógrafo de Carlomagno, impregna su Vita Karoli Magni (“Vida de Carlomagno”) de alabanzas a su emperador. Eginaldo fue un monje del monasterio de Fulda que se trasladó a Aquisgrán, la capital del Imperio Carolingio, para ejercer como profesor.
Allí tuvo la suerte de ser instruido por Alcuino de York, el gran intelectual de la época. El monje trabó una estrecha amistad con Alcuino y los demás sabios que formaban la “nueva Atenas”, como Carlomagno llamaba a su corte de Aquisgrán. Carlomagno era un monarca que, a pesar de ser (según cuenta la leyenda) analfabeto, puso mucho interés en resucitar en su capital la grandeza de Roma y Atenas. En este contexto cultural (que Jean-Jacques Ampère ya denominó en 1832 Renacimiento Carolingio) florecen de manera extraordinaria las artes y la literatura.
Así, tenemos que, en los primeros siglos medievales, abundan las crónicas históricas, las biografías de personajes célebres y, por supuesto, las obras de filosofía y religión. Porque no olvidemos tampoco que en la Edad Media la filosofía nunca se dejó de lado. Los intelectuales medievales apreciaban en gran medida el legado clásico (de hecho, el platonismo adquirió una fuerza inaudita con la Escuela de Chartres), y se aprecia en todos ellos una gran voluntad de acceder a la comprensión de Dios a través de la razón humana (que, al fin y al cabo, es creación divina).
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Las hagiografías o las vidas de santos
Otro de los géneros por excelencia de estos primeros siglos medievales son las hagiografías, es decir, relatos que recogen la vida de los santos. Su principal objetivo era, por supuesto, moralizante; pretendían instruir al lector sobre los beneficios de seguir una vida recta y piadosa, basada en la vida de los santos y santas cristianos. Una de las hagiografías más conocidas (en realidad, una recopilación de ellas) es la Leyenda Dorada (s. XIII), de Santiago de la Vorágine, que tuvo una grandísima repercusión en la cultura occidental y sentó muchas de las directrices de representación de las escenas sagradas hasta la llegada de la Contrarreforma.
El texto original de La Leyenda Dorada recoge las vidas de unos 180 santos y santas del martirologio cristiano. Las fuentes del autor son varias, y van desde san Agustín de Hipona a Gregorio de Tours, pasando por los evangelios, tanto canónicos como apócrifos.
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El renacimiento de la literatura profana
Durante los primeros siglos del Medioevo, la cultura está monopolizada por la Iglesia. Todos los autores que hemos ido mencionando en el apartado anterior, sin excepción, pertenecen al estamento religioso. San Agustín era sacerdote y, más tarde, fue nombrado obispo; Isidoro de Sevilla fue arzobispo de esta ciudad; Beda el Venerable fue monje del benedictino monasterio de San Pedro de Wearmouth, y así con un largo etcétera. Los centros culturales por excelencia eran las catedrales y los monasterios. En estos últimos, los monjes se entregaban a la tarea de copiar y miniar códices de diversas temáticas (no solo religiosas).
Se suele dar por sentado que, en los primeros siglos medievales, la literatura profana apenas existía. Y la verdad es que, si nos atuviéramos a los testimonios existentes, tendríamos que concluir que esta es la realidad. Sin embargo, sería bastante absurdo pensar que el pueblo permaneció mudo durante nada menos que cuatro siglos. Considerar la literatura profana como inexistente en la Alta Edad Media es no conocer la realidad del periodo, puesto que ¿cómo iban a quedar testimonios por escrito de un estamento social que no sabía escribir?
La oralidad era, pues, una de las características básicas de la expresión popular. Otra de sus características es el uso de las lenguas romances, es decir, las derivadas del latín. Así, mientras los intelectuales seguían utilizando el latín como vehículo de transmisión literaria, el pueblo componía sus relatos en sus lenguas vernáculas. Nacen de esta manera los romances.
Los romances y las canciones de gesta
Llamamos romances a las canciones narrativas, compuestas en las lenguas romances (de ahí su denominación), que relatan historias conocidas entre el público y que, por eso mismo, se repiten de generación en generación. Esta repetición oral comporta, obviamente, ciertas modificaciones en las composiciones originales.
En el caso hispano, este tipo de canciones populares de origen medieval empezó a generar interés en el siglo XV, puesto que el humanismo renacentista los consideraba una expresión única de la espontaneidad popular antes de la “corrupción de la civilización”. Se comenzó entonces su recopilación y posterior publicación. Así, composiciones que habían llegado hasta nuestros días de forma oral, encontraban finalmente una fijación por escrito.
Como ya hemos apuntado, el romance narra de forma poética un hecho histórico y una leyenda, generalmente relacionada con la gesta de un personaje famoso, una batalla o el nacimiento o el matrimonio de un rey. Esta historia puede ser conocida por el público o bien constituir una novedad; en este caso, el romance sirve como noticiero. Siguiendo a Wolf y Hofmann, los romances se pueden clasificar en dos grandes grupos: los romances históricos y los de invención. Dentro de los segundos encontramos los romances caballerescos y los romances novelescos, con un alto grado de ficción. Uno de los ejemplos más conocidos, al menos a nivel hispánico, es el Cantar de Mio Cid, compuesto por un autor o autores desconocidos alrededor del año 1200 y que relata, de forma bastante libre, la vida y las hazañas de Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido como El Cid Campeador.
Hay que tener en cuenta que la gente no deseaba noticias verídicas; lo que querían era fantasía y épica. Así, a pesar de la evidente función noticiera de los romances, en casi todos ellos encontramos dosis importantes de invención, producto del juglar que los recitaba en las aldeas y ciudades.
Aunque los romances son producto del pueblo, el lenguaje utilizado está a medio camino entre el lenguaje vulgar y el culto. De esta forma, encontramos en los romances recursos estilísticos de gran belleza que elevan su capacidad de impresión, sin perder por ello ni un ápice de su lenguaje sencillo y fácilmente comprensible. Por otro lado, uno de los recursos presentes en el romance es la repetición, que permite una rápida memorización por parte de los juglares y facilita su transmisión.
Las novelas de caballería
A mediados de la Edad Media adquirieron gran popularidad las llamadas novelas de caballería, relatos en prosa que narraban las hazañas de un caballero. A diferencia de los romances populares, este tipo de obra literaria, aunque profana, está escrita por personajes de estamentos altos, que suelen ser invariablemente cultos.
Así, por ejemplo, uno de los mayores exponentes del género, Chrétien de Troyes, fue un hombre muy versado en cultura clásica. Poco se conoce de su vida; antes de profesar en una orden monástica, realizó trabajos literarios para grandes señores como María de Francia o Felipe de Alsacia. Precisamente, a este último está dedicada una de sus novelas más conocidas, Perceval o el Cuento del Grial, protagonizada por el caballero artúrico del mismo nombre.
A menudo se ha llamado a Chrétien de Troyes “el padre de la novela occidental” (con permiso de Cervantes) y, aunque pueda ser una afirmación exagerada, no le falta parte de razón. Como señala Martín de Riquer en el prólogo de la edición de Austral de Perceval, las novelas de este autor no son solo una narración escueta de las peripecias del caballero, sino que también encontramos una excelente caracterización de los personajes, así como unas bellísimas descripciones que, por otro lado, dan testimonio de la riqueza poética que caracteriza el siglo XII.
En general, las novelas de caballería, además de presentar las aventuras de un caballero, suponían una enseñanza moral para el lector. A través de las aventuras del caballero en cuestión, se refuerzan valores como la templanza, la fortaleza o la caridad. Por otro lado, las novelas de caballería no pretendían ninguna fidelidad histórica; a veces, ni siquiera geográfica. Los héroes medievales se mueven por reinos fantásticos e imaginarios y se relacionan con personajes que poco o nada tienen que ver con la realidad. Por último, es necesario destacar que este tipo de relatos se enmarcan en unos siglos dominados por el amor cortés, en que el caballero sirve a una dama, generalmente casada, a la que idolatra de forma extrema y, a menudo, en cierto modo masoquista. Este ideal de sufrimiento por amor, tan característico de la época, lo veremos con más detenimiento en el siguiente y último apartado.
El amor cortés, los juglares y los trovadores
El siglo XII es el siglo del amor y de la galantería. Es en esta época donde coge fuerza el llamado amor cortés, una expresión genuina del amor y de las ganas de vivir. Como lo ilustra perfectamente Paul Zumthor en su introducción a una de las ediciones de las cartas de Abelardo y Eloísa: “El esquema cortés escapa por completo de la tradición escolástica”.
El término “amor cortés” es bastante reciente, pues se empezó a aplicar en el siglo XIX en referencia a toda esta literatura protagonizada por damas, trovadores y juglares. En la Edad Media se utilizaba el término en lengua de oc “Fin’amor”; o sea, “amor refinado”, “amor puro”, que se distinguía, de esta forma, del “amor malo”.
¿Por qué era considerado “amor puro” el amor cortés? Porque era una relación estrictamente platónica que se establecía entre la dama y el enamorado, que componía para ella. Generalmente, y para poner una nota trágica a la historia, la dama solía estar casada, lo que la hacía todavía más inaccesible. Es por eso por lo que en la poesía trovadoresca medieval abundan los llantos de los poetas que se lamentan de la imposibilidad de acceder a la mujer a la que cantan. Entre estas poesías tristes destacan las “albas”, donde el poeta expresa su profundo dolor cuando, al amanecer, debe despedirse de su amada, ya que esta debe volver con su marido. Generalmente, estas relaciones carnales nocturnas eran invención del trovador (aunque no descartamos que, en alguna ocasión, se llevaran a cabo).
El sumun del amor cortés llega de la mano de autores como Dante y Petrarca que, ya en el siglo XIV, realizan sus composiciones enmarcadas en el denominado Dolce stil nuovo (dulce estilo nuevo). En la Divina Comedia y en la Vita Nuova de Dante, así como en el Cancionero de Petrarca, encontramos continuas alusiones a la dama como vehículo de trascendencia y unión espiritual.