Las momias, o cadáveres deshidratados y preparados artificialmente para preservarlos de la descomposición, se hicieron populares durante el siglo XIX gracias a la fiebre por el Antiguo Egipto y su cultura. Más tarde, con la llegada del cine y espoleada la idea por la leyenda de la maldición de Tutankamón, se convirtieron en personajes inquietantes que persiguen sin piedad a los que han perturbado su descanso.
Sin embargo, si nos atenemos a las creencias de los antiguos egipcios, las momias no “descansaban”, al menos no el sentido cristiano de la palabra. Al contrario, la religión egipcia sostenía la existencia de una vida más allá de la muerte, que era una copia exacta de la que el difunto había abandonado en la tierra. El muerto seguiría con su “vida” una vez traspasado el umbral, por lo que todo debía preservarse con minuciosidad: objetos, muebles, amuletos y, sobre todo, el cuerpo de la persona fallecida.
¿Qué significado real tienen, pues, las momias? ¿Por qué los egipcios momificaban a sus muertos? ¿Qué tipos de rituales seguían? En el artículo de hoy indagamos en el proceso de momificación en el Antiguo Egipto e intentamos descubrir sus causas y su proceso.
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¿Cuándo empezaron los egipcios a momificar a los muertos?
Al contrario de lo que mucha gente cree, los antiguos egipcios no siempre aplicaron este proceso en sus difuntos. De hecho, la momificación es relativamente “reciente”: encontramos los primeros casos a principios de la IV Dinastía, es decir, hacia el 2.600 a.C.
Según sostienen algunos estudiosos, el primer “momificador” fueron las arenas del desierto, calientes y secas, que, durante el periodo predinástico, preservaron de la putrefacción a los cadáveres que allí se enterraron. Más tarde, algunos de estos cuerpos emergieron a la superficie, posiblemente a causa de la actividad de animales o de ladrones.
Este fenómeno permitió comprobar que los cadáveres se habían conservado “milagrosamente”, y puede que este descubrimiento avivara la creencia de una vida más allá de la muerte. Cuando los lugares de enterramiento se fueron haciendo más sofisticados y espaciosos, el aire permitió la actividad bacteriana, lo que provocó la putrefacción de los cadáveres. Para evitarlo, los egipcios desarrollaron un proceso artificial que imitara el efecto del desierto. Había nacido la momificación artificial de los cuerpos.
El cuerpo: un elemento imprescindible para el más allá
Los antiguos egipcios no fueron los únicos que preservaron a sus muertos de la descomposición. Encontramos innumerables ejemplos en muchas partes del globo, desde las momias del pueblo Chinchorro, en el actual Chile, hasta la impresionante momia de ‘Lady Dai’, una mujer que vivió en la China de hace 2.000 años.
Esto demuestra que en todas las culturas ha existido el deseo de sobrevivir a la muerte y, de hecho, la mayoría de religiones hablan sobre el particular. Sin embargo, la momificación va más allá, puesto que no se trata, como en el caso cristiano, de una creencia en la supervivencia del alma, sino también del cuerpo. La preservación del cadáver, por tanto, está estrechamente ligada con el deseo de vencer a la naturaleza “destructora” y presentarse, cara a cara y de forma completa, ante los dioses.
Por otro lado, en la momificación se esconde asimismo la idea de la identidad personal como algo intransferible. De esta forma, mientras en otras culturas el alma es un concepto un tanto abstracto, en el caso egipcio se vincula esencialmente con el cuerpo y, por tanto, con el nombre y la existencia concreta del finado. Aún más: a diferencia de otras religiones, el difunto egipcio no puede sobrevivir sin su presencia física. La supervivencia del alma, por tanto, está ligada a la supervivencia del cuerpo.
El Ka y el Ba encuentran el camino
Los egipcios diferenciaban varios elementos en la constitución humana. Los dos más importantes eran sin duda el Ka, el doble astral de la persona (que podríamos identificar como el alma) y el Ba, a menudo representado como un ave que volaba en los lindes de la vida terrenal y la del más allá. Ambos elementos eran indispensables para la vida después de la muerte, pero para ello resultaba indispensable un tercer componente, el Khat, que no era otra cosa que el cuerpo físico de la persona.
Los egipcios creían que, cuando sobrevenía la muerte, el Ka y el Ba del difunto se encontraban desorientados. Sin no disponían de algo conocido que les permitiera ubicarse, estos dos elementos vagarían errantes para toda la eternidad. Era necesario, pues, que el Khat estuviera cerca, con el fin de que Ka y Ba se reconocieran en el difunto y, por tanto, pudieran unirse y encontrar el camino correcto hacia el más allá.
Este asunto era, en verdad, un tema serio para los egipcios. La obsesión de ayudar al alma a no desorientarse en su tarea les llevó a cubrir las paredes de las tumbas con escenas que le resultaran familiares, así como a llenar el sepulcro de objetos personales del difunto. El fin era que tanto el Ka como el Ba se sintieran cómodos y fueran capaces de reconocerse mutuamente, así como de relacionarse con la identidad del fallecido. Y, por si todo esto no resultaba suficiente, los egipcios disponían de una cantidad ingente de fórmulas mágicas (recogidas en el famoso Libro de los Muertos) que ayudaban al alma a encontrar el camino.
Osiris, el muerto y resucitado
Los expertos están de acuerdo en que en el desarrollo de la momificación en el antiguo Egipto tuvo mucho que ver uno de los mitos más populares, el de la muerte y la resurrección del dios Osiris. Esta deidad era venerada como el Señor de los Muertos; su reino era el de ultratumba y presidía los pesajes de corazón que realizaba Anubis, con el objetivo de determinar si las buenas acciones del fallecido permitían a este ingresar en el más allá.
Según la mitología egipcia, Osiris era el hermano/esposo de Isis. La tradición les consideraba los primeros gobernantes del país del Nilo, cuyo gobierno trajo una prosperidad sin precedentes. Sin embargo, Seth, el malvado hermano de ambos, estaba celoso de su gloria y su poder. Lleno de cólera, asesinó a Osiris, lo descuartizó y escondió los pedazos del cuerpo en todos los rincones del mundo.
Isis, la desconsolada viuda, recorrió todo el orbe recogiendo amorosamente los restos del cuerpo de su marido. Consiguió recuperarlos todos excepto el pene, que había sido devorado por un gran pez. Como Isis era la Señora de la Magia, pudo unir todos los pedazos y resucitar a Osiris con sus conjuros. A pesar de que el dios carecía de miembro, la esposa consiguió engendrar con él un hijo, Horus, que estaba destinado a enfrentarse a su tío y recuperar el reino de sus padres.
El mito de la divinidad que muere y resucita es algo frecuente en las culturas. Lo encontramos también en Grecia, con Perséfone y Adonis, en Escandinavia, con Odín, y por supuesto en el mundo cristiano con la figura de Cristo. En el caso de Egipto, la supervivencia de Osiris en el más allá y el renacimiento de su cuerpo (a partir de los pedazos recopilados por Isis) espoleó la creencia de la extensión de la vida más allá de la muerte y de la importancia de la preservación del cuerpo para garantizar al alma una existencia inmortal.
¿Cómo era el proceso de momificación?
Hasta aquí, hemos intentado explicar por qué los antiguos egipcios momificaban a sus muertos. Sin embargo ¿cómo lo hacían? El historiador griego Heródoto, que viajó por el país del Nilo y quedó fascinado por su cultura, nos facilita una descripción muy detallada al respecto. Según su testimonio, existían tres procesos de momificación, que se realizaban según el estatus y, sobre todo, según la cantidad de dinero que la familia del difunto estuviera dispuesta a pagar. Sería el equivalente a las tarifas que, actualmente, podemos encontrar en cualquier funeraria (las cosas no han cambiado tanto, como podemos ver).
En primer lugar, tendríamos el método más caro, usado sólo por la realeza, clero y personajes pudientes. En este caso, el cerebro se extraía a través de las fosas nasales mediante un gancho de hierro y, acto seguido, se desechaba, pues para los egipcios este órgano carecía de importancia. Después, se producía un corte en el lado izquierdo del abdomen que servía para extraer el resto de vísceras, que se depositaban cuidadosamente en los cuatro vasos canopos.
Una vez vacío, el cuerpo se lavaba con vino de palma y se llenaba de especias, como la mirra. Posteriormente, se cosía y se sumergía en natrón durante setenta días, tras los cuales se volvía a lavar y se vendaba con lino. Cuando el proceso terminaba, se devolvía el cadáver a la familia para que procediera al funeral.
La segunda técnica tenía un coste medio. La principal diferencia con la primera era que no se extraían los intestinos del finado, y el óleo aromático era inyectado a través del ano. El cuerpo se sometía igualmente a la acción del natrón y al drenaje con aceite, que disolvía las vísceras y la carne.
Por último, existía un tercer método, el más humilde y barato, que era el que utilizaban las familias con pocos recursos. Esta técnica se reducía a limpiar los intestinos del muerto y sumergirlo en natrón durante los setenta días de rigor. Obviamente, la conservación del cadáver era mucho más precaria que en los dos primeros casos.
Es necesario remarcar que el corazón era la única víscera que permanecía en el cuerpo tras la momificación, pues se creía que en él residía el Ab, es decir, la identidad del fallecido. En el corazón se acumulaban las buenas y las malas acciones, y era este órgano el que Anubis depositaba en la balanza de Maat, la justicia, para comprobar si el muerto era merecedor de la vida eterna. Si el corazón pesaba más que la liviana pluma de Maat (que se ponía en el platillo contrario), Ammyt, el monstruo, devoraba el alma del difunto, y su periplo había terminado para siempre.