¿Puede la publicidad ser arte? Para responder a esta pregunta, primero deberíamos preguntarnos a qué llamamos exactamente arte. Porque solo delimitando este concepto podemos estudiar si, efectivamente, la publicidad puede también serlo.
Se trata, como vemos, de un asunto mucho más complejo de lo que a primera vista puede parecer. Si, cuando pensamos en publicidad, lo primero que nos viene a la mente son los típicos anuncios televisivos, probablemente nuestra respuesta sea un no rotundo. Sin embargo, los caminos de arte y publicidad se unen constantemente; y no solo ahora, sino en todas las épocas de la historia. A continuación, realizamos un cuestionamiento de la relación que sostienen arte y publicidad.
¿Puede la publicidad ser arte? Un cuestionamiento complejo
De acuerdo. Hemos dicho en la introducción que, para desentrañar la respuesta a tan espinosa pregunta, debemos primero definir qué es el arte. No obstante, se trata de un concepto que siempre escapa a una definición precisa. ¿Es algo con lo que emocionamos a los demás? ¿Es (solo) belleza? ¿Se trata de la forma en que el ser humano transmite lo bello? ¿Puede estar relacionado el arte con aspectos más oscuros y, digamos, no tan hermosos, de la realidad humana?
Aunque nos cueste admitirlo, la respuesta dependerá de la época en que nos encontremos y, por supuesto, de la cultura en la que estemos sumergidos. Nuestro concepto de arte como belleza es hijo de las academias del siglo XVIII y XIX, que consideraron al arte como una transmisión de una serie de preceptos artísticos que, además, resultaban sorprendentemente fijos y encorsetados. En este sentido, las (magníficas, por otro lado) obras de Jacques-Louis David (1748-1825), el insigne pintor neoclásico, son, probablemente, de lo poco que puede considerarse “arte”.
¿Qué hay, entonces, del otro arte, aquel que escapa a la definición de las academias? ¿Qué sucede con el arte medieval, alejado por supuesto del academicismo, y qué ocurre con el arte de los pueblos primitivos? De nuevo, si no sabemos (o no podemos) delimitar la definición de qué es el arte, nos resultará francamente complicado dirimir si, efectivamente, la publicidad puede serlo también.
El arte tiene mucho que decirnos
Volvamos de nuevo al arte academicista de los siglos XVIII y XIX. Es evidente que, como cualquier imagen, estas obras tenían un mensaje que transmitir al espectador, pero este estaba siempre supeditado a la forma. En el famoso cuadro El rapto de las sabinas, del ya citado David, no importa tanto la leyenda que el artista plasma en el lienzo (conocida por todos, de hecho) como la composición en sí y el espléndido estudio anatómico de los cuerpos desnudos. La forma está por encima de su mensaje.
Pero, sin movernos de ese mismo siglo, encontramos representaciones de Napoleón que, más allá de ofrecer una impecable belleza académica, son una pura imagen de poder. El emperador se transmuta en una especie de dios olímpico para transmitir al pueblo que su voluntad solo está por detrás de la de Dios. Esta misma idea de poder es la que encontramos en el Augusto de Prima Porta, espléndida obra romana que nos muestra al emperador Octavio ataviado con sus atributos de poder, para dejar claro, de esta manera, su derecho incuestionable y divino.
¿Qué queremos decir con ello? Que, a través de la historia, el arte no solo ha servido para transmitir belleza, sino que siempre ha sido un precioso aliado de los poderosos, a través del cual el poder de turno ha extendido una imagen legitimadora de su posición. En pocas palabras: el arte es también persuasivo.
Cuando el arte y la publicidad se dieron la mano
Y ¿qué hay más persuasivo que la publicidad? Las diversas efigies de Napoleón, el Augusto de Prima Porta, así como el Retrato de Carlos V a caballo de Tiziano (entre muchos, muchísimos más ejemplos) poseen una evidente carga propagandística, aunque esta pase mucho más desapercibida que el típico arte de propaganda del siglo XX. El arte siempre ha servido para manipular, nos guste o no.
Entonces, tenemos que el arte puede ser persuasivo, por lo que, evidentemente, puede usarse para fines propagandísticos y publicitarios. No hay más que echarle un ojo a la historia de la publicidad para darse cuenta de ello. En la época dorada del cartel publicitario, esto es, finales del siglo XIX y principios del XX, los diseñadores fueron los más famosos artistas del momento. El catalán Ramon Casas, el francés Toulouse-Lautrec y el checo Alphonse Mucha son tres de los nombres más conocidos en este ámbito, que elevaron el cartel publicitario a la categoría de auténtico arte.
De hecho, es sabido que los transeúntes arrancaban los carteles de la calle para coleccionarlos en sus casas, como si de cuadros o estampas se tratara. Por supuesto, nadie colecciona un cartel publicitario si este no le despierta cierto anhelo estético, es decir, si no se siente complacido con lo que ve. Así, podemos decir que fue en los años finales del siglo XIX cuando publicidad y arte se dan finalmente la mano y crean un lenguaje único que se ha venido denominando cartelismo. Y ¿quién podría decir que los maravillosos carteles de Lautrec, Casas, Mucha y tantos otros no son arte…?
Entre la publicidad y la propaganda
De la misma forma que sucede con la definición de arte y publicidad, encontramos que la línea que separa publicidad y propaganda es igualmente compleja. Ambas pretenden persuadir y convencer, esto es indiscutible. Sin embargo, mientras que la publicidad se centra más bien en la venta de un producto, la propaganda está mucho más relacionada con la venta de ideas, especialmente políticas.
Durante la Gran Guerra (1914-1918) proliferaron los carteles propagandísticos, que animaban a alistarse y alimentaban la idea de que los “otros” eran los verdaderos monstruos a los que había que aniquilar. En este sentido, el arte se puso al servicio de una idea macabra que alentaba el odio, la guerra y la manipulación. Pero, de nuevo ¿podemos llamar arte a eso?
Desde un punto de vista estético, sí. Muchos de estos carteles estaban diseñados por verdaderos artistas, y en muchos encontramos un dibujo de extraordinaria calidad que enlaza directamente con las corrientes vanguardistas de la época. Por tanto, en este sentido, sí, el cartel propagandístico es arte, porque el arte no tiene por qué ser hermoso. De otro modo, no podríamos llamar tampoco arte a las escabrosas (pero magníficas) pinturas negras de Goya.
Esta idea enlaza con otra, la del arte como vehículo de denuncia. Herederos directos de las pinturas negras de Goya (un auténtico visionario que se adelantó cien años a su época) encontramos a los expresionistas alemanes, que consiguieron, con una pintura estéticamente repulsiva (es decir, que apelaba a lo más oscuro del ser humano y no seguía, por supuesto, ningún estándar académico) remover a la sociedad de entreguerras y poner ante sus narices la deriva a la que se precipitaba el mundo. El arte también puede denunciar, por supuesto.
Conclusiones
¿Puede la publicidad ser arte? Nuestra conclusión es que sí. No sólo porque detrás de las campañas de marketing se encuentran a menudo auténticos artistas con grandes ideas inspiradoras (muchas de ellas tomadas de grandes obras artísticas), sino también porque el arte ha sido siempre, desde tiempos inmemoriales, un vehículo para persuadir.
Sería un error entender el arte (solo) como una mera expresión de la belleza. Porque, desde esta óptica, tendríamos que desechar a pintores como Goya, Schiele, Kirchner, o incluso como El Bosco y como Brueghel. El arte no sólo transmite belleza, sino que también propone fealdad, oscuridad, asco y repulsa. El arte tiene la capacidad de conmover, pero también de sacudir las conciencias y, cómo no, también posee el don de convencer. Esto lo sabían a la perfección los dirigentes del pasado, como Augusto, Carlos V o Napoleón, y lo saben también los publicistas de hoy en día. El arte apela a las emociones, y las emociones, como ya se sabe, son una vía directa a la acción.