Pasa muchas veces que, cuando estamos de mal humor, nos vemos en situaciones en las que, no se sabe cómo, terminamos discutiendo con alguien. El enfado es un imán para esta clase de situaciones; a la mínima que notamos que las intenciones o puntos de vista de los demás rozan con los nuestros, se produce un intercambio de argumentaciones que normalmente no lleva a ninguna parte.
Este hecho ya de por sí parece molesto, pero hay algo peor acerca de esta tendencia a meterse en líos: cuando estamos de mal humor somos significativamente peores razonando y tomando decisiones. Y no, esto no ocurre con todas las emociones.
El enfado hace que tomemos una política más agresiva a la hora de expresar nuestro punto de vista en vez de mantener una actitud discreta, pero a la vez distorsiona nuestra manera de pensar, así que lo que decimos y el modo en el que actuamos no refleja quiénes somos realmente; nuestra identidad se ve totalmente distorsionada por una ráfaga de emoción. Veamos en qué consiste este curioso efecto psicológico.
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Emociones mezcladas con racionalidad
Hace décadas que la investigación en psicología ha demostrado que, cuando aprendemos acerca del entorno, de los demás o de nosotros mismos, no lo hacemos simplemente acumulando datos objetivos que llegan a nosotros a través de los sentidos.
Lo que ocurre, más bien, es que nuestro cerebro va creando explicaciones acerca de la realidad utilizando para ello la información que llega del exterior. Actúa, más o menos, como el espectador de una película, que en vez de memorizar las escenas que va viendo construye un significado, imagina el argumento de esta y a partir de eso prevé lo que puede pasar en las escenas futuras.
En definitiva, mantenemos un rol activo construyendo en nuestra imaginación una explicación de los hechos que va más allá de lo que vemos, tocamos, escuchamos, etc.
Esta idea, que ya fue investigada en la primera mitad del siglo XX por los psicólogos de la Gestalt, significa que en nuestro análisis de las situaciones influye todo aquello que está ocurriendo en nuestro cerebro; en vez de depender solamente de los datos sensoriales.
Es decir, que nuestras emociones se mezclan con esos procesos mentales que solemos considerar racionales: la creación de argumentos con los que rebatir el punto de vista de un compañero, la toma de decisiones a la hora de elegir un nuevo coche… y también la interpretación de lo que hacen los demás, por ejemplo.
Las emociones y los estados de ánimo influyen totalmente en los procesos cognitivos que teóricamente solo se fundamentan en la lógica y la razón. Y la ira y el enfado, en concreto, tienen mucha capacidad de interferir en estos fenómenos, tal y como veremos.
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Cuando el enfado nos controla
Diferentes investigaciones han mostrado que unas pocas gotas de enfado son suficientes para distorsionar nuestra capacidad para utilizar la razón, incluso si comparamos esto con lo que ocurre al estar bajo la influencia de otras emociones.
Por ejemplo, estar de mal humor hace que seamos mucho más propensos a percibir un comportamiento extraño y ambiguo como una provocación hacia nosotros, o incluso puede hacer que una explicación neutral de unos sucesos sea vista por nosotros como un ataque a nuestra ideología u opinión.
Del mismo modo, al estar de mal humor será más fácil que recordemos experiencias pasadas en las que también estábamos enfadados, y al mismo tiempo será más fácil que atribuyamos mal humor a los demás. Por decirlo de alguna manera, cuando estamos enfadados tendemos a interpretar la realidad de manera congruente con ese estado emocional, con las gafas del mal humor.
Aunque no nos demos cuenta, el enfado condiciona totalmente nuestra vida social, e incrementa significativamente la posibilidad de que reaccionemos de forma poco racional, incluso traicionando nuestros valores éticos y nuestras convicciones. Veamos unos ejemplos.
El mal humor toma el mando
Un investigador estadounidense da la bienvenida a una serie de voluntarios que se han prestado a participar en su proyecto y, a continuación, les pide que recuerden una experiencia que hizo que se sintieran muy enfadados y que expliquen detalladamente cómo ocurrió. A otro grupo de participantes, el investigador les pide algo parecido, pero en vez de recordar y explicar una experiencia que produjo enfado, deberán hacerlo con una que sea muy triste. A los miembros de un tercer grupo se les pide que recuerden y expliquen una experiencia cualquiera, a su elección.
Luego, el investigador pide a los voluntarios que imaginen estar en un jurado que decidirá la culpabilidad de algunas personas en casos de mal comportamiento. Para ello, se les provee con información detallada acerca de estas personas ficticias y de lo que hicieron, y a partir de esos datos deben dar un veredicto. Sin embargo, en la mitad de los casos la persona de la que hay que juzgar la culpabilidad tiene un nombre hispano, mientras que en el resto de casos el nombre no guarda ninguna relación con una minoría.
Pues bien, los resultados muestran que las personas que habían recordado las vivencias que produjeron enfado, pero no los otros dos grupos, eran significativamente más propensas a ver culpabilidad en la persona con nombre hispano. El hecho de haber reavivado parte del enfado que un día experimentaron las había vuelto xenófobas durante unos minutos.
La explicación
El experimento que hemos visto y sus resultados formaron parte de una investigación real cuyas conclusiones fueron publicadas en la revista European Journal of Social Psychology.
El equipo de investigadores explicaron este fenómeno señalando que el enfado es una emoción que tiene un extraordinario poder a la hora de hacer que la racionalidad pase a estar dominada por lo irracional, las creencias infundadas e intuitivas y, en general, los sesgos, que incluyen estereotipos acerca de la raza y los orígenes culturales de cada persona.
Así, mientras que emociones como la tristeza tienen un componente más cognitivo y dependiente del pensamiento abstracto, el enfado es más primario, depende menos de los procesos mentales ligados a las abstracciones y depende más de la amígdala, una de las estructuras cerebrales del sistema límbico, la parte de nuestro sistema nervioso que genera las emociones. De algún modo, el poder de influencia de esta emoción es más potente, y puede inmiscuirse en toda clase de procesos mentales, ya que actúa “desde la raíz” de nuestro cerebro.
Es también por eso que, cuando el mismo equipo de investigadores que realizó el anterior experimento hizo uno similar pidiendo que los participantes opinasen acerca de un artículo que defendía una medida política concreta, vieron que las personas que habían sido conducidas hacia un estado de ánimo ligeramente triste decidían su opinión acerca del artículo a partir del contenido de este, mientras que las personas enfadadas se dejaban influir más bien por la autoridad y el currículum de los supuestos autores del texto.
Así pues, cuando notes que el mal humor se apodera de ti, ten en cuenta que ni siquiera tu racionalidad se salvará de la influencia de esta emoción. Si quieres mantener una actitud constructiva de cara a tus relaciones sociales, es mejor que evites discutir por detalles sin importancia con los demás.
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