"Quienes prefieren los cuentos de hadas hacen oídos sordos cuando se les habla de la tendencia nativa del hombre a la maldad, a la agresión, a la destrucción y también, por ende a la crueldad. Y esto no es todo…" (Lacan, 2007 [1964], pág. 230)
La pregunta que introduce este texto pone en juego tiempo, algo común a “nosotros” y una cuestión alrededor de la violencia. En los últimos años, parecería que el mundo ha sufrido un recrudecimiento de las manifestaciones de la violencia: guerras, manifestaciones violentas de masas, entre otras cosas que han inyectado de muerte y peligro la cotidianidad, de aquellos al menos que no estábamos en contacto frecuente con estos fenómenos.
La sociedad occidental -al menos-, ¿está sufriendo una violencia inédita que surge de alguna fuente extranjera (Fremde)? ¿Cómo entender los fenómenos de violencia que vemos multiplicarse en frecuencia y clase? ¿estamos siendo testigos de una corriente que no se detendrá y ante la cual debemos pre-pararnos?
¿Un mundo violento por naturaleza?
Antes de responder las preguntas que anteceden, consideraremos una expectativa que puede estar presente en algunos de nosotros antes de ensayar una respuesta. Es la siguiente: que es deber de cada uno erradicar la violencia de sí mismo y de su entorno, para así llegar a una convivencia basada en el respeto, la paz y la armonía, donde el diálogo sea la vía privilegiada para resolver las diferencias que, sin dudas, pueden aparecer.
Si esto no es posible, en una sociedad guiada por la razón, habrá mecanismos para reintegrar a quienes han cometido alguna acción grave contra el prójimo, luego de pagar una pena o ser “rehabilitados socialmente”. Un mundo racional, pacífico, justo y misericordioso. No obstante, la realidad se empeña en frustrar esta expectativa. La violencia no deja de manifestarse en cada esfera de la sociedad, y, de modo ominoso, en cada uno. Lo queramos o no.
Entonces, cabe más bien darle lugar a estos fenómenos para entender de qué se tratan y hacer algo con ellos. Por lo tanto, un objetivo de este texto es pasar por la explicación que el psicoanálisis nos ofrece de la violencia, para desde allí pensar su presentación actual, marcada en esta ocasión por ese “tan”, índice de un exceso. Para ello no nos detendremos en el campo que se impone desde los imperativos pacificantes de nuestra cultura e iremos más allá para alcanzar cierta verdad sobre este problema.
Partamos de Tótem y Tabú (1986 [1913-1914] ), texto en el que Freud nos ofrece el mito menos cretinizante, como decía Lacan, para dar cuenta del origen de la ley y de la cultura. Mediante el recurso al mito, Freud “viene a dar forma simbólica a ese Real que nos escapa, y que de este modo muestra la estructura” (Koren, 2013, pág. 53). Esta verdad de estructura pone en el origen de la ley, un crimen primordial.
Luego de haber sido asesinado y consumido, el Padre muerto se torna infinitamente más poderoso a través de la prohibición de gozar del lugar que dejó vacante e instaura en el interior del aparato anímico de los hijos, devenidos miembros de una comunidad, el sentimiento de culpa por haberle dado muerte. De este modo, se instaura la ley y la cultura sobre la prohibición de una tendencia que no quedó sepultada en ese momento originario, sino que se presenta para cada vez para cada hablante según las coordenadas del complejo de Edipo: deseo incestuoso hacia la madre, deseo de muerte hacia el padre.
Este orden de cosas, implica una paradoja: la ley se sostiene de la transgresión. El mito de la horda primitiva traduce la relación topológica, moebiana, entre cultura y violencia. No la una sin la otra. La violencia tiene un valor estructural para el sujeto del psicoanálisis.
En El malestar en la cultura (1986 [1927-31] ), Freud hunde el dedo en la llaga abierta al narcicismo del hombre, que pretende un acoplamiento armonioso del individuo a la cultura. Se pregunta: si las relaciones entre los hombres están en su ámbito de dominio, ¿por qué ésta significa, en ocasiones, la mayor fuente de infelicidad? Entonces, Freud nos invita a considerar que la cultura sólo puede llevar a cabo su función de mantener conjuntos cada vez más grandes de individuos gracias a la prohibición de satisfacer la agresividad en el prójimo.
Por lo tanto, hay una renuncia pulsional, un costo en carne que el cachorrito humano debe pagar para acceder al conjunto de los hombres. Por esta razón, la cultura recibe hostilidad de parte del sujeto y no escatima esfuerzos para aplacar, desviar y reprimir estas tendencias hostiles. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, la “regla de oro” es un ejemplo que permite apreciar el trabajo que la cultura realiza para mantener la aglutinación de los hombres. Un mandamiento tan absurdo como imposible de cumplir. Freud no escatima tinta para listar argumentos que deslegitiman este mandamiento. En cierto sentido, el otro, el prójimo, no es digno de mi amor, al contrario, hace méritos para ganarse mi odio. Me puede hacer daño, no puedo gozar como quisiera a causa de él, posee lo que carezco, quiere lo que tengo, etc.
Por lo tanto, el malestar en la cultura es inevitable, impone prohibiciones y limita la capacidad de gozar de los sujetos. A cambio, brinda seguridad, su amor y los bienes que produce. Aceptar las renuncias a cambio de ocupar un lugar en la cultura, ¿da por terminado el conflicto entre el sujeto y la cultura? Aquí aparece otra paradoja: cuando el sujeto renuncia a la satisfacción de la pulsión no se aplacan los reclamos de su representante en el aparato anímico, el superyó. Al contrario, la renuncia provoca un recrudecimiento del sentimiento de culpa. Toda ocasión en que el sujeto cede ante las exigencias de la conciencia moral para no desatar su agresión en el mundo, la agresión se torna contra sí mismo.
Por lo tanto, todo progreso cultural, se basa en transformar, contener, trabajar la pulsión de muerte como agresión contra el otro, con el coste para el sujeto de incrementar la violencia obscena que ejerce el superyó sobre el yo. He ahí una de las claves que permiten explicar la progresiva sensibilización, la asfixiante moralización que domina en la sociedad occidental actualmente. Cada vez más persecutoria, impone una conducta esterilizada de agresión y de dominación, ella misma vehiculizada por una fuerza violenta y opresora: “hagas lo que hagas serás castigado y tendrás que pagar por lo que gozaste o por lo que dejaste de gozar” (Braunstein, 2013, pág. 76).
La manifestación de la violencia en la sociedad
No olvidemos que, como dice Braunstein, “la pulsión de muerte es la pulsión: a secas. La cultura es una organización de lo simbólico para detener la muerte. Que, claro está, no la detiene; la retiene, la contiene” (2005, pág. 227). La cultura, por lo tanto, es una espiritualización y un ahondamiento de la crueldad, mas no de la crueldad y violencia en bruto, sino que toma la agresividad como “combustible” para sus progresos e implica una vuelta sobre sí mismo de la tendencia agresiva.
Tomando estas ideas, se puede plantera que para explicar la función de la violencia no se trata de oponer una civilización pacífica a otra brutal, sino de reconocer que “la cultura es lucha, violencia, presión y dominación. Y frente a ella, en ella, hay un enemigo invencible, la Muerte, que engendrará una nueva cultura sobre las cenizas de la anterior.
El hombre de la cultura sufre por su condición, padece el malestar y, por eso, es un peligro para esa cultura, una amenaza de muerte enclavada en su interior. Es unheimlich. Y la cultura efecto de lo Unheimliche, sólo puede mantenerlo en el Heim de su norma a través de una violencia tremenda.” (Braunstein, 2005, pág. 228). En este sentido, la pulsión de muerte, la pulsión de destrucción, puede ser leída en el registro de su función significante e histórica, “voluntad de comenzar de cero. Voluntad de Otra-cosa, en la medida en que todo puede ser puesto en causa a partir de la función significante (Lacan, 2007 [1964], pág. 272).
Habiendo definido desde un punto de vista el lugar estructural de la violencia para el hablante, pasemos a considerar el modo en que aquella se manifiesta en la actualidad. Para ello, debemos dar cuenta del hombre en el mundo actual, tan distinto ya del que vivieron Freud y Lacan. Braunstein (2013) sitúa la horda primitiva ya no como mito, sino como una siniestra profecía.
Es lo que designa en la relación entre el Urvater y el Big brother, siendo esta última una referencia a la distopía descrita con escalofriante precisión por Orwell, Huxley, entre otros. La obra de estos autores puede ponerse en relación con la teoría de los discursos de Lacan, y específicamente con la estructura de el discurso de los mercados. Este se caracteriza porque el agente no es el S1, como en el clásico discurso del amo, ni el $, como en el discurso capitalista, sino que es el objeto @ el término que ocupa el lugar del agente:
“Ese objeto no es la ley ni es quien impone la ley; es inerte y, al mismo tiempo, es la condición de posibilidad del funcionamiento del dispositivo de la producción (Gestell) que se determina “autónomamente” en función de un cálculo utilitario que realiza la “red” de los objetos autoprogramados y ajenos a toda “voluntad”. El saber (de la ciencia) está objetivado en la construcción del objeto como servomecanismo cibernético.
Ante la constante obsolescencia de los “ordenadores” tecnológicos, el padre (un sujeto, todo sujeto, según el escalafón de la sucesión generacional) es un anacronismo viviente, alguien que va detrás de las novedades del día de hoy y, más aún, está ya muerto ante las previsibles novedades del día de mañana. La rivalidad imaginaria personalizada y teorizada como “complejo de Edipo” tiende a convertirse en una antigualla en el día de hoy, cuando los padres, los gobernantes y los maestros desdibujan su autoridad y tienen que aggiornarse para alcanzar a los hijos, a los gobernados y a los estudiantes (Braunstein, 2013, pág. 80)
En la actualidad, las consignas que organizan lo social vienen dadas por máquinas interconectadas a escala global, reduciendo así la incidencia de las figuras antropomórficas tradicionales que representaban su papel en el proceso de subjetivación. Todo apunta a que la construcción de un “hombriguero” está avanzando. Esta última expresión pertenece a Braunstein, y sirve para denominar una organización social dominada por un lenguaje binario, cibernético, sin ambigüedades, aniquilador de la función significante de la palabra y, por lo tanto, del sujeto de lo inconsciente.
¿Habremos logrado el “insensato anhelo” (Braunstein, 2013, pág. 83) de un saber completo, sin fallas, ni sueños, sin deseo ni fantasma? ¿Habremos alcanzado a Dios por medio de la Torre de Babel? El padre, quien durante milenios sirvió de referencia para que los sujetos no se pierdan en el desierto del goce, el mismo que exigía disciplina y obediencia a la ley, -con su relación moebiana a la transgresión-, ha perdido sus prerrogativas en las sociedades gobernadas por la web y el lenguaje binario. ¿Qué efectos en las subjetividades efecto de este modo de producción? ¿la violencia actual es un resultado de las radicales transformaciones económicas, políticas y tecnológicas?
Para hablar de las manifestaciones actuales en la clínica, Koren (2013) se refiere a la presencia de un amplio abanico de perturbaciones anímicas: comportamientos asociales, dificultades en la inserción a la sociedad y al trabajo, perturbaciones en la vida sexual y amorosa, una ambigüedad importante en las identificaciones sexuales, relaciones dependientes y adictivas a toda suerte de objetos, o en otras palabras, “desherencia simbólica, rechazo de la autoridad social, indiferencia sexual, inconsistencia del cuerpo, pregnancia de modos de relación narcisista.
Agreguemos a esto una relación completamente inédita con el lenguaje, la comunicación y el saber y una relación con el tiempo orientada en el sentido de una aceleración continua indexada sobre aquella de los aparatos numéricos (con la contrapartida de una intolerancia acrecentada a los tiempos de latencia o de espera” (Koren, 2013, pág. 59).
Desde el punto de vista de Koren, esta variedad fenomenológica es un ropaje que viene a cubrir una suerte que fue sellada en otra escena. Serían modificaciones formales sobre la base de una estabilidad estructural. Dicho de otro modo, no es la función simbólica del padre la que está en decadencia, sino la figura histórica del padre. Existe una transformación de la función más no una declinación.
La dilución del complejo de Edipo parece avanzar aceleradamente y la cultura requiere de otros mitos que den cuenta del proceso de subjetivación. Por esta razón, no cabría esperar una catástrofe subjetiva por la transformación de la función paterna por sí misma y, el deber del analista, es ajustar su escucha en función de los discursos que los sujetos envueltos en las tramas actuales le dirigen.
Conclusiones
¿Qué posición tomar, desde el psicoanálisis ante esta complejidad? Podría decirse, ni armonía ni barbarie. Lacan planteaba que el límite de la ética del psicoanálisis es su práctica, y Freud planteaba que el porvenir de su nueva ciencia debía estar a salvo de los médicos y de los sacerdotes (Plá I., 2005). De este modo, se puede leer una diferencia fundamental entre la práctica y los efectos del análisis con toda otra práctica que se organiza según una moral o de un saber pre-formado sobre el sujeto.
En congruencia con estas ideas, sabemos que Lacan sostenía que la cura analítica va bien mientras no se pretenda curar, mientras se sostenga un deseo-de-no-curar. Y es que la ética del psicoanálisis lleva a la antesala de una acción moral, no se propone como un dispositivo que produce la felicidad del sujeto. Toma su demanda de felicidad y la transporta más allá, al campo de la trágica oposición entre el Bien soberano y el deseo, hacia lo Real.
Por esta vía, se puede decir que el psicoanálisis está allí para sostener la vía del deseo, al sujeto y su fundamento de vacío, no para adaptarlo ni pacificarlo. En la dimensión de la agresión y la violencia, el psicoanálisis permite entender y trabajar su fundamento lenguajero, es decir, de rodeo de lo Real, superando el estancamiento imaginario en la violencia bruta. Y esta es una dimensión poética.
Además de eso, ¿por qué no mencionar la función epistemológica del psicoanálisis para dar cuenta de los fenómenos sociales que nos atraviesan? Hacer énfasis en este punto me parece relevante ante el desconcierto que puede provocar la búsqueda de una explicación de la relación entre lo subjetivo y social, exclusivamente apoyada en números y representaciones simbólicas, sin dar lugar a la palabra del sujeto. Cabe recordar que toda empresa de captura del ser del sujeto puede representarse como la persecución del conejo que siempre se escapa por medio de las piernas. También hay que mencionar que el saber aplicado al sujeto y a lo social, no está esterilizado de una concepción del mundo, de una moral, y de una idea pre-concebida de lo que se espera de alguien. En esa medida, cumple un encargo social afín al modo de producción de cierta sociedad, el cual puede opacar el lugar del sujeto. El psicoanálisis no descuida estas relaciones.