Cuando hablamos de adicciones, seguimos en cierto modo lastrados por una visión moral, que señala a la persona adicta como un ser egoísta, mentiroso y propenso a cometer delitos. Creemos que, en cierto modo, se lo ha buscado y no merece un trato compasivo.
Frente a este planteamiento lleno de prejuicios, hace ya bastantes años que la adicción se ha incorporado al listado de enfermedades mentales que deben ser tratadas en un entorno sanitario. Se entiende que el cerebro del adicto ha sustituido sus mecanismos “naturales”, por sustancias o conductas externas, que lo hacen totalmente dependiente. Y debemos “curarlo”, para que el individuo pueda reintegrarse en la sociedad. Esta segunda opción es mucho más acorde con lo que conocemos sobre el cerebro adicto.
Sin embargo, la transición entre estas dos concepciones no se ha completado, y en cierta forma se entrelazan en ocasiones, tal y como ocurre en los programas de 12 pasos, los que proporcionan comunidades religiosas o gurús oportunistas con hierbas milagrosas. Cada vez más cobra fuerza una concepción diferente, en la que la naturaleza de la adicción es relacionada con un problema de aprendizaje.
Generando dependencia a través de aprendizaje
El consenso al que ha llegado la comunidad científica es que la adicción está asociada a sistemas de aprendizaje distorsionados en los que se sobrevalora el placer, se minusvalora el riesgo y se falla en el aprendizaje tras repetir errores. La adicción altera a un cerebro inconsciente para anticipar niveles exagerados de placer o de reducción del dolor (cuando se consolida la dependencia).
Lo que vamos conociendo de la adicción ha ido cambiando con el tiempo. El modo en el que una persona consumidora de drogas se convierte en un adicto o pasa a padecer una patología mental no está claro.
De hecho, un informe de la Oficina de las Naciones Unidas para el Control de las Drogas y el Delito (ONUDD), recoge que solo el 10% de consumidores terminan teniendo problemas con estas sustancias. Cierto es que parece algo intuitivo, ya que si todas las personas que declaran consumir alcohol y drogas, terminasen siendo adictas, el número de pacientes que acuden a los centros de tratamiento se multiplicaría exponencialmente.
Estamos olvidando todo el proceso de aprendizaje, que hace que el individuo vaya sustituyendo, progresivamente, sus intereses y afectos por su adicción. En ese camino, afortunadamente, muchas personas descubren o aprenden otras muchas experiencias mucho más gratificantes que el consumo de sustancias. Nuestro interés, desde la psicología, se centra en quienes, a pesar de que existen otras recompensas más atractivas y a pesar de los perjuicios que les causa su adicción, persisten en su conducta, llegando a la dependencia.
La neurobiología de las adicciones
Estamos hablando de un trastorno basado en el funcionamiento del cerebro, que en las personas adictas funciona de manera anómala. Pero no es una enfermedad degenerativa irreversible; al menos, no en la mayoría de las ocasiones. Es un problema de aprendizaje que cambia la forma de funcionamiento del cerebro, alterando sus conexiones mediante nuevos mecanismos de recompensa, motivación y castigo. Al igual que otros trastornos de aprendizaje, también está influenciado por la genética y el ambiente durante todo nuestro proceso evolutivo.
Tal y como recoge Maia Szalavitz, en su libro Unbroken Brain, “la ciencia ha estudiado la conexión entre los procesos de aprendizaje y la adicción, logrando reconocer qué regiones cerebrales están relacionadas con la adicción y de qué manera. Estos estudios demuestran cómo la adicción altera la interacción entre las regiones medias del cerebro como el tegmento ventral y el núcleo accumbens, que están ligados con la motivación y el placer, así como partes de la corteza prefrontal, que ayudan a tomar decisiones y a establecer prioridades”.
Una de las funciones de estos sistemas, denominados dopaminérgicos, es influenciar las decisiones que tomamos, convirtiéndolas en recompensas, si son necesarias, aumentando el valor percibido de las mismas, provocando expectativas sobre ellas La dopamina, mensajero químico del placer en nuestro cerebro, responde a las recompensas primarias como la comida, el agua o las relaciones sexuales. Pero también lo hace a recompensas secundarias como el dinero. En este último caso, nuestras expectativas juegan un importante papel en la respuesta de nuestro cerebro a los estímulos. La adicción nos hace aprender que, si seguimos, por ejemplo, apostando, la probabilidad de ganar aumenta. Se produce un refuerzo negativo aleatorio donde, a pesar de no obtener casi nunca la recompensa anticipada, la conducta (apostar), se consolida. A pesar de perder muchísimo dinero.
El cerebro alterado por la droga
En personas no adictas, la señal de la dopamina se utiliza para actualizar el valor asignado a diferentes acciones, lo que provoca una elección y un aprendizaje. Se aprende cuando ocurre algo inesperado. Nada nos enfoca más que la sorpresa. Aprendemos por ensayo y error.
Con la adicción, este proceso de aprendizaje se altera. Se sobrevaloran las señales que rodean a la experiencia adictiva, provocando que los sistemas dopaminérgicos les asignen un valor excesivo a los contextos que la rodean. Se continúa liberando dopamina, mediante la señal artificial que, por ejemplo, producen las sustancias psicoactivas.
Esto provoca un deseo desproporcionado hacia la droga, unas ansias de consumo que van mucho más allá del placer o alivio del dolor que pueda producir realmente. En resumen, gracias a la distorsión en el sistema de valoración de las personas adictas, su dependencia parece incrementar el deseo sin aumentar el disfrute del objeto de la adicción.
Como individuos y como especie, son estos sistemas cerebrales los que nos señalan lo que nos importa y lo que no, estando asociados a la alimentación, la reproducción y nuestra supervivencia. La adicción distorsiona estos objetivos vitales, sustituyéndolos por el objeto de la misma, drogas, juego, sexo o, incluso, dinero. Es, en esencia, un comportamiento autodestructivo. Podríamos compararlo con el motor de un coche al que le vamos degradando, poco a poco, su combustible con, por ejemplo, agua. El automóvil andará cada vez con más dificultad, y nadie entenderá por qué seguimos poniéndole gasolina adulterada.
Entendiendo el contexto de la adicción
Si a un cerebro adicto, caracterizado por la focalización en una fuente de satisfacción sencilla, le añadimos la presión social para el consumo de drogas, por ejemplo, o el uso de medicamentos que nos ayuden a regular nuestras emociones o nuestras carencias afectivas, entenderemos como, poco a poco, la persona que padece una adicción, se encuentra atrapada en ella. Es su vida, en cierta forma, su zona de confort. Por muy terrible que nos parezca desde fuera.
Para entender todo tipo de conductas autodestructivas, necesitamos una concepción más amplia que la simple idea de de que las drogas son adictivas. La adicción es una forma de relacionarse con el entorno y quienes habitan en él. Es una respuesta a una experiencia que las personas obtienen de una actividad o un objeto. Les absorbe porque les da una serie de recompensas emocionales básicas y necesarias, aunque dañe su vida con el paso del tiempo.
Son seis los criterios por los que podemos definir una adicción.
1. Es poderosa y absorbe nuestros pensamientos y sentimientos
2. Proporciona sensaciones y emociones esenciales (tales como sentirse bien consigo mismo, o la ausencia de preocupación o dolor)
3. Produce estos sentimientos temporalmente, mientras dura la experiencia.
4. Va degradando otros compromisos, implicaciones o satisfacciones
5. Es predecible y fiable
6. Al obtener cada vez menos de la vida sin adicción, las personas se ven forzadas, en cierta forma, a volver a la experiencia adictiva como su única forma de satisfacción.
Es, como podemos ver, un proceso de aprendizaje en toda regla. Y entender la adicción desde esta perspectiva cambia mucho las cosas, además de modificar bastante el enfoque de la intervención sanitaria.
Revirtiendo el proceso de aprendizaje
En ningún caso estamos planteándonos que, por ejemplo, un drogodependiente no pueda llegar a convertirse en un enfermo con un trastorno dual. Ocurre, en algunas ocasiones. Digamos que se ha pirateado tanto el cerebro, que ya no es posible reinstalarle el sistema operativo original. Pero hasta llegar aquí, el adicto a drogas, recorre un gran camino donde el aprendizaje y la consolidación de nuevas rutas en su cerebro se puede modificar.
Por ello, aunque el salto de vicio a enfermedad supuso un importante avance en el abordaje de las adicciones, tratar a todas las personas que consumen drogas o son adictas a determinados comportamientos como pacientes, puede estar consiguiendo el efecto contrario. Para tratar un trastorno de aprendizaje, como por ejemplo una fobia, es esencial la participación activa de la persona. Además es imprescindible conocer detalladamente cómo se ha producido el trastorno para poder desactivarlo.
Lo mismo ocurre con el tratamiento psicológico del trastorno adictivo. Tenemos delante a una persona que debe ir sustituyendo un comportamiento nocivo por otro que no lo es. Y para ello es imprescindible que esté implicado en el mismo desde el principio.
El enfoque sanitario clásico, al clasificar a todos los adictos como enfermos, no necesita de la colaboración del mismo, al menos al principio. En el caso, por ejemplo, de la adicción a drogas, al paciente se le pide que no luche, que se deje hacer, para desintoxicarlo.
Luego pasaríamos a la rehabilitación psicosocial que, hasta no hace mucho tiempo, se consideraba una parte accesoria del tratamiento. En cierta forma, al cerebro del drogodependiente, le estamos diciendo que la solución sigue viniendo de fuera y que se la vamos a proporcionar con más psicofármacos. Afortunadamente, hemos ido evolucionando hacia un tratamiento que aborda la adicción como un trastorno de aprendizaje con componentes biopsicosociales que tienen, al menos, la misma importancia.
Conclusión
Tratar de comprender por qué una persona se sigue auto-destruyendo aunque ya haya pasado mucho tiempo desde que el placer que le proporcionaba su adicción desaparece, se explica mucho mejor como un proceso de aprendizaje neuroadaptativo, que basándose en el clásico modelo de enfermedad.
Es un proceso paralelo de desaprendizaje y reaprendizaje que necesita de la participación activa de la persona para asegurar su éxito. Si no es así, en cierto modo, estamos reproduciendo lo que el cerebro adicto piensa: que hay una solución externa y rápida para su incomodidad.
Las implicaciones de este nuevo enfoque de cara al tratamiento son profundas. Si la adicción es como un amor no correspondido, en ese caso la compañía y los cambios en las dinámicas relacionales son una aproximación más eficaz que el castigo. Los tratamientos que enfatizan el protagonismo de la persona adicta en su recuperación, tales como la terapia cognitiva, con un importante componente motivacional, o los más recientes, basados en Mindfulness, funcionan mucho mejor que las rehabilitaciones tradicionales en las que se les dice a los pacientes que no tienen ningún control sobre su adicción.
En definitiva, si hace tiempo que sabemos que solo unas pocas personas que juegan, consumen alcohol o drogas, se convierten en adictas, ¿no es hora que nos planteemos estudiar por qué esto ocurre y de que nos alejemos de los planteamientos maximalistas? Es más importante conocer qué protege a estas personas hasta el punto de terminar alejándolas de las soluciones fáciles que proporcionan las adicciones. Esto nos hará diseñar mejores programas de prevención y nos ayudará a entender hacia dónde debemos dirigir los procesos de tratamiento.