Casi todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos experimentado el proceso de somatización, aunque no hayamos sido conscientes del mismo.
Sin causa aparente, surgen molestias orgánicas o musculares que no parecen responder al proceso de causa-efecto, y condicionan nuestro ánimo, nuestra conducta y nuestra vitalidad general. En este artículo vamos a analizar este tipo de procesos, cuáles son sus mecanismos más habituales, y de qué manera podemos ser conscientes de estos, de cara a gestionarlos adecuadamente.
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¿Qué es somatizar?
Somatizar es, por definición, “transformar problemas psíquicos en síntomas orgánicos de manera involuntaria”, y esta transformación de lo mental a lo físico no siempre es bien entendida ni, en consecuencia, bien tratada.
Cuando acudimos al médico por alguna molestia, y las pruebas diagnósticas no muestran nada que justifique las mismas, podemos estar ante un proceso de somatización. Los síntomas referidos pueden ser leves, como un ligero dolor de cabeza o una pequeña molestia articular, o pueden ser más intensos, como un incapacitante lumbago o unos desagradables e inesperados vértigos.
Por supuesto, la visita al médico ha de ser la primera opción para descartar una causa subyacente, pero si la evaluación clínica no muestra nada relevante, podemos iniciar el análisis psicológico de lo que estamos padeciendo, bien de forma individual o con la ayuda de un profesional especializado.
Vamos a exponer aquí cuatro vías de somatización que, si bien no son las únicas, sí abarcan una buena parte de los trastornos por somatización que podemos experimentar, y es más que probable que nos reconozcamos en alguno de ellos.
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La tensión muscular
La tensión muscular de baja intensidad, pero mantenida durante mucho tiempo, genera contracturas que son una fuente habitual de dolores. La manera en que creamos estas tensiones puede ser evidente, por ejemplo, si hemos cogido pesos y no estamos habituados a hacerlo, o si hemos subido al monte sin una preparación física previa. En estos casos, la tensión está justificada por un antecedente. Pero ¿y si aparece el dolor muscular, y no hay nada previo que lo explique? Veámoslo con una situación típica:
Tener los hombros encogidos puede provocar con facilidad dolor en el cuello, debido a la tensión de los músculos que unen las cervicales con las escápulas. Las experiencias de miedo, inseguridad o baja autoestima, pueden inducir involuntariamente este gesto, que no requiere mucho esfuerzo, pero cuyo mantenimiento de forma prolongada acaba por contracturar los músculos, y bloquear el movimiento del cuello. Se puede percibir como rigidez en la nuca, dificultad para girar la cabeza o un dolor en la parte posterior del hombro que se extiende hasta la zona cervical.
En estos casos, puede ser útil analizar las posibles situaciones de miedo que se están viviendo, o si la personalidad de quien lo padece es proclive a pensamientos negativos sobre sí misma. De hecho, es fácil imaginarse a la típica persona con la postura ligeramente encorvada, los hombros encogidos y la cabeza hacia delante y hacia abajo, como si llevara algo en la espalda, y asociar esta pose a una personalidad depresiva y de bajo ánimo.
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Las emociones intensas
Los estados emocionales vividos con mucha intensidad provocan cambios fisiológicos que se pueden medir de manera objetiva, como pueden ser el ritmo cardiaco, la frecuencia y amplitud respiratoria, o la conductancia de la piel. Emociones como la ira y el miedo son las que provocan la mayor fluctuación de algunos niveles fisiológicos, pues preparan al organismo para conductas específicas como pueden ser la lucha, la huida o, simplemente, poder elevar la voz para expresar el descontento o la agitación.
Una vez termina el estado emocional, estos cambios regresan poco a poco a sus niveles habituales. Pero cuando algunas emociones se prolongan en el tiempo, o se experimentan con demasiada frecuencia o intensidad, los cambios fisiológicos pueden mantener unos parámetros alterados, provocando cambios internos. Se sabe, por ejemplo, que las personalidades proclives a estar mucho tiempo enfadadas, experimentan cambios cardiovasculares que aumentan el riesgo de padecer síntomas coronarios como arritmias o pequeños infartos. Y también se ha comprobado experimentalmente como la experiencia de miedo intenso puede provocar vómitos o problemas estomacales, debido al malestar interno que produce una vivencia de este tipo.
La gestión emocional pasa, primeramente, por ser consciente de lo que se siente, y expresarlo de forma sincera. Admitir que estás enfadado por lo que sucede a tu alrededor, o reconocer que algunas situaciones te provocan un miedo exagerado, puede ser el primer paso para modular estas emociones, e impedir que se disparen extremadamente.
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El estrés prolongado
Las exigencias diarias pueden ser percibidas como excesivas, hasta el punto de sentir que no somos capaces de hacerles frente. Así surge el estrés, cuyas consecuencias están relacionadas con cambios orgánicos internos, entre los que destacan el aumento de algunos niveles hormonales, como la adrenalina. Esta conexión del sistema nervioso con el endocrino afecta también al sistema inmune, variando los parámetros de linfocitos y células asesinas, lo que puede modular la manera en que afrontamos una infección.
Se sabe por numerosos estudios que los estudiantes en épocas de exámenes tienden a desarrollar más enfermedades que el resto del año. Resfriados, gripes o catarros son más habituales cuando se pasa tiempo pensando que no se va a poder afrontar una exigencia externa, como pueden ser las pruebas académicas, o uno se siente sobrepasado por las tareas a desempeñar en el trabajo o en casa. Si bien no son dolencias de mucha gravedad, la depresión del sistema inmune puede exponernos de forma más vulnerable a patógenos como virus o bacterias, o hacernos más sensibles a condiciones climáticas adversas como el frío o la humedad.
La gestión del estrés requiere un trabajo específico en el que son de gran ayuda las técnicas de relajación, o la práctica habitual de un ejercicio moderado en el que trabajen en sintonía cuerpo y mente, como puede ser el yoga o el taichí. En este sentido, lo ideal es que cada cual encuentre la dinámica con la que sintonice mejor, o aquella tarea en la que su mente pueda evadirse de las preocupaciones diarias, como la pintura o tocar algún instrumento musical, por ejemplo.
Los pensamientos negativos sobre uno mismo
Lo qué nos decimos a nosotros mismos en nuestro fuero interno condiciona nuestro estado anímico. Si nos repetimos a diario que no valemos nada, que nuestra vida no tiene sentido, o que no aportamos nada significativo al mundo, es fácil que entremos en un estado de apatía en el que no nos sintamos motivados a desplegar conductas saludables como el ejercicio físico, una alimentación equilibrada o una pauta de sueño óptima, con las nocivas consecuencias que ello puede tener en la salud.
Cuando esto sucede, y puede tardar mucho tiempo en producirse, el organismo se resiente y va entrando en una actitud enfermiza, que suele ser apreciable en la apariencia externa y en la manera de moverse, expresarse o, simplemente, estar en la sociedad. Estamos hablando de un proceso de somatización a largo plazo, que puede durar años e incluso décadas, y que implica cambios a nivel profundo en la forma de pensar y de ver el entorno.
En estos casos, y seguro que nos viene a la mente algún conocido, la persona en cuestión tiene que dar voluntariamente un primer paso para iniciar un proceso de transformación individual que revierta este proceso. Esto no siempre es fácil, pues implica cambiar patrones de pensamiento y conducta que suelen estar muy arraigados en la mente, por lo que es esencial que la persona en cuestión realice un gran esfuerzo individual, independientemente de la ayuda externa que pueda solicitar.
Somatizar es natural
Las dolencias por somatización son algo natural, y una manera que tiene el cuerpo de comunicarse con nosotros cuando siente que algo está alterado en la mente. Por tanto, somatizar no es sólo “lo que la mente le hace al cuerpo”, como expresa el título, sino también “lo que cuerpo refleja de la mente” y que una conciencia dormida impide percibir.
No siempre somos conscientes de estar padeciendo estrés, de estar tensos, o de experimentar una emoción exagerada. Y es ahí donde el cuerpo entra en escena y, de una manera, a menudo desagradable, nos dice: “hay algo aquí que va mal, ¿qué vas a hacer al respecto?”.