Actualmente, tenemos una idea muy concreta de lo que es el nacionalismo. Podríamos definirlo como el sentimiento de pertenencia a una comunidad, identificada como nación, en la que el individuo está inmerso y con la que comparte características esenciales para su identidad como la lengua, la tradición, la religión, la etnia y la cultura, entre muchas otras.
Pero ¿fue siempre así? ¿Cuáles son los orígenes del nacionalismo? A continuación, realizaremos un breve repaso por el nacionalismo y su historia, y contaremos cómo se ha desarrollado a lo largo de los siglos.
¿Desde cuándo existe el nacionalismo?
Aunque parezca mentira, el nacionalismo no es tan antiguo como en principio podemos pensar. De hecho, tiene una fecha clara de nacimiento: finales del siglo XVIII y principios del XIX; más concretamente, 1814, año en que se celebra el Congreso de Viena tras la derrota de Napoleón. Nos explicamos mejor a continuación.
El nacimiento del liberalismo
Hasta finales del siglo XVIII, en Europa había imperado lo que se ha denominado Antiguo Régimen, un modelo de gobierno basado en una estricta jerarquización de la sociedad y liderado por monarquías absolutistas en las que el monarca era la cabeza del estado y estaba legitimado por Dios. Este Antiguo Régimen, que tiene sus orígenes en el fortalecimiento de las monarquías europeas de la Edad Moderna (y no, como se suele creer, en la Edad Media) no otorgaba, como es lógico, ningún poder al pueblo.
No fue hasta la Guerra de la Independencia Americana (con la redacción de la primera constitución) y, sobre todo, con la llegada de la Revolución Francesa, que el panorama político y social empieza a cambiar. A partir de entonces (aunque no sin dificultad y resistencia) el poder descansará en el ciudadano, dando paso a la llamada soberanía popular. La ciudadanía adquiere, pues, un nuevo poder y significado, será consciente de su importancia en el devenir de la historia y creará nuevos modelos políticos, sociales e ideológicos.
Es entonces, y sólo entonces, cuando surge el concepto de nación. No antes. Como podemos ver, la idea es muy reciente; tiene apenas doscientos años de existencia. Hasta entonces, sí que podíamos encontrar comunidades que se identificaban con una región o una ciudad en concreto; pero era una idea vaga, mucho más ligada a las raíces familiares, al nacimiento o al matrimonio. El concepto de nación, como veremos en el siguiente apartado, tiene unas características muy concretas que empiezan con el nacimiento del liberalismo y de las monarquías constitucionales a finales del siglo XVIII.
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El Congreso de Viena y la nueva realidad europea
Hemos establecido como fecha clave para entender el nacimiento de los nacionalismos el año 1814, en que se inicia en Europa el Congreso de Viena. Es el año de la derrota de Napoleón que, durante los años inmediatamente anteriores, ha sembrado el pánico en el continente. Las invasiones napoleónicas tienen mucho que ver con el sentimiento nacionalista que empieza a embargar a los habitantes de los países invadidos: el pueblo español se levanta en armas contra el invasor francés y rechaza categóricamente a José Bonaparte, un rey “extranjero”.
Del mismo modo, durante este periodo las colonias españolas en América empiezan a ser conscientes de que poseen una identidad diferente a la metrópoli. Algo similar ocurre en Rusia, que ve fortalecida su identificación nacional a través de la guerra con los franceses.
Tenemos, por tanto, una Europa contraria a la expansión francesa que, en su resistencia titánica, crea uno de los primeros focos de nacionalismo (por cierto, romantizado e idealizado por la historiografía posterior). Por otro lado, el ya citado Congreso de Viena, que pretende restablecer las fronteras europeas anteriores a las invasiones napoleónicas, sacude todavía más los ánimos de los revueltos países que, tras la guerra y después de la expansión de los ideales de la Revolución Francesa, han empezado a adquirir identidades nacionales.
¿Qué papel tuvo el Congreso de Viena en el reforzamiento del nacionalismo? En el Antiguo Régimen, las fronteras se diseñaban a través de guerras y pactos entre las dinastías reinantes; es decir, no se sustentaban sobre ninguna realidad nacional. Durante el Congreso de Viena, las diferentes monarquías europeas intentaron restablecer estas fronteras heredadas por sus antepasados, que habían sido suprimidas temporalmente por el intento de Napoleón de constituir un imperio francés.
Sin embargo, la Revolución Francesa ha aportado las nuevas ideas de “ciudadano”, de “soberanía popular” y de “nación”. El pueblo ya no constituye el conjunto de súbditos de un monarca; ahora son ciudadanos con pleno derecho y con participación en el devenir del estado. Del mismo modo, las invasiones napoleónicas han despertado una clara conciencia nacional. Los pueblos advierten que el único modelo de estado posible es el que se basa en las fronteras “orgánicas”, es decir, en la propia naturaleza de los pueblos. A partir de entonces, el criterio fronterizo ya no descansará (al menos, en teoría) sobre la voluntad caprichosa de los gobernantes, sino sobre unas bases culturales, étnicas e identitarias. Unas bases que, por cierto, no siempre corresponden a la realidad, como veremos.
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El concepto de nación
El concepto de nación es tan reciente y tiene unas características tan concretas que, de hecho, sabemos qué autores lo “inventaron” o, al menos, lo pusieron sobre el papel. Se trata de los filósofos alemanes Johann Gottfried Herder y Johann Gottlieb Fichte, quienes, a principios del siglo XIX, marcaron claramente cuáles eran estas características.
Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) escribió en 1808 sus famosos Discursos a la nación alemana, en los que sentaba las raíces de la nación germana. Estas raíces se basaban en dos pilares fundamentales: por un lado, la lengua y, por otro, la existencia de un pasado glorioso.
En el caso de la nación germana, la lengua era, por supuesto, el alemán, que en aquella época se hablaba en varios estados europeos (Alemania no estaba todavía unificada). Es decir, según el criterio de Fichte, cualquier comunidad que hablara alemán formaba parte de una misma nación, sin importar que estas comunidades no estuvieran unidas por un marco jurídico estatal. Se sienta, de esta forma, la base de que la nación es absolutamente independiente del estado, y que las fronteras estatales no siempre corresponden con las fronteras nacionales.
Por otro lado, las antiguas gestas de los pueblos germanos, aquellos que invadieron el Imperio Romano, se convierten en una especie de arcadia perdida, un pasado glorioso en el que el pueblo alemán ve reflejado un modelo a seguir. Es entonces cuando se pone en marcha, espoleado por el recién nacido Romanticismo, una búsqueda febril de los orígenes de la “patria alemana”. Los hermanos Grimm fueron personajes destacados en este sentido, ya que, a través de su recopilatorio de cuentos alemanes, por un lado, y su Gramática alemana, por otro, contribuyeron a sentar las bases de un supuesto origen y un folklore común.
Así pues, tenemos dos pilares fundamentales sobre los que se construye el concepto de nación a partir del siglo XIX. Uno, la lengua; dos, el pasado común, habitualmente idealizado o, incluso, directamente inventado.
Romanticismo y nacionalismo
No se puede entender el nacionalismo sin el movimiento romántico, puesto que fue en el marco del Romanticismo que el primero se desarrolló y alcanzó sus más altas cotas de exaltación e idealización.
Ya hemos comprobado lo mucho que tuvo que ver el Romanticismo alemán con el nacimiento del nacionalismo germano. Filósofos como Fichte y Herder, pero también escritores como Goethe y compositores como Wagner (este último a través de sus óperas basadas en la mitología germana), construyeron las bases de lo que más tarde sería la nación alemana. Como consecuencia de todo ello, surge la idea de que Alemania, en tanto que nación, debe estar unida bajo un mismo marco político. Esto es importante, puesto que, para el nacionalismo, una nación tiene el derecho de autogobernarse y constituir un estado.
Así, a mediados del siglo XIX se produce la unificación alemana, que situó bajo un mismo estado a los países de habla germana, con la significativa excepción de Austria, predominantemente católica frente al protestantismo alemán. Más o menos por la misma época, el Risorgimento italiano sienta las bases para la unificación de la Península Italiana y el nacimiento del reino de Italia.
Y mientras algunas naciones que se encontraban diseminadas se unían, otras que se encontraban anexionadas a estados con los que no se identificaban luchaban por su independencia. Es el caso de Grecia, que en 1830 se independiza del Imperio Otomano, y de Bélgica, que, al año siguiente, consigue establecerse como estado independiente. En la base de todo ello coexiste una conciencia nacional más o menos realista, basada en la lengua, la historia y las tradiciones, con una fuerte idealización que, a menudo, inventa conexiones y características comunes para justificar sus ideas.
El nacionalismo y la tergiversación histórica
El Romanticismo es la época por excelencia de la idealización nacional, y también (es necesario decirlo) de la invención nacional. Los historiadores románticos tienden a tergiversar la historia y convertir episodios que nada tienen que ver con el nacionalismo (básicamente, porque son anteriores al surgimiento del concepto) en momentos de lucha nacional. Estos mitos históricos han persistido hasta nuestros días, en parte porque a muchos regímenes políticos les ha interesado mantenerlos, en parte porque, a veces, a fuerza de repetir un discurso, la invención y la realidad se confunden.
Es el caso de Rafael Casanova, elevado por los intelectuales decimonónicos como un mito en la lucha nacionalista catalana, y que, sin embargo, no fue más que un abanderado de la causa austracista en el marco de la Guerra de Sucesión. Igualmente, encontramos en España en el siglo XIX una fuerte idealización de la “Reconquista”, con una clara tendencia a demostrar de forma “histórica” la existencia de España como nación antes de la llegada de los musulmanes, cuando este concepto no existía.
El término Hispania era un término geográfico que ya utilizaban los romanos. En la Edad Media encontramos documentos, como El llibre dels feyts de Jaume I (El libro de los hechos de Jaume I), donde se recoge el vocablo España. Sin embargo, no debemos interpretarlo desde una acepción actual de la palabra, ya que si bien era su uso era común en los siglos medievales, servía para designar los reinos cristianos frente al territorio musulmán, y en ningún caso poseía una connotación nacionalista.
La tergiversación histórica es la base de los movimientos totalitaristas, lo que nos da una idea del peligro que entraña el desconocimiento del pasado. La Alemania nazi se apoyó en las ideas de nación alemana surgidas en el XIX y las llevó a sus últimas consecuencias; por otro lado, la Italia de Mussolini se basaba en el pasado glorioso de Roma y en la importancia de su recuperación para crear una Italia poderosa y superior al resto de Europa. Igualmente, el franquismo hizo suyos episodios de la historia española y los convirtió en mitos fundacionales que reforzaron su ideología.