René Descartes dijo “pienso, luego existo”. Más tarde, David Hume manifestó de forma rotunda que la única fuente de conocimiento era la experiencia sensorial, por lo que, automáticamente, anulaba la validez de la expresión cartesiana al negar la existencia del yo. Ambos pensadores marcan dos hitos en la historia de la filosofía, y son referentes de las corrientes del racionalismo y el empirismo, respectivamente.
Pero ¿en qué consisten, exactamente, estas dos filosofías? ¿Por qué se suele decir que son teorías contrapuestas y, en cierta manera, irreconciliables? ¿Tienen algún punto en común? En el siguiente artículo analizaremos brevemente cuáles son las diferencias entre el empirismo y el racionalismo y expondremos sus principales características.
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Las diferencias entre Empirismo y Racionalismo: ¿corrientes filosóficas irreconciliables?
En 1637 aparece el famoso Discurso del método, la obra principal del filósofo y matemático René Descartes (1596-1650). En el libro, el pensador recoge las principales directrices de su filosofía, lo que se conoce como el “método cartesiano”. Entre muchas ideas, plasma la del Cogito, ergo sum (Pienso, luego existo), que pone énfasis en el pensamiento individual como evidencia innegable de la existencia de un yo pensante (la res cogitans). En otras palabras; si pienso, e incluso si dudo, ello quiere decir que existe algo que está pensando y dudando, lo que significa que, efectivamente, el yo es real.
Unos años más tarde, el escocés David Hume (1711-1776) publica su Tratado de la naturaleza humana, que barre de forma radical el racionalismo de Descartes al reducir el proceso de conocimiento a la experiencia sensorial. En este sentido, y a diferencia de otros empiristas como John Locke (1632-1704), Hume destaca como empirista radical, un auténtico detractor de la razón y el pensamiento como fuente de conocimiento, lo que le valió en vida innumerables críticas por su “ateísmo practicante”.
Porque está claro que, si se reduce el conocimiento a la percepción de los sentidos, es imposible “demostrar” la existencia de Dios. Para Hume, por tanto, la divinidad es tan sólo una idea, algo que no está apoyado en ninguna impresión sensible, por lo que no puede validarse en ningún aspecto. Hasta aquí, vemos muy por encima cuáles van a ser las principales diferencias entre el racionalismo cartesiano y el empirismo de autores como Hume: por un lado, la manera en la que el ser humano adquiere sus conocimientos; por otro, la discusión de la existencia de las llamadas “ideas innatas” que, de hecho, será el núcleo de la diferenciación. Veámoslo.
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¿Qué son el empirismo y el racionalismo?
Antes de seguir con el artículo, es necesario definir más o menos en qué consisten ambas corrientes filosóficas. Por un lado, el empirismo pone especial relevancia a la experiencia de los sentidos como principal fuente de conocimiento, por lo que, según esta filosofía, no se puede entender la adquisición de saber sin el contacto con la evidencia empírica.
Por esta misma razón, el empirismo rechaza categóricamente la existencia de ideas innatas en el ser humano, puesto que, al venir al mundo, venimos como una tabula rasa, vacíos de cualquier conocimiento. Estas ideas las examinaremos con más atención en el siguiente apartado.
Por su parte, el racionalismo, abanderado por René Descartes (considerado por muchos como el “padre de la filosofía moderna”) acepta la existencia de tales ideas y otorga especial poder a la razón en el proceso de adquisición de conocimiento. Así, Descartes diferenciaba claramente la res cogitans, la mente que piensa, de la res extensa, el cuerpo. En realidad, dice el filósofo, de lo único que podemos estar seguros es de la existencia de nuestra mente, de nuestro yo, ya que, en el momento en que pensamos, estamos existiendo (Cogito, ergo sum). Ya veremos más adelante como los empiristas, especialmente Hume, rechazan la idea del yo como ente existente y diferenciado, al concebirlo como una amalgama de impresiones cambiantes sin ningún tipo de identidad específica.
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Ideas innatas versus tabula rasa
Desde Platón, la filosofía reconoce la existencia de las llamadas “ideas innatas”, es decir, una serie de conceptos que viven en nosotros desde que nacemos. Esta filosofía siguió muy vigente durante la Edad Media, la época platónica por excelencia, hasta que pensadores como Pedro Abelardo cuestionaron esta idea a través de la discusión sobre los “universales”.
La polémica se vio acrecentada con la llegada a Europa, en el siglo XIII, de la filosofía aristotélica, pues a pesar de que Aristóteles, en tanto que discípulo de Platón, creía en la existencia de las ideas innatas, también defendía con ardor el poder de la experiencia, es decir, la observación de la naturaleza. El proceso empirista de finales de la Edad Media se acrecentó en el siglo XIV con pensadores como Roger Bacon (1220-1292), Duns Scoto (m. 1308) y, sobre todo, Guillermo de Ockham (1287-1347), el autor de la famosa teoría de la “navaja de Ockham”, que terminaba para siempre con los preceptos de la Escolástica e inauguraba una nueva era de pensamiento científico no supeditado a la “tiranía” de la razón.
Todos estos autores, relacionados con la Universidad de Oxford y, por tanto, con Inglaterra, esparcieron la semilla para que, siglos más tarde, otros autores de las islas británicas, como Locke o Hume, siguieran sus pasos y continuaran por la senda del empirismo, lo que se ha venido denominando “empirismo inglés”. Por el contrario, en el continente proliferaron autores que se adherían a las teorías cartesianas y defendían, por tanto, la existencia de ideas innatas y la supremacía de la razón por encima de la experiencia sensorial, así como la indiscutible existencia del yo. Son pensadores como Nicolas Malebranche (1638-1715) o Antoine Arnauld (1612-1694), seguidores del “racionalismo continental”, liderado, como ya hemos comentado, por la eminente figura de René Descartes.
La existencia del yo
Si los racionalistas creen en las ideas innatas y sostienen que la mente pensante tiene identidad por sí misma, entonces es evidente que el yo existe. En realidad, Descartes establece una diferenciación bastante radical entre las diferentes sustancias o realidades: por un lado, está el alma o la mente, el ente espiritual que piensa y siente; por otro, la materia, el cuerpo, que es una mera extensión del primero (res extensa). Sin embargo, todavía existiría una tercera sustancia, infinita y eterna: Dios. Por definición, si la divinidad es infinita, significa que tanto la sustancia pensante como la material forman parte también de ella; esto es, precisamente, lo que Spinoza llamó “única sustancia”, la que no necesita de nada para ser.
Según la teoría cartesiana, la mente y el cuerpo, dos entidades separadas, se unen en la glándula pineal del cerebro. El cuerpo, en tanto que ente dotado de percepción sensorial, recibe sensaciones del exterior, pero, a diferencia de Hume, Descartes no considera que sean “fiables”. Existen, según el pensador, numerosos errores sensoriales que tergiversan la realidad y, por tanto, generan un conocimiento falso. Por ejemplo, si en un día brumoso nos parece vislumbrar una persona que se acerca por el camino y finalmente resultara ser una rama movida por el viento, ¿acaso no nos habrían engañado nuestros sentidos? El yo, por tanto, duda de todo lo que le llega de fuera. Y es precisamente en esa duda activa donde comprobamos que sí que existe este yo, porque lo que no existe, no puede dudar. Es el cogito, ergo sum que ya hemos comentado anteriormente que, por cierto, no se trata de una idea original de Descartes, puesto que la encontramos en autores anteriores (esbozada al menos) como Gómez Pereira (1500-1567) o Agustín de Hipona (354-430).
David Hume, el principal pensador de la corriente empirista, rechaza absolutamente la idea de la existencia del yo. Si, como sostiene el empirismo, el conocimiento sólo proviene de la percepción sensorial, el yo sólo es una serie de impresiones que suceden unas tras otras, pero no se trata de un ente con sustancia. Por sustancia entendemos la idea aristotélica de una identidad concreta en el tiempo que define a un elemento, por lo que, según las teorías de Hume, esto no podría aplicarse al yo, ya que no es constante ni regular.
La existencia de Dios
Hume distinguía la impresión, que es lo que produce la percepción sensorial en el presente, de la idea, que no es otra cosa que el recuerdo que tenemos de esa impresión. Se deduce de esto que la idea es algo mucho menos vívido, puesto que sólo es una evocación de algo que ya no es.
Por otro lado, ya hemos dicho que para Hume una idea sólo tiene validez si está basada en la percepción. Nada que se origine en la mente que no tenga relación con una percepción de los sentidos puede considerarse verdadero, puesto que el yo no existe, y tampoco las ideas innatas. De ello se deduce que Dios es, para el filósofo, una mera idea, que, además, carece de base real, puesto que no está inducida por una percepción.
Nadie ha visto, tocado ni oído a Dios; al menos, a través de los sentidos corporales que, recordemos, para Hume son los únicos válidos para el conocimiento. Por tanto, Dios no existe. Esta es, de hecho, una de las críticas más feroces que recibió la obra del filósofo, que fue tachado de ateo y, como tal, rechazado categóricamente de la Universidad de Edimburgo.
En la otra cara de la moneda tenemos a René Descartes, católico ferviente que intentó demostrar la existencia de Dios a través de su método. La existencia de ideas innatas y de la identidad separada y única de la mente es testimonio de la realidad de un creador; por otro lado, si Dios es perfecto, quiere decir que es bueno, y si es bueno, es inconcebible que haya dotado al ser humano de un cuerpo y una mente que le lleven a engaño. La misma idea de perfección e infinito, existentes en la mente desde que nacemos, prueba que nuestra alma ha estado en contacto con algo perfecto e infinito. Luego Dios existe y, además, por su bondad intrínseca no permitiría nunca que nos llevásemos a engaño a través de la mente y del cuerpo. Por tanto, estos son, según Descartes, instrumentos de verdad.
Conclusiones
Para terminar este pequeño análisis, revisaremos brevemente cuáles son, en conclusión, las diferencias principales entre empirismo y racionalismo. Veámoslo.
En primer lugar, el origen del conocimiento. Mientras que los empiristas defienden los sentidos como única vía de adquisición de saber, los racionalistas los supeditan al dominio de la razón.
En segundo lugar, la creencia en la existencia de las ideas innatas. El empirismo las rechaza categóricamente y defiende la mente como una tabula rasa, que se va llenando en base a la experiencia. En cambio, el racionalismo cree en ellas, especialmente, en las ideas de infinito y perfección que, a la postre, y según Descartes, prueban la existencia de Dios.
Tercero, tenemos la existencia del yo. Los empiristas como Hume niegan su identidad, pues sostienen que sólo son percepciones sensoriales que carecen de constancia. Descartes, sin embargo, considera al yo como un ente separado y autónomo, en conexión con la materia (el cuerpo) a través de la glándula pineal. Y, por último, encontramos la existencia de Dios. Si Hume sólo considera veraces las ideas que provienen de impresiones sensoriales, es evidente que, para él y según esta teoría, Dios no existe. En cambio, la mayoría de los racionalistas seguidores de Descartes eran especialmente creyentes, y fundamentaban la existencia de Dios a través de la permanencia del yo y las ideas innatas, que, indudablemente, debían proceder de él.