El Barroco es quizá, junto a la Edad Media, uno de los periodos más denostados a nivel artístico. Y es que su propia denominación, “barroco”, proviene de una voz peyorativa: durante la Ilustración sirvió para denominar al estilo “recargado” y “excesivo” del siglo XVII y principios del XVIII, en un intento de hacerlo contrastar con el “equilibrado” Neoclasicismo.
El problema es que el término “barroco” parte de una concepción limitada de este arte. Porque si bien existe un Barroco dinámico y teatral, no es menos cierto que existe otro que sigue los cánones clásicos y que en ningún momento abandona los preceptos del clasicismo. Sin olvidar, claro está, el Barroco del norte de Europa, abanderado por los artistas neerlandeses, un Barroco mucho más intimista y sencillo.
10 ejemplos importantes de arte barroco
En el artículo de hoy intentaremos ilustrar qué es el Barroco a través de 10 ejemplos de arte barroco, en los que hemos intentado incluir obras de arquitectura, escultura y pintura procedentes de diversas latitudes, con el objetivo de que nuestra visión de esta corriente artística sea lo más completa posible. Esperemos que os sea útil.
1. San Carlo alle Quattro Fontane, de Francesco Borromini
Para muchos, representa la apoteosis de la arquitectura barroca. Francesco Borromini, de verdadero nombre Francesco Castelli, se erigió como auténtico rival de Bernini en la Roma del XVII. Sin embargo, a pesar de que este último no tenía par como escultor, Borromini es probablemente el mejor arquitecto de su época.
En San Carlo alle Quattro Fontane, conjunto monástico encargado por los trinitarios descalzos y auspiciado por el cardenal Francesco Barberini (sobrino del papa Urbano VIII), Borromini despliega toda su originalidad arquitectónica. En el edificio, las formas elípticas y ascendentes otorgan un fuerte dinamismo a la construcción, que rompe de esta manera los preceptos clásicos. En este sentido, Borromini va más allá de Bernini al prescindir de los cánones clasicistas imperantes en el Barroco romano. Además, la blancura del edificio lo convierte en una construcción muy sobria y espiritual.
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2. Palacio de Versalles, de Hardouin-Mansart y otros
En 1661, Luis XIV de Francia decide remodelar un viejo pabellón de caza que su padre, Luis XIII, había construido en los alrededores de París. La obra se encargó a Louis Le Vau que, a su muerte en 1670, fue sustituido por Jules Hardouin-Mansart, el principal responsable de la grandeza clasicista del palacio.
El palacio de Versalles (en portada) supone la cumbre de la tradición del chateau francés, cuya principal característica es estar dividido en tres cuerpos principales (a diferencia del palazzo italiano). Las formas clásicas del Barroco francés, evidentes en esta obra arquitectónica, pueden asimismo contemplarse en otros diseños de Mansart, como el magnífico edificio de Les Invalides de París (1677-1706).
A menudo se ha comentado que el Barroco en Francia sigue unas líneas clásicas mucho más “puras” que el Barroco italiano, aunque esto es una generalización que merece ser cuestionada. Por ejemplo, la Plaza de San Pedro de Gian Lorenzo Bernini (1598-1680), otra de las grandes obras de la arquitectura barroca, muestra una columnata de orden dórico toscano que se corresponde con la identificación de los santos mártires con los héroes clásicos.
3. Fontana di Trevi, de Nicola de Salvi y Pietro Bracci
Esta espectacular fuente está ideada para ejercer una “conmoción” en el transeúnte, típica concepción barroca por la que el elemento arquitectónico se “abre” de repente entre la maraña de calles. Esto es exactamente lo que le sucede al personaje de Anita Ekberg en la mítica escena de la película La dolce vita, cuando, tras vagabundear por las calles romanas, entra en la plaza y ve la colosal arquitectura. Ya en 1625 el papa Urbano VIII encargó a Gian Lorenzo Bernini la remodelación de la fuente ubicada en la confluencia de tres calles, por considerarla “anticuada”. El proyecto sin embargo era demasiado costoso y fue desechado.
Algunas décadas más tarde, Nicola Salvi lo retoma bajo los auspicios del nuevo papa Clemente XII e idea una impresionante fuente, concepción que será continuada tras su muerte por Pietro Bracci y Giovanni Pannini.
4. Apolo y Dafne, de Gian Lorenzo Bernini
Esta obra es una de las más famosas y espectaculares del Barroco. El grandísimo Bernini (uno de los mayores exponentes de la escultura del XVII) se inspira en las Metamorfosis de Ovidio, y capta el momento en que la ninfa Dafne, perseguida por el dios Apolo, se transforma en laurel para escapar de él. Característico del Barroco es congelar el instante del clímax: en este caso, vemos cómo la carne blanda de Dafne se convierte paulatinamente en la corteza rugosa del laurel; los dedos de manos y pies dan paso a las ramas y a las raíces.
En la expresión exaltada de la ninfa, que parece gritar pidiendo ayuda con su boca entreabierta, podemos reconocer a la figura del Laocoonte, de la escuela helenística de Rodas, lo que demuestra, una vez más, la inspiración que el Barroco toma del mundo clásico.
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5. San Miguel Arcángel, de Luisa Roldán
Luisa Roldán (1652-1706), más conocida como La Roldana, fue una de las escultoras más famosas y apreciadas en el Barroco hispano de finales del siglo XVII y principios del XVIII. Fue requerida por el mismísimo rey Carlos II y, más tarde, por Felipe V, el primer Borbón español.
Su San Miguel Arcángel es de una espectacularidad asombrosa. El arcángel levanta la espada, a punto de dejarla caer, en un golpe fatal, sobre el Diablo. Este se retuerce bajo sus sandalias (el ángel va vestido como un soldado romano) y parece pedir clemencia con las manos levantadas.
La peculiaridad de este Demonio es su rostro, para nada escalofriante ni retorcido, muy parecido al de un ser humano de carne y hueso. La policromía, basada en contrastadas tonalidades básicas (incluidos el rostro y la piel de un blanco nuclear), es típica del Barroco del siglo XVIII.
6. Magdalena penitente, de Pedro de Mena
El granadino Pedro de Mena (1628-1688) es especialmente conocido por su extraordinaria manera de captar las texturas. En el caso de esta Magdalena penitente, vemos claramente el esparto basto con que la santa cubre el cuerpo desnudo. Con un gesto característico del Barroco, la Magdalena se lleva la mano al pecho, en una actitud que parece sacada directamente de los escenarios, como si la santa estuviera declamando.
La madera está policromada con un realismo exquisito, lo que acentúa aún más el naturalismo de la obra. El pelo lacio y grasiento de la santa ermitaña y su pobre atuendo contrasta con su hermoso rostro, rosado y luminoso, típico de Mena.
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7. Duda de santo Tomás, de Michelangelo Merisi da Caravaggio
El tenebrismo característico del primer Barroco y, especialmente, de Caravaggio (1571-1610) queda perfectamente plasmado en esta obra, probablemente de las mejores del artista. Recoge la escena en que Santo Tomás, incrédulo ante la Resurrección de Cristo, introduce el dedo en la llaga de Jesús para cerciorarse de que, efectivamente, es el maestro resucitado.
El naturalismo de Caravaggio se plasma en el asombroso realismo a la hora de representar la carne; el dedo del santo se “introduce” literalmente en la piel de Cristo. Por otro lado, el estudio anatómico, también característico del Barroco, es extraordinario.
Caravaggio escogía sus modelos de los barrios bajos de Roma; por ello, sus personajes son humanos de carne y hueso, no seres idealizados, que muestran todos sus defectos. Este hecho no sólo debemos relacionarlo con el carácter del pintor, belicoso y rebelde, sino que también se encuentra muy ligado al mensaje contrarreformista, que propugnaba la representación cercana de las figuras religiosas, con el objetivo de que el fiel se sintiera identificado con ellas.
8. La lechera, de Johannes Vermeer
Ya hemos comentado en la introducción que el Barroco del norte de Europa, el del área protestante, es muy diferente al desarrollado en los países católicos meridionales. En concreto, en la zona de las Provincias Unidas se produce un despegue importante de la burguesía, que se erige en el siglo XVII como principal comitente de las obras artísticas. Como resultado, las pinturas reducen su tamaño y toman los motivos de la cotidianidad y el ámbito hogareño.
Uno de los mayores exponentes de este Barroco es Johannes Vermeer (1632-1675), el gran pintor de Delft. Su Lechera recoge un momento íntimo del día a día, en el que una mujer que parece estar en una cocina o una despensa vierte leche de una jarra a otro recipiente. La luz que envuelve a la figura es suave y plácida, y la actitud de la lechera, tranquila y serena. Vermeer se erige, así, como un experto en congelar momentos, un aspecto que, por otro lado, es esencial en el Barroco.
9. El rapto de Hipodamia, de Peter Paul Rubens
La gran profusión de personajes y el enorme dinamismo que desprende la obra hacen que sea paradigma de la expresión barroca en pintura. Rubens (1577-1640) se inspira en las Metamorfosis y capta el momento en que Hipodamia es raptada el mismo día de su boda. Vemos a la joven, con las características carnes abundantes y nacaradas del pintor, retorciéndose en brazos de su raptor, el centauro Éurito, invitado al banquete de bodas. El aparente desorden que reina en la composición (aparente, decimos, porque, en realidad, está cuidadosamente estudiada) refleja a la perfección el momento del clímax, en que el centauro, ávido de deseo, se lleva a la novia ante la mirada atónita de los presentes.
10. Judith decapitando a Holofernes, de Artemisia Gentileschi
Artemisia Gentileschi (1593-1653) es uno de los grandes nombres del Barroco pictórico. Su composición, altamente influenciada por el tenebrismo de Caravaggio, en ocasiones supera al “maestro”. Es el caso de su Judith, que, en expresión, composición y fuerza, supera con creces a la pintura homónima de Caravaggio.
De la Judith de Gentileschi existen dos versiones, ambas de la misma artista. Quizá la más famosa sea la que se conserva en el Museo Capodimonte de Nápoles, donde la heroína bíblica aparece ataviada con un sedoso vestido azul, que no es impedimento para que, con gesto concentrado y poderoso, cercene el cuello al general Holofernes. La escena, que se convierte en una escabrosa carnicería, resplandece por su naturalismo y por la sobriedad de la composición.