El concepto de honor siempre ha estado presente en la historia de la humanidad. De hecho, todavía hoy, en nuestro cuerpo jurídico, se incluyen sanciones a la violación del honor, si bien se trata de delitos menores y, por tanto, castigados de forma poco severa.
No era así en la Edad Media, una época en la que el honor constituía una de las cuestiones más importantes (sino la que más) de un ser humano y de una colectividad. A nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, nos cuesta imaginarnos por qué nuestros antepasados daban tanta importancia al honor (y, en concreto, a la honra, que no es sinónimo), llegando a admitir la muerte como pena por su violación.
Si realmente deseas comprender cómo vivía la gente del Medievo el honor y la honra, te aconsejamos (como hay que hacer siempre que se mira a otras épocas y culturas) despojarte de tus ideas y creencias. Solo así podrás imbuirte del auténtico significado de cómo era exactamente el honor en la Edad Media.
Honor y honra: ¿sinónimos?
A priori, puede parecer que sí. De hecho, a menudo utilizamos ambos vocablos indistintamente, pero la realidad es que no significan exactamente lo mismo. En el interesante estudio A vueltas con la honra y el honor. Evolución en la concepción de la honra y el honor en las sociedades castellanas, desde el medioevo hasta el siglo XVII, de María Victoria Martínez (ver bibliografía), la autora recoge la opinión del historiador Ramón Menéndez Pidal que, en 1940, distinguió claramente uno de otro concepto.
Según el erudito, honor haría referencia a algo que se gana a través de los actos propios, mientras que la honra estaría supeditada a los actos de los demás. En otras palabras, mientras que el honor estaría relacionado con la virtud y la valía de la persona, la honra dependería de cómo los demás perciben esta virtud y esta valía, y también de cómo se comportan los miembros de la comunidad a la que el individuo está adscrito.
En general, en la Edad Media y bien entrado el mundo moderno (en el que siguió imperando un modelo todavía medieval) el honor se entendía como algo intrínseco del individuo, bien por méritos propios, bien por pertenecer a un linaje o una casta concretos. Así, los nobles, por ejemplo, poseían el honor de su estamento, que los diferenciaba de los plebeyos.
Sin embargo, la honra era algo mucho más mutable, que podía perderse rápidamente; a veces, ni siquiera por un acto propio, sino por actos ajenos. Pongamos un ejemplo para entenderlo. Consideremos un caballero que posee el honor de pertenecer al estamento privilegiado de los nobles. Por otro lado, imaginemos que la esposa de este mismo caballero le ha sido infiel con otro hombre. En este caso, el honor de su estirpe sería el mismo, pero no así su honra, inevitablemente perdida según los valores de la época.
Lo que tú hagas mal, mancillará la honra de todos
Debemos entender el periodo medieval y, en general, también los primeros tiempos de la Edad moderna, como una época en la que la individualidad no existía. Este es un concepto bastante reciente sobre el que están construidos los cimientos de nuestra sociedad, pero no era así en época medieval.
En la Edad Media, el individuo formaba parte de un todo. No se concebía a la persona como un ente separado del resto, ni mucho menos con características propias. Existían caracteres y naturalezas individuales, pero cada una de las personas seguían vinculadas a ese gran mecanismo que era la creación.
Por tanto, el individuo estaba inevitablemente supeditado al resto, bien fuera a la familia, a la comunidad, a su estatus, a lo que fuera. Un carpintero no era solo un hombre concreto, sino que pertenecía a una comunidad gremial de carpinteros y, por tanto, sus acciones repercutían en dicha comunidad. Una monja estaba vinculada para siempre a su cenobio, y sus actos “buenos” daban fama a su comunidad monacal, mientras que sus actos “malos” la llenaban de oprobio. Así, lo que hacía una persona en concreto se expandía a la realidad de la comunidad a la que pertenecía.
La mujer como depositaria del honor familiar
En este orden de cosas, es fácil imaginar que la mujer, en cuanto dadora de vida y perpetuadora de linajes, era el pilar principal sobre el que se sostenía el honor de la familia y de la casta. Por una razón muy simple: porque la nobleza sólo podía ser adquirida a través de la sangre (si bien a veces era otorgada por el rey), y, por tanto, la perpetuación del linaje estaba en manos de la esposa.
Por ello, el adulterio se consideraba una infracción gravísima del honor. No solo porque iba en contra de lo que una mujer “debía ser” (casta, fiel y devota a Dios y a su marido), si no porque ponía en peligro la “pureza” del linaje, al correr el riesgo de alumbrar a un bastardo. Paradójicamente, esto era, en parte, lo que otorgaba a las mujeres nobles tanto poder sobre la familia en la época medieval, pues el futuro de la casta estaba absolutamente en sus manos.
Tal y como ya hemos comentado, lo que hacía uno de los miembros de la comunidad “manchaba” o “purificaba” a los demás, aún cuando estos no hubieran tenido nada que ver en los actos. La deshonra de una hija (por ejemplo, el hecho de que hubiera mantenido relaciones antes del matrimonio) se extendía a toda la familia, y llegaba hasta el punto de que, una vez mancillado el honor familiar, las hermanas menores podían tener serios problemas para contraer nupcias.
Este concepto de la mujer como “honra familiar” trascendió el medievo y alcanzó la época moderna, como ya hemos dicho. Baste recordar las obras del Siglo de Oro español y sus lances por cuestiones de honor, tan bien retratados en los dramas y las comedias de Lope de Vega.
De injurias y sus castigos
Volvamos brevemente a nuestra época actual. En nuestro código penal, el delito de injurias es una falta muy leve y, por tanto, castigada de forma suave. No sucedía así en época medieval y moderna. Si consideramos una sociedad en la que el valor de la persona, de la familia y de la comunidad se sustentaba en el honor, es lógico pensar que la violación de este honor acarreaba severos castigos.
La palabra injuria proviene del latín in iuria, “sin derecho” o, lo que es lo mismo, algo injusto y que atenta al honor. El tema de las injurias estaba ya recopilado en el antiguo Derecho romano, pero, sin duda, su auge se produjo en los siglos medievales, época en la que se realizó el mayor compendio de leyes relacionadas con el tema.
Así, en uno de los fueros más antiguos de la península ibérica, el Fuero de Miranda de Ebro (1095) se recoge que la injuria no sólo resulta un perjuicio para la víctima, sino también para su cónyuge. De nuevo encontramos a la comunidad (en este caso, la institución matrimonial) formando parte de una sola cosa y, por tanto, a un individuo receptor de los actos del otro.
El concepto de “injuria” en la Edad Media
Si tomamos alguna de estas recopilaciones legislativas medievales y leemos la lista de injurias (es decir, atentados contra el honor) que se penalizan, sin duda nos asombraríamos de su número y de su naturaleza, distinta a lo que, actualmente, consideramos injuria.
Por ejemplo, en el ya citado Fuero de Miranda de Ebro, así como en el de Jaca, se considera injuria agarrar a alguien por la barba o por el cabello y, como tal, está castigado. Por otro lado, herir a alguien ante su propio señor es considerado también injuria, una total afrenta al honor, y se tiene más en cuenta el agravio social (el hecho de ser herido ante el superior) que las heridas en sí.
En resumen, lo que en la Edad Media se consideraba una afrenta al honor probablemente no se considere como tal en nuestro actual corpus jurídico; entre otras cosas, porque el concepto de honor y honra no es el mismo (ni posee la misma importancia que en época medieval).
Los caballeros, depositarios del honor
En el Código de las siete partidas de Alfonso X (siglo XIII) se recoge, en su segunda partida, las normas por las que deben regirse los caballeros. El pasaje en concreto se titula De los caballeros y de las cosas que les conviene hacer y, en él, se enumeran las conductas por las que debe regirse un caballero.
En la Edad Media, el caballero era el protector de la sociedad (los bellatores) y, por tanto, su virtud debía ser indiscutible. El estamento militar era, por otro lado, el que gozaba de ciertos privilegios (exenciones fiscales, acceso a posiciones de poder), por lo que su honor debía ser, en todo momento, intachable.
No debemos pensar por ello que sólo el estamento nobiliario mantenía el concepto del honor. Ya hemos visto como también un humilde artesano podía perder la honra si, por ejemplo, su hija se acostaba con alguien sin estar casada o si no llevaba a cabo correctamente los deberes que se le imputaban según su clase. Aún así, es cierto que eran los caballeros los que vivían la idea del honor de forma más, digamos, “ardiente e intensa”, precisamente por esa posición importante de la que gozaban.
¿Qué cualidades debía poseer un caballero para conservar su honor? Uno de los puntos básicos era no cometer felonía, es decir, mantenerse fiel a sus señores y no cometer traición alguna. Por otro lado, se daba por sentado que un caballero debía ser valiente y leal y conducirse siempre con templanza. Las novelas de caballerías y los tratados para nobles se encargaron de transmitir esta idea, que, en la Edad Media, fructificó en el modelo del Miles Christi o soldado de dios.