El Carnaval es, posiblemente, una de las fiestas más conocidas y esperadas por el gran público; especialmente, por los niños. En efecto, si existe alguna fiesta que actualmente se asocia al público infantil es el Carnaval. Uno de los principales motivos son los disfraces, una actividad que está indisolublemente ligada a esta celebración y que habitualmente practican los más pequeños.
Pero… ¿Sabemos por qué nos disfrazamos en Carnaval? ¿Conocemos el origen de esta fiesta? En este artículo os proponemos un recorrido desde los orígenes del Carnaval hasta nuestros días, mediante el que comprenderemos mejor esta singular festividad de nuestro calendario.
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El origen del Carnaval: el orden contra el caos
Como sucede con la mayoría de las celebraciones, el Carnaval hunde sus raíces en los albores del tiempo. Algunos historiadores ven semejanzas entre nuestra fiesta y algunos rituales egipcios y mesopotámicos. En estas culturas antiguas (especialmente en la egipcia), el mundo se contemplaba como la victoria del Orden (comúnmente identificado con el Bien) sobre el Caos (el Mal).
En el antiguo Egipto estas ideas estaban representadas por Osiris y su hermano Seth, respectivamente. Al finalizar el año, el Caos, capitaneado por Seth, amenazaba con cernirse de nuevo sobre la tierra, y solo el faraón (personificación viviente del dios Osiris) era capaz de detenerlo. Es por ello por lo que, en los últimos días del calendario, se celebraba el Heb Sed, un ritual importantísimo en el que el faraón se purificaba y renovaba sus energías. Si el faraón superaba la prueba (no es necesario puntualizar que sí, que siempre la superaba), el caos se alejaba de la tierra y el orden era de nuevo, y como cada año, restablecido.
Esta dicotomía orden-caos, junto con la idea de “purificación”, lo encontramos también en dos de las festividades romanas más conocidas: las Lupercalia y las Saturnalia, que muchos expertos sitúan como el origen más inmediato de nuestro Carnaval. Detengámonos brevemente en cada una de ellas.
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Las Lupercalia y las Saturnalia romanas
El primer punto que nos llama la atención de esta festividad romana es su fecha de celebración, que coincide de pleno con nuestro Carnaval: el 15 de febrero. Encontramos, una vez más, el concepto de “purificación” que ya apuntábamos en el Heb Sed egipcio, puesto que “febrero” proviene del latín “februare”, que quiere decir, literalmente, “purificarse”. Algo parecido sucede con el Carnaval moderno, que precede, no por casualidad, a la Cuaresma.
Las Lupercalia romanas tenían un origen antiquísimo, y sus ritos, que bebían de las costumbres pastoriles de los primeros romanos, eran considerados excesivos por muchos de los patricios respetables de la República y el Imperio. El emperador Augusto sentía franca aversión hacia las lupercales, y mucho más tarde, en el siglo V, el papa Gelasio I se mostraba horrorizado ante el hecho de que los que se hacían llamar cristianos siguieran celebrándolas.
¿En qué consistían las Lupercalia y por qué despertaban tantas antipatías? Ya hemos comentado que el rito hundía sus raíces en los primeros siglos de la historia de Roma, cuando los romanos eran meros pastores asentados en la región del Lacio. Según cuenta la leyenda, los gemelos Rómulo y Remo fueron amamantados por la loba Luperca en una cueva cercana a la ciudad, situada en el monte Palatino.
En esa misma cueva se iniciaban los ritos de las Lupercalia (llamadas así, en principio, en honor a esa loba-madre dadora de vida). Allí se congregaban los lupercos, los sacerdotes del rito, escogidos al parecer entre los jóvenes miembros de las familias ilustres de Roma. El sacerdote principal inmolaba entonces una cabra y ungía las frentes de los lupercos con su sangre. Ese momento, que iniciaba la celebración, era recibido por los jóvenes con una carcajada ritual. Tenemos así otro eslabón que une las Lupercalia con el Carnaval “cristiano”: la risa.
Tras esta carcajada que constituía la señal de inicio, los jóvenes salían de la cueva y bajaban desnudos hasta Roma. En las manos portaban tiras de piel de la cabra recién sacrificada, mediante las que, durante el camino, azotaban a cuantas mujeres quisieran participar en el rito, en medio de gritos, risas y comportamientos obscenos. Parece ser que esta escabrosa actividad era, a un tiempo, un ritual de fecundidad y purificación.
Por otro lado, las Saturnalia o Saturnales se celebraban en diciembre en honor del dios Saturno. Durante una semana entera, los romanos festejaban alborozados el regreso de la luz (el solsticio de invierno): engalanaban sus casas y se hacían regalos. Obviamente, estas fiestas están directamente relacionadas con nuestra Navidad, pero contienen también elementos en los que se pueden rastrear los orígenes del Carnaval. Por ejemplo, las Saturnales representaban, igual que las Carnestolendas medievales, un trastocamiento del orden, un “pequeño regreso del caos”, podríamos decir: por un día, se permitía a los esclavos ser servidos por sus amos y se coronaba al rey de los necios.
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Las Carnestolendas medievales
Heredera directa de la tradición romana, en la Europa medieval pervivieron estas celebraciones paganas, camufladas, obviamente, bajo un manto de cristianismo. Así, mientras que las Saturnales y el solsticio se relacionaron con el nacimiento de Cristo, las antiguas Lupercalia, la eterna lucha entre el orden y el caos y el proceso de purificación consecuente, se trasladaron al Carnaval, los días inmediatamente anteriores a la Cuaresma cristiana. Vamos a detenernos un momento en estas manifestaciones carnavalescas de la Edad Media.
El pensamiento medieval, al menos el “oficial”, no veía con muy buenos ojos la risa, puesto que se asociaba al desorden y, en consecuencia, al mal. No olvidemos que uno de los debates teológicos más candentes de la época era si Cristo había o no reído. A medida que avanzaba el Medioevo, los eruditos se iban abriendo paulatinamente al beneficio de la risa (siempre que esta fuera, por supuesto, controlada); sin embargo, el pueblo nunca había dejado de utilizarla. La risa y, por lo tanto, el Carnaval (ese momento de jolgorio y pequeño caos que precedía a la Cuaresma) era territorio popular por excelencia. Así, proliferan en la Edad Media las festividades relacionadas con el caos, de las que la Fiesta de los Locos y el Carnaval son dos buenos ejemplos.
La risa es y ha sido, desde siempre, antesala del desorden. Recordemos que las Lupercalia romanas se iniciaban mediante una carcajada ritual. La risa trastoca el orden, porque es una burla y, mediante la burla, el “de abajo” cuestiona al “de arriba”. No solo eso; a través del Carnaval, y durante unos días, todos los miembros de una comunidad son “iguales”. Es por eso por lo que este tipo de celebraciones eran tan mal recibidas por los poderosos; ya no tanto por motivos religiosos, sino, más bien, sociales y políticos.
Pero el Carnaval medieval no es solo un vehículo de distensión; se trata a su vez de un ritual de purificación, como también lo era el Heb Sed egipcio y las Lupercalia romanas. Desinhibirse para purificarse, lanzarse en brazos del caos para volver a recuperar el orden, esa parece ser la constante de todas estas fiestas que son el precedente de nuestro Carnaval moderno. Ya en las Saturnalia romanas, en su forma más antigua, existía la costumbre de nombrar rey al individuo menos preparado de la comunidad, al que se le daba poder absoluto durante varios días.
Al terminar las celebraciones, se le “sacrificaba” (ritualmente, no física, se entiende) para que purgara con su “muerte” los pecados que había acumulado la comunidad al separarse del orden establecido. Esta tradición siguió vigente en la Edad Media, no solo en la figura del Rey del Carnaval (que, en algunos lugares, sigue vigente todavía en forma de pelele), sino también en la ya citada Fiesta de los Locos, que tenía lugar en enero.
El nombre ya nos da una idea de la carga purificadora de la fiesta. La etimología más que probable de “Carnaval” es carnem levare, es decir, “sacarse la carne, evitar la carne”. Otra de las expresiones originales, también latina, es “carne tollere”, que significa exactamente lo mismo, y que habría dado origen al nombre “Carnestolendas”, la nomenclatura que recibía el Carnaval en la primera Edad Media y que, de hecho, sigue vigente en lugares como Cataluña (donde el nombre para Carnaval es “Carnestoltes”).
¿Y los disfraces…?
Los disfraces son prácticamente lo único que nos queda actualmente de una fiesta tan compleja y de significado tan profundo como fue el Carnaval medieval. Los disfraces, y quizá también la risa, puesto que hoy en día, en muchos lugares, se sigue asociando esta celebración con la mofa y la burla a las autoridades (es decir, al orden). Un ejemplo de ello, por supuesto, son las conocidas “chirigotas” gaditanas.
El origen del disfraz carnavalesco tiene que ver con el deseo de ocultar la identidad. Si, como ya hemos dicho, los días de Carnaval eran días de desorden y burla, lo más lógico era poder ejercer cuantas fechorías se quisiera sin el peligro de ser descubierto. Es por ello por lo que, más que disfraces, en un principio lo más habitual era el uso de máscaras. Una vez más, entendemos el motivo por el que las autoridades no vieran con agrado esta celebración.
Actualmente, el Carnaval ha perdido gran parte de su esencia. Ya hemos visto como, de ser una celebración que buscaba la confrontación entre clases, el divertimento, la desinhibición y la purificación posterior del alma, ha pasado a ser una fiesta vinculada principalmente al ámbito infantil. Quizá después de leer este artículo veáis el Carnaval con otros ojos, quién sabe.