El primero en usar la palabra “surrealismo” no fue, curiosamente, ninguno de los miembros del grupo surrealista. Fue Guillaume Apollinaire quien, en 1917, acuñó el término para referirse a Las tetas de Tiresias (Les mamelles de Tirésias), una de sus obras de teatro, a la que denominó “drama surrealista”. Apollinaire murió al año siguiente, víctima de la (mal) llamada Gripe Española, sin saber que había sembrado el futuro. Años más tarde, se formaría el grupo surrealista.
¿Pero qué fue el surrealismo, exactamente? ¿Qué sabemos de él? ¿Conocemos realmente su significado y su objetivo esencial, más allá de rumores y leyendas? Os proponemos un viaje al corazón del movimiento surrealista, la vanguardia más tardía y la que se dilató más en el tiempo.
Características del surrealismo
Todo el mundo conoce el gran interés del movimiento surrealista por el mundo de los sueños. Obviamente influenciados por las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud, los surrealistas abogaban por sacar a la luz los recovecos más escondidos de la psique humana. La intención no era solo crear conmoción (el famoso épater le bourgeois, que viene a significar algo así como “escandalizar al burgués”), sino también facilitar a la humanidad un camino de liberación de la angustia, la obsesión y la paranoia.
Si bien poetas como Charles Baudelaire (1821-1867) o Arthur Rimbaud (1854-1891) ya habían hecho referencia al épater a mediados del XIX y, más tarde, grupos radicales como los dadaístas seguían aferrándose a la idea de escandalizar a la encorsetada burguesía, el surrealismo fue mucho más allá. Porque la corriente surrealista no se contenta solo con causar sorpresa y rechazo, sino que propone una solución a la angustia existencial que vive el ser humano. Y esa solución, esa respuesta, solo se obtendrá mediante la absoluta liberación de la psique, de ese subconsciente atrapado entre convenciones, normas morales y deseos profundamente reprimidos.
Así, a grandes rasgos, podemos decir que la esencia del surrealismo es un intento de desinhibición del ser humano mediante el rescate de sus miedos y anhelos enterrados; es decir, a través de un viaje a su yo más oscuro y, de alguna manera, más “animal”. El surrealismo trata temas de carácter general; temas que puedan influenciar al mayor número de personas, como, por ejemplo, el conflicto entre hombres y mujeres, el sexo y la envidia reprimida, el miedo a la muerte, etc.
El objetivo es “despertar” a la gran masa, sacudirla, sacarla de sus casillas. Para ello, los surrealistas se valen de imágenes cuya única lógica es la lógica de los sueños, desordenados, paradójicos, contradictorios y discontinuos. En literatura, las composiciones serán fragmentarias, escritas a gran velocidad, a menudo sin signos de puntuación, siguiendo el famoso “automatismo” surrealista, que trataremos en otro punto.
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De los postulados psíquicos a la lucha social
Ya hemos comentado que el primero en nombrar “surrealista” a una obra fue el poeta y dramaturgo Guillaume Apollinaire. Más o menos por la misma época (esto es, durante la Primera Guerra Mundial) Giorgio de Chirico (1888-1978) realizaba lienzos con un marcado carácter surrealista, que él denominó “pintura metafísica” y que influirían enormemente en el grupo surrealista “oficial”.
Los paisajes de De Chirico, áridos, desiertos, imbuidos de una asfixiante soledad, con ruinas y perspectivas imposibles parecen, efectivamente, sacados de un sueño. No en vano, André Breton, el líder indiscutible de los surrealistas y autor de sus manifiestos, consideró al pintor como el más importante artista del movimiento.
En 1924 aparece el primer manifiesto surrealista, firmado, entre otros, por el ya citado André Breton (1896-1966), escritor y poeta francés. En el manifiesto, Breton define el surrealismo como un “automatismo psíquico puro”, en el que no hay “intervención reguladora de la razón”. Es decir, el artista debe dejarse llevar por las elucubraciones de su subconsciente; la auténtica creación sobreviene cuando se anulan las restricciones del yo superior y se deja todo en manos de lo más oculto de nuestra mente, para que fluya libremente el verdadero ser.
Para Breton, la composición poética está ligada inevitablemente a la “escritura automática”, el procedimiento mediante el cual el autor escribe lo primero que le pasa por la cabeza, sin poner trabas al fluir orgánico de sus ideas. En este sentido (como en muchas otras cosas) el surrealismo le debe mucho al movimiento Dadá, que ya había preconizado algo parecido: Tristan Tzara, el líder dadaísta, proponía recortar palabras y frases de periódicos y revistas, colocarlas en una bolsita y extraerlas a continuación. De cualquier manera, existe una diferencia clara entre ambos procedimientos “automáticos”; mientras que el del dadaísmo es mecánico y está estrechamente ligado al azar, el del surrealismo parte de la propia psique humana.
A partir de 1925, el surrealismo se adhiere de forma clara a la política. De hecho, la mayoría de sus miembros (incluido André Breton) manifiestan claras simpatías comunistas, hasta el punto de que él mismo y algunos de sus compañeros (Aragon, Éluard y Péret) se afilian al Partido Comunista Francés. A partir de entonces, la posición política del grupo, especialmente la de su líder, se radicaliza.
Breton ya no entiende el surrealismo si no es un vehículo de la actividad social, y esta actividad social está vinculada a la lucha contra el capitalismo. Otros miembros, como el joven Salvador Dalí (1904-1989) se muestran reacios a involucrarse en política de forma tan abierta. Una indecisión que, por cierto, le vale el rechazo del grupo.
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¿Y la pintura surrealista?
En un principio, como se ha visto, el movimiento surrealista se circunscribió a la creación literaria. Esto tiene sentido si retomamos la idea de la “escritura automática”, porque ¿cómo hacer lo mismo con un cuadro?
La pintura surrealista siempre fue una pintura figurativa; es decir, representaba elementos concretos y se alejaba significativamente del abstraccionismo. Pero representar elementos concretos está en contradicción con la creación espontánea de la que hablaban los surrealistas, puesto que requiere una idea, una planificación previa, un procesamiento del yo consciente.
¿Cómo hacer, pues, pintura surrealista? Dalí, por ejemplo, proponía lo que él denominaba la imagen múltiple o paranoica, mediante la cual un objeto, sin ninguna modificación previa, pasaba a convertirse ante los ojos del espectador en otro objeto diferente con el que no tenía nada que ver. Un claro ejemplo de ello es su lienzo Aparición de una cara y un frutero sobre una playa (1938). En el cuadro vemos claramente un jarrón con peras. Pero, de forma casi mágica, ese jarrón se convierte en una cara, y el paisaje del fondo se transforma en un perro… y así sucesivamente. Dalí sostenía que las imágenes eran directamente proporcionales al grado de capacidad paranoica-obsesiva del espectador.
Por su parte, Max Ernst (1891-1976) plasma el lenguaje surrealista a través de bosques y paisajes silenciosos pero inquietantes, donde todo se confunde ante los ojos del que mira. René Magritte (1898-1967) hace gala de un realismo muy detallista, pero introduce en sus obras escenas imposibles que, efectivamente, parecen sacadas de un mundo onírico.
Existieron, sin embargo, algunos pintores que siguieron los postulados de la creación espontánea y sin trabas. Por ejemplo, Joan Miró (1893-1983), cuyas obras, en apariencia, nada tienen de figurativo; y André Masson (1896-1987), que deja arrastrar su pincel por obsesiones transformadas en símbolos. Masson también fue un pionero en el uso de materiales innovadores para sus cuadros, como la goma arábiga y la arena.
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El surrealismo en el cine
El surrealismo en las artes escénicas tuvo un insigne representante en Antonin Artaud (1896-1948), el primer dramaturgo que plasmó los principios surrealistas en el teatro. Artaud consideraba que el teatro debía representar una catarsis para el público, a la antigua usanza griega, y para ello se valía de ruidos perturbadores y mezclas extrañas de luces y sonidos. A pesar de inscribirse en los postulados surrealistas, Artaud nunca formó parte del grupo de Breton, en parte por su carácter huraño y solitario. Aquejado de graves trastornos psíquicos, murió en un manicomio a los 51 años.
El cine, esa gran innovación del siglo XX, fue el siguiente escenario (y nunca mejor dicho) al que se subieron los surrealistas. Uno de los cineastas más destacados fue Luis Buñuel (1900-1983) quien dijo aquello de “la primera película que vemos en nuestras vidas son nuestros sueños”. En colaboración con Salvador Dalí, llegado aquel año a París, creó Un perro andaluz (1929), la que es considerada como la cumbre del cine surrealista.
El filme consigue reproducir a la perfección lo que es un sueño: una sucesión de imágenes con poca o escasa conexión entre sí, objetos que primero son una cosa y después otra, saltos en el tiempo, contradicciones. Además, y como no podía ser de otra manera, la película mete el dedo en la llaga y presenta las inhibiciones sexuales de la burguesía encorsetada del momento. En este sentido, guarda relación con el guión que el ya mencionado Artaud escribió para el cine y que se tradujo en la película La concha y el clérigo, donde un eclesiástico persigue febrilmente a la mujer que es objeto de sus deseos.
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El surrealismo antes del surrealismo
Es interesante acabar este artículo con una puntualización: muchos de los movimientos de la historia del arte no eran nuevos cuando se crearon. Nos explicamos. Mucho antes del impresionismo, existieron pintores, como Velázquez, Goya y, sobre todo, Turner, que ya jugaron con la pincelada suelta para transmitir los efectos de la luz. Obviamente, no se les puede llamar impresionistas, pero entendámonos; Monet y compañía no habían descubierto nada nuevo. Simplemente, lo formalizaron y lo convirtieron en un estilo, en una corriente artística.
Lo mismo sucede con el surrealismo. Porque ¿quién puede negar que El Bosco es un pintor surrealista? Sí, vivió en el siglo XVI, una cronología muy alejada de André Breton y compañía. Pero observemos su obra. Fijémonos en El jardín de las delicias (1500-1505), El carro de heno (1512-1515) o Las tentaciones de San Antonio Abad (1510-1515); las escenas tienen una fuerte carga onírica, de sueño (o, más bien, de pesadilla). De hecho, algunos de los paisajes “bosconianos” recuerdan enormemente a Dalí que, por cierto, tenía el proyecto de escribir un libro sobre el “surrealismo antes del surrealismo”. Parece ser que nunca lo terminó.
Encontramos otros muchos “surrealistas” que vivieron antes que el surrealismo. Pieter Brueghel el Viejo (ca. 1526-1569), en su El triunfo de la muerte, despliega un escalofriante paisaje, árido, desconocido, poblado de esqueletos que luchan por llevarse las almas de los vivos. Y, ya en el siglo XIX, tenemos a un Goya enloquecido por su sordera y por los desastres de la guerra, cuyas pinturas negras no solo tienen algo de surrealistas, sino que también son precursoras del expresionismo alemán.
Por su parte, Johann Heinrich Füssli (1741-1825) hace gala del romanticismo más oscuro con obras como La pesadilla, donde una joven es atormentada por un íncubo, y William Blake (1757-1827), ilustra El Paraíso perdido, de Milton, con acuarelas que muestran visiones inquietantes y extrañas. Nada nuevo bajo el sol.