Tradicionalmente, el campo de la psicología ha venido pareciéndose en mayor medida a un campo de batalla que a un campo acumulativo de conocimiento científico. Los contendientes de dicha batalla han ido variando a lo largo de su relativamente corta historia. Y digo relativa, porque psicología ha habido siempre, desde el comienzo de las civilizaciones, aunque evidentemente, no siempre se la ha considerado bajo dicho término.
Innatistas, situacionistas, interaccionistas, conductistas, cognitivos, humanistas, psicodinámicos…la lucha entre los fervientes seguidores de unos y otros paradigmas del conocimiento psicológico ha sido diversa en cuanto a procedencias de enfoque se refiere, pero nunca ha estado exenta del recelo conceptual que a los seguidores de un determinado paradigma les suscitam las afirmaciones o consideraciones de los seguidores de otros.
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Un campo de batalla teórico y práctico
Actualmente, desde mi humilde perspectiva como ecléctico observador imparcial, considero que asistimos a la reciente contienda mayoritaria, entre el enfoque de los denominados cognitivos-conductuales contra el enfoque heredero del humanismo, es decir, de la psicología positiva. Quizás me precipite en tal observación, pero me resulta frecuente encontrarme con detractores del enfoque positivo defendido por los Seligman, Csikszentmihalyi, Dyer o Davidson entre otros, frente al enfoque clásico cognitivo-conductual de autores e investigadores como Skinner, Thorndike, Ellis y Beck entre otros.
Como si de un cortocircuito se tratase, son muchos los que se apresuran a señalar las ventajas y/o limitaciones de un enfoque sobre el otro, tratando de validar sus firmes convicciones sobre la correcta forma de aproximarse a los distintos objetivos del campo de la psicología.
Una vez más, sucede que nos sumergimos en eternas disputas internas, sobre quién se encuentra en posesión de la “verdad” absoluta, como si ésta no estuviese dispuesta a marcharse con aquellos, que en el ejercicio de su profesión, aplican unas u otras técnicas en pro de la consecución de determinado tipo de resultados (salud, bienestar, rendimiento, etc). Al final, esta clase de disputas sistemáticas, lejos de ser útiles para producir conocimiento, actúa como un lastre para el desarrollo de esta apasionante disciplina.
La visión ecléctica de la Psicología
Si algo he aprendido durante los años que llevo ejerciendo la profesión de psicólogo, es que las verdades pueden adoptar múltiples formas, que la psicología es una “ciencia viva”, que crece y evoluciona paralelamente al ritmo en que crece y evolucionan las sociedades a las que trata de ofrecer respuestas y que, en definitiva, incluso la verdad pasa a un segundo plano cuando el objetivo se limita al desarrollo de un sentido más práctico de la existencia.
Reza la afirmación latina, atribuida entre otros a Julio Cesár o al propio Napoleón, Divide et impera (Divide y vencerás) y resulta paradójico que la propia división entre los estudiosos de la mente humana, provenga precisamente de ellos mismos. Parece que el hecho de participar en esfuerzos colectivos por comprender mejor cómo pensamos y sentimos no se traduce necesariamente en una mayor capacidad para aplicar esos principios al modo en el que, de manera individual, adoptamos una actitud útil y constructiva ante las teorías y herramientas metodológicas de otros.
En definitiva, datos neuropsicológicos aparte (que parecen aplacar de un plumazo cualquier tipo de disputa en lo que al funcionamiento del cerebro se refiere), como observadores, estudiosos e interventores del funcionamiento de la mente, tenemos la responsabilidad moral de unirnos y permanecer fuertes frente a las propias fricciones internas conceptuales y frente a los intereses externos ajenos, que puedan desestabilizar el fin último de nuestra misión profesional, que no es otra que ofrecer a la sociedad en la que convivimos, las preguntas y respuestas necesarias para alcanzar sus propósitos existenciales.
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