Antes de que, en el siglo XVIII, el médico inglés Sir Richard Blackmore (1654-1729) acuñara por primera vez el término “depresión”, la palabra que se usaba para definir un estado de tristeza, apatía y aislamiento era “melancolía”. El vocablo tiene su raíz en las voces griegas melon y jole, literalmente, “bilis negra”, pues, hasta el nacimiento de la medicina moderna, se creía que un desequilibrio de este humor corporal era el responsable de la aparición de la melancolía.
Los estados de tristeza y apatía son inherentes al ser humano. En todas las épocas históricas encontramos personajes que se han encontrado en un estado mental semejante, y los artistas han recogido a través de los siglos el concepto de la melancolía-depresión a través de diversas y muy variadas interpretaciones. Hoy te traemos 7 obras maestras que reflejan la melancolía.
7 obras de arte que nos hablan de depresión
Desde Alberto Durero en el siglo XV (humanista germano profundamente interesado en la melancolía y en las diferentes maneras con que esta se manifiesta) hasta pintores del siglo XX e incluso del XXI, pasando por el genial (y depresivo) Van Gogh; la melancolía/depresión ha estado siempre presente en la historia del arte. Veámoslo a través de este breve recorrido.
1. Melancolía I (Alberto Durero)
El título de este maravilloso grabado, que vemos en una especie de banderola sostenida por un escalofriante murciélago, no deja lugar a dudas de su significado. Alberto Durero (1471-1528) quería representar la melancolía; en concreto (y según algunas teorías) la melancolía denominada “imaginativa”, la primera de todas ellas, tal y como haría referencia el número uno que acompaña el sentimiento.
La melancolía imaginativa es la que invade a los artistas e intelectuales. Durero nos la representa a través de una figura alada que dirige su mirada al frente pero que, paradójicamente, parece no ver nada. Es el artista, el creador (tal y como atestiguan los diversos objetos diseminados a su alrededor), sumergido en su propio yo, apesadumbrado por no poder culminar todo lo que bulle en su cerebro, puesto que la vida es limitada. La figura alada se lleva la mano a la mejilla, un gesto tradicionalmente relacionado con la melancolía y el “humor saturniano” de los artistas.
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2. Anciano apesadumbrado (A las puertas de la eternidad), de Vincent Van Gogh
Esta poderosa figura, doblada sobre sí misma y a la que no vislumbramos el rostro (lo que la hace aún más anónima y, por tanto, universal), fue creada por Vincent Van Gogh en 1890, apenas dos meses antes de su muerte. La pintura está basada en una serie de litografías anteriores del artista que, a su vez, estaba basada en una serie de dibujos que el pintor había realizado de un anciano conocido suyo, titulada Agotado.
Tanto la explícita actitud del anciano como el título de las obras ofrecen una evidencia clara de lo que pretendía plasmar Van Gogh. En la pintura, en concreto, vemos a un anciano entre desesperado y cansado, que se cubre el rostro con pesar mientras se deja caer, pesadamente, en una silla. Una de las litografías llevaba por título A las puertas de la eternidad, que, unido al pensamiento de que al artista le quedaban solo un par de meses de vida, suscita, en verdad, más de un escalofrío.
Es sabido que Van Gogh padecía un trastorno mental que se fue agravando con el paso de los años. Trastorno al que, por cierto, los expertos no han sabido ponerle nombre. Algunos se inclinan por un trastorno maníaco-depresivo, que, según las fuentes, lo llevó al suicidio. La teoría del suicidio, sin embargo, ha sido numerosas veces revisada.
3. Mariana (John Everett Millais)
Los prerrafaelitas, ese grupo anti-academicista de mediados del siglo XIX, tomó la inspiración de sus cuadros de las leyendas del ciclo artúrico, de los poemas de Dante y de William Shakespeare, entre muchos otros. En este caso, Millais se inspira en el personaje shakespeariano de Mariana, que aparece en la obra Measure for Measure del bardo inglés, pero pasada por el filtro romántico del poeta Alfred Tennyson (1809-1892), otra fuente recurrente de inspiración para los prerrafaelitas.
El pintor plasma a la mujer en el momento de levantarse, cansada y apática, de su asiento. Tanto en la obra de Shakespeare como en la de Tennyson, Mariana es repudiada por su prometido cuando la dote para la boda se hunde con el barco que la lleva. Desde entonces, la joven se encierra en una casa (y en sí misma) y cae en un pozo de negrura absoluta.
Varios elementos de esta hermosa tabla hacen referencia a la soledad y a la amargura de la mujer. Primero, las hojas otoñales que, además de caer, entran en la estancia, símbolo del paso del tiempo y de la eterna espera. Por otro lado, los colores terrosos y la escasa luz del ambiente nos hablan de un ambiente cerrado y claustrofóbico, con muy poco lugar para la esperanza.
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4. Sin esperanza (Frida Kahlo)
El título no deja ningún ápice de duda. Lo que Frida escribió en el reverso del cuadro, tampoco: “A mí ya no me queda ni la menor esperanza… todo se mueve al compás de lo que dicta la panza…”.
Durante esos años, la artista padeció un adelgazamiento muy grave consecuencia de su falta de apetito, probablemente provocada por su estado precario de salud, tanto física como mental. Frida se representa a sí misma acostada desnuda en una cama, mirándonos de reojo como pidiendo ayuda (o puede que con resignación). De su boca parte una especie de embudo donde, de forma fantasmagórica, entran diferentes alimentos, entre los que vemos una calavera de azúcar que porta su nombre. Tras la cama y el embudo, un paisaje casi lunar, seco y sin ápice de esperanza, presencia la escena.
5. Sol de la mañana (Edward Hopper)
Pocos artistas han retratado la melancolía y el aislamiento como Edward Hopper (1882-1967). Sus cuadros nos hablan del silencio desesperado en el que se adentran los seres humanos para huir de una civilización inhumana; los largos espacios entre las figuras, junto con la nula interacción que presentan, muestran con descarnada realidad la falta de (verdadera) comunicación del mundo contemporáneo.
En Sol de la mañana (1952), Hopper muestra a una mujer sentada en su cama, sola (¡cómo no!) perdida en sus propios pensamientos o, quizá, no pensando nada concreto. Su figura hierática y su expresión, entre cansada y ausente, transmiten la idea de un alejamiento y una notable abstracción. Solo la luz del nuevo día, que penetra por la ventana y la ilumina dulcemente, muestra un atisbo de esperanza.
6. Consuelo (Isidre Nonell)
El artista catalán Isidre Nonell (1872-1911) realizó diversos retratos de Consuelo Giménez Escuder, una adolescente gitana con la que mantuvo una estrecha relación (según algunos, de índole sentimental). El caso es que la joven murió, con solo diecisiete años, de una forma absolutamente trágica: una noche, una fuerte tormenta desplomó un muro sobre la barraca en la que Consuelo vivía con su abuela Josefa. Nonell se rompió por dentro. La muerte de la muchacha fue, probablemente, uno de los mayores y más duros golpes de su vida.
Consuelo es la protagonista de muchos de los cuadros de Nonell. Aquí hablamos en concreto de uno fechado en 1902, actualmente conservado en una colección particular, que muestra a la joven despeinada y abatida, con la mirada baja y ausente. El fondo neutro apoya la sensación de pesadumbre, sensación que ni siquiera el atavío amarillo de Consuelo puede alegrar. Parece como si tanto Nonell como la joven supieran qué les había deparado el destino…
7. Árbol de los cuervos (Caspar David Friedrich)
Friedrich (1774-1840) es uno de los grandes abanderados del Romanticismo. Sus paisajes no son simples vistas, sino que representan estados de ánimo que, más que a menudo, no son alegres (¿cómo podría ser de otra manera, si se trata de un pintor romántico?).
El mismo Friedrich padeció trastornos mentales a lo largo de su vida, y compaginaba episodios de euforia con otros de retraimiento y soledad. Su Árbol de los cuervos es, probablemente, una de sus pinturas más famosas: en ella vemos un árbol grande y leñoso, inevitablemente lastrado por los años, bañado por unos hermosos colores de atardecer. De su copa casi sin hojas alzan el vuelo algunos cuervos, símbolo evidente de la fugacidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte. La atmósfera es sombría e incluso tétrica; la plasmación pictórica de un sentimiento absolutamente desesperanzado.