Cuando alguien sufre, es casi inevitable sintonizar con su dolor. Las personas somos empáticas por naturaleza y, gracias a ello, podemos vivir en sociedad, ayudándonos las unas a las otras.
Sin embargo, un exceso de empatía y compasión nos impide ser de ayuda para los demás. Cuando sintonizamos demasiado con el sufrimiento ajeno, lejos de ver qué hacer para mejorar su estado, nos bloqueamos y hacemos nuestro un problema del que no deberíamos encargarnos.
Si queremos ayudar a quienes sufren es necesario mantener una distancia compasiva, protegiendo nuestro equilibrio emocional pero comprendiendo cómo se siente la otra persona. Veamos cómo conseguirlo.
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¿Qué es la distancia compasiva?
La distancia compasiva se puede entender como situarse en un espacio psicológico de protección, donde nos resultará más fácil evitar que quedemos impregnados por las emociones de los demás.
Como su nombre indica, implica compasión, brindar apoyo desde la comprensión y la empatía, pero hacerlo con prudencia emocional y evitar que nos inundamos por la tristeza, el enfado o la ansiedad ajeno. Es entender a los demás, querer ayudarles, pero evitando convertir sus problemas en los nuestros.
No saber establecer límites a nuestra compasión por los demás puede llevarnos a sufrir el síndrome del desgaste por empatía. Esta peculiar condición consiste en agotamiento físico, mental y emocional causado por ponernos por demasiado tiempo en el lugar de otras personas, sentir lo mismo que ellas sienten. Conectar con experiencias traumáticas de los demás siempre deja huella, un malestar emocional que puede corroernos por dentro.
Es este mismo desgaste por empatía el que viven cientos de profesionales que trabajan con personas que lo están pasando mal. Médicos, enfermeras, trabajadores sociales, psicólogos… todos ellos profesionales que sufren lo mismo que sus pacientes cuando les cuentan sus experiencias dolorosas. Cuesta evitarlo, pues somos humanos y, sobre todo en las profesiones asistenciales, se sintoniza con las emociones de los demás.
Es casi imposible no identificarse con el sufrimiento de los demás hasta el punto de llegar a sentirlo como propio. Pero, si no le ponemos un límite, si no aplicamos esa distancia compasiva que nos proteja, ponerse demasiadas veces en los mismos zapatos que quienes sufren nos dejará secuelas. Nuestra salud mental se verá afectada no por haber experimentado una experiencia traumática, sino por haber sintonizado con la vida de quienes sí la han vivido.
Si queremos ayudar a los demás, debemos aprender a separar las cargas propias de las ajenas. Cierto que empatizar y sentir compasión por otras personas es humano, pero puede llegar a ser muy ineficaz si eso nos bloquea a causa de contagiarnos de su malestar. En cambio, cuando logramos poner una distancia adecuada de quien sufre, entendiendo cómo se siente pero viéndolo como lo que es, un dolor que no es nuestro, es posible dar lo mejor de cada uno para ayudar a quien lo necesita.
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La compasión y su función
Hay personas que, ante el dolor de los demás se quedan totalmente paralizadas. Las personas podemos llegar a ser muy sensibles, tanto que vivimos en nuestras propias carnes el dolor, el miedo, el sufrimiento y, en general, el malestar de quienes sí son víctimas reales de una desgracia. El dolor emocional causado por la empatía es tan intenso que hace que nos cueste reaccionar.
La capacidad de empatizar con el sufrimiento ajeno, sea físico o emocional, es un proceso que puede apagar nuestra razón. Nos dificulta pensar de forma fría y racional, a pesar de que la desgracia no va con nosotros. Experimentar esto no es nada útil pues nos impide tanto seguir con nuestras vidas como ayudar a quien necesita de nuestra ayuda. En este aspecto podemos hablar de la investigación llevada a cabo por el doctor Paul Gilbert, del departamento de salud mental del Kingsway Hospital en Derby (Inglaterra).
Con sus trabajos, Gilbert llegó a la conclusión de que la compasión humana es una ventaja evolutiva orientada a un único fin: ayudar a los demás. Por ese motivo, quedarse bloqueados por un exceso de compasión, o mejor dicho por una inundación emocional, va en contra de esa funcionalidad. Es justo en esta situación donde debería actuar la distancia compasiva.
Comprender el malestar ajeno sin hacerlo propio
Se podría decir que la distancia compasiva es una habilidad que actúa como regulador de nuestra empatía. Es como una suerte de filtro que hace que una de nuestras capacidades más humanas, sintonizar con las emociones ajenas, no nos pase una mala factura y nos inunde emocionalmente. Las inundaciones nunca son buenas, incluso las que suceden en nuestra mente.
Aplicando la distancia compasiva podemos comprender la realidad mental de los demás, pues seguimos siendo seres empáticos, pero sin quedar atrapados en su sufrimiento. No se debe entender esta distancia de protección psicológica como volverse frío, pero sí mantener, como ya hemos comentado, una distancia prudencial, la suficiente para poder ver lo que le pasa a otra persona y entenderla pero sin que nos salpique su dolor emocional. Con ella, podremos lograr la suficiente claridad mental como para ayudar a quien sufre.
Cuando las personas sufrimos, nuestro drama personal puede convertirse en un agujero negro que atrape a los demás. La distancia compasiva evita caer en tal agujero, evita sobrecargarse de las emociones ajenas que pueden apagar nuestros recursos para ayudarles. Si nos situamos al mismo nivel de sufrimiento que quienes están sufriendo de primera mano, no podremos ayudarles. El mismo dolor que les hace no ver la luz al final del túnel nos provocará lo mismo.
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Las consecuencias de no aplicar la distancia compasiva
La distancia compasiva es ponerse en el lugar del otro, pero sin instalarse en su dolor. Es totalmente normal que cuando un amigo, familiar o conocido nos cuenta algo que le hace sufrir nos pongamos en sus zapatos, pero debemos volver a ponernos los nuestros. Como con los zapatos de verdad, llevar los de otra persona nos puede hacer daño, sobre todo si tiene las suelas agujereadas. Las consecuencias de no aplicar la distancia compasiva se relacionan todas ellas con desgaste emocional, siendo las siguientes:
1. Estrés postraumático
Hacer propios los problemas ajenos nos puede hacer reexperimentar una y otra vez su drama. Recordamos el sufrimiento ajeno a modo de flashbacks, a pesar de no haberlos vivido en primera persona. Es una especie de estrés postraumático.
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2. Fatiga por compasión
Sintonizar con los sentimientos ajenos implica invertir nuestros recursos cognitivos y emocionales. Dicho en otras palabras, cuando nos ponemos en la piel de otras personas nos imaginamos qué fue lo que sintió, y ese ejercicio mental consume energía. Si lo hacemos varias veces a lo largo del día podemos caer en una verdadera fatiga por compasión.
Además, viviremos irritados, tristes y enojados a causa de las experiencias ajenas. Las emociones negativas nos consumen psicológica y físicamente. El cansancio que provocan nos impedirán tomar decisiones y pensar con claridad, además de que no podremos concentrarnos bien a causa de estar todo el rato recordando las múltiples cosas malas que les puede haber ocurrido a nuestro círculo cercano y que ahora experimentamos como si fueran nuestras.
3. Insatisfacción con uno mismo
Como decíamos, no ser capaz de mantener una distancia prudencial con las emociones de los demás nos puede bloquear. El principal cometido evolutivo de la compasión es ayudar a los demás entendiendo cómo se sienten pero, si no somos capaces porque nos hemos visto inundados por sus emociones, será cuestión de tiempo que nos sintamos profundamente insatisfechos con nosotros mismos. Sentiremos que no estamos ayudando a nadie, que no somos buenas personas o que somos unos inútiles.
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Claves para manejar el sufrimiento ajeno
La palabra compasión tiene varias acepciones. Cada persona la puede interpretar a su manera, aunque lo más frecuente es pensar en piedad, lástima y amabilidad. Cierto que tiene que ver con estos sentimientos, pero cuando hablamos de la compasión tomando la perspectiva del doctor Gilbert debemos asignarle una definición más proactiva, con fuerza, determinación y coraje, necesarios para actuar ayudando a los demás y ser de verdadera ayuda.
La clave de la distancia compasiva es conectarse con las emociones de los demás sin quedarse abrumados por las mismas. Podemos lograrlo teniendo en cuenta varias estrategias:
1. Comprender el dolor, no contagiarse de él
La distancia compasiva es comprender el dolor ajeno, pero no contagiarse de él. Es como hacer un viaje de ida y vuelta a la realidad emocional de otra persona, viendo qué siente pero sin quedarse ahí. Su dolor no es nuestro dolor, pero lo comprendemos y también lo sentimos. Así evitaremos que nos bloquee pero podremos ayudarle sabiendo qué es como se siente.
2. No podemos salvar a los demás, pero sí acompañarlos
No estamos obligados a salvar a nadie que esté sufriendo, pero es humanamente deseable acompañarle en su dolor. La distancia compasiva implica ser consciente de que no es nuestra tarea cargar con el pesado dolor de los demás. No podemos resolver los problemas que no son nuestros, ni siquiera queriendo. Hay cosas que es tarea de cada uno ponerles solución.
3. Aplica límites emocionales
Una muy buena forma de evitar inundarnos por emociones ajenas es aplicar límites. Estableciendo con claridad cuáles son las banderas rojas que nadie debería sobrepasar a la hora de escuchar su malestar, nos servirá para evitar que nos lo contagien. No podemos estar todo el día a todas horas para los demás, hay que marcar unos horarios de disponibilidad emocional.
El resto es tiempo para nosotros, momentos del día en donde tenemos todo el derecho del mundo a decir “no” cuando no nos vemos con ganas de escuchar a otras personas contarnos sus problemas. Nosotros ya tenemos los nuestros propios.