Etimológicamente, la palabra infierno proviene del latín ínferus que, a su vez, está relacionada con la raíz indoeuropea que significa “más abajo” o “por debajo”. Es decir, que lo que nosotros conocemos como un espacio de tormento eterno, tiene un significado más cercano a “lugar subterráneo”, situado en algún punto indeterminado por debajo del mundo.
Así era como veían el infierno los habitantes de la Antigua Grecia. En un principio, el inframundo (una palabra que, por otro lado, significa lo mismo, “por debajo del mundo”) era simplemente el lugar donde iban a parar las almas de los fallecidos, pero, al menos hasta Platón, carecía de la connotación castigadora que le dio más tarde el cristianismo.
Si te interesa este tema, sigue leyendo. A lo largo del artículo, descubrirás cómo veían los antiguos griegos la existencia de ultratumba y qué creían que les pasaba a sus muertos después de abandonar la vida en la tierra.
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Un lugar de almas errantes
En todas las culturas ha existido y existe una idea determinada de qué les sucede a los fallecidos tras traspasar el umbral de la muerte. En todas las religiones encontramos una mitología referente a la existencia postmortem, que varía en función de las características de la sociedad que la crea.
Así pues, está claro que los antiguos griegos tenían asimismo sus propios mitos acerca del más allá. Sin embargo, y respondiendo a la pregunta del título, no, en un principio no creían en el “infierno” tal y como nosotros lo planteamos. Nos explicamos a continuación.
Con Platón (s. V a.C.), empieza el planteamiento de un posible juicio a las almas tras el fallecimiento. En concreto, es en su obra Gorgias que el filósofo propone el Tártaro, uno de los elementos de los que se componía tradicionalmente el inframundo griego, como el lugar donde van a parar las almas de las personas malvadas. Esto solo es posible, por supuesto, gracias a un juicio previo del que, en el caso griego, se encargan tres personas: Minos, rey de Creta, su hermano, Radamantis, y Éaco, rey de Egina. De este juicio y la “clasificación” de las almas hablaremos más tarde.
Sin embargo, en la época arcaica y anterior a la era de Pericles, no encontramos referencias al inframundo como lugar de castigo. De hecho, en la poesía homérica se habla de los fallecidos, en general, como seres sin fuerza ni sentido común. En otras palabras, sombras incapaces de discernimiento, que vagan eternamente por el Hades y evocan constantemente, entre lamentos, su vida anterior en la tierra.
Por el mismo motivo, los fallecidos no tenían ningún poder para interferir en los vivos. Como mucho, podían “irritarse” si alguien les faltaba al respeto o violaba sus tumbas (las sombras de los muertos tenían fama de irascibles), pero no poseían ninguna facultad para perseguir a sus detractores y materializar su venganza. En suma, el inframundo de la época homérica (s. VIII a.C.) es un lugar indeterminado y vago, donde las almas deambulan desconcertadas para toda la eternidad.
¿Dónde estaba el mundo de los muertos?
En este sentido, el Hades, que es como se denominaba el mundo de los muertos, era simplemente eso, el “hogar” de los fallecidos. Estos no recibían ningún tipo de distinción ni dependía su suerte postmortem de lo que habían sido en vida, con excepción, quizá, de los héroes más sobresalientes, que tenían un espacio reservado cuya localización y características varían según la época y los autores.
Porque el lugar donde se encontraba el Hades no estaba especificado. Etimológicamente, ya hemos visto que tanto la palabra infierno como inframundo significan “por debajo”, pero, sin embargo, los griegos nunca usaron estas palabras para referirse al mundo de los muertos. En general, se identificaba el hogar de los difuntos con su gobernante, el dios Hades, hermano de Zeus a quien le había tocado en suerte tan triste destino, por lo que, al hablar del inframundo, los griegos solían decir “la casa de Hades” o, simplemente, “el Hades”.
La localización de los dominios de Hades es confusa y variable. Uno de los mitos narra cómo los tres dioses que derrotaron a los antiguos titanes, los hermanos Zeus, Poseidón y Hades, se repartieron el mundo y se adjudicaron el cielo, el mar y el mundo de los muertos, respectivamente. Sin embargo, no se especifica dónde se ubicaba exactamente el reino de Hades.
En algunas fuentes antiguas lo sitúan más allá del Océano, que era el “río” que rodeaba la tierra, por lo que, en este caso, no sería un lugar de “inframundo”, sino una especie de isla, brumosa y sombría. Más tarde, con el descubrimiento de otras tierras, se comprobó que tras las aguas no se encontraba ningún lugar semejante, por lo que se empezó a hablar de un espacio debajo de la tierra, cuyas puertas de entrada estaban repartidas por todo el mundo. En todo caso, las descripciones coinciden en caracterizar al Hades como un reino oscuro donde la luz nunca penetraba y donde los muertos vagaban tristemente para toda la eternidad.
Una geografía infernal
Las entradas a este reino lúgubre eran variadas. Los antiguos griegos creían que muchos ríos conducían al Hades cuando sus aguas desaparecían bajo rocas o bajo tierra; es el caso del río Aqueronte, del que se creía era entrada directa al reino de los muertos.
El Hades tenía configurada su propia geografía, que, a pesar de encontrar variaciones dependiendo del autor, podemos dibujar de forma bastante homogénea. Ya hemos comentado que el Aqueronte era una de sus puertas de entrada. Cuando el fallecido traspasaba finalmente el umbral, se encontraba con Caronte, el barquero, que era el que debía conducirle a través del río hasta el señorío de Hades.
El muerto debía pagar el trabajo del barquero, por lo que era común depositar en los ojos o en la boca del finado una moneda. Si los familiares se olvidaban de este detalle, corrían el riesgo de que el barquero denegara el ingreso a su fallecido y que este se viera obligado a vagar por los lindes del inframundo de forma indefinida.
Una vez traspasado el río, el alma se debía enfrentar a Cerbero, el perro de tres cabezas que guardaba celosamente el ingreso al reino de su señor. La misión del can era que ningún vivo penetrara en el Hades, así como que ningún muerto lo abandonara. Sin embargo, la mitología griega recoge el nombre de tres vivos que consiguieron entrar: Heracles, Teseo y Orfeo. Los tres se valieron de diversas habilidades para burlar al guardián; por ejemplo, Orfeo lo durmió con la música de su lira.
En el reino de Hades existían varios ríos. Ya hemos hablado del Aqueronte, el “río de la aflicción”, nombre acertado si tenemos en cuenta que los muertos lamentaban profundamente el tener que abandonar su existencia previa. Uno de sus afluentes era el Cocito, el “río de los lamentos”, del cual se habla en la Odisea.
Otro era el Leteo, el “río del olvido”, que regaba la fuente del mismo nombre y donde los fallecidos olvidaban su pasado al beber. El cuarto y último era el Flegetonte, un “río de fuego” aterrador que, según Platón, conducía al Tártaro, lugar de castigo. Es inevitable relacionar, por cierto, la idea platónica del fuego como elemento castigador y la mitología cristiana al respecto.
Finalmente, existía un río o laguna que rodeaba el Hades y cuya entrada se decía que se encontraba en la Arcadia, donde se ubicaba una fuente cuyas aguas eran tóxicas. Sin embargo, estas aguas poseían también cualidades mágicas, puesto que fue allí, según la mitología, donde la ninfa Tetis bañó a su hijo Aquiles. Esta laguna recibía el nombre de Estigia, y es probablemente la más conocida del reino de los muertos.
Del “hogar de los muertos” a la clasificación de las almas
Ya hemos comentado cómo es a partir de Platón, relacionado con sus teorías del Bien y del Mal, cuando se empieza a ver el Hades como un lugar donde se juzga a los fallecidos en base a los actos cometidos en vida. En este sentido, el filósofo establece el Tártaro como el lugar de horrible castigo para los realmente malvados.
Para los que se encontraban “en medio”, es decir, para los que no eran ni malvados ni virtuosos, se les asignaba los Campos Asfódelos. Se trataba de un prado cubierto de flores de la especie de los asfódelos, que era de lo que se alimentaban los difuntos que allí vivían. Era un lugar apacible donde las almas “normales”, que no se distinguían por ninguna maldad u heroicidad, pasaban su existencia postmortem.
Finalmente, los héroes o personajes eminentemente virtuosos ingresaban en los Campos Elíseos, también conocidos como Islas de los Bienaventurados. En general, las fuentes admiten que, en este lugar, los escogidos disfrutaban de una existencia plácida y rodeados de pasatiempos y delicias.
Esta idea de “clasificación” de las almas según su vida terrena acerca el concepto del Hades de la última época griega con otras culturas; no sólo con la cristiana, cuya similitud es evidente, sino también con la egipcia, que contaba a su vez con un juicio, el famoso “pesaje del corazón”. Sin embargo, en el caso del país del Nilo, los malvados no eran condenados para toda la eternidad. El destino que les estaba reservado era todavía más aterrador para un egipcio (cuyo mayor miedo era ver su identidad aniquilada): Ammyt, el Gran Devorador, los engullía y terminaba para siempre con su existencia, tanto mortal como inmortal.