La Grecia clásica ha sido siempre un referente en cuanto a belleza. El mismísimo Gombrich, en su inmortal obra La historia del arte cae en alguno de estos tópicos cuando manifiesta que, durante el siglo de Pericles, empezó “el gran despertar del arte”. En este sentido, el eminente teórico se deja llevar por la creencia, tan usual en Occidente, de que Grecia supuso el culmen del arte y de la belleza.
¿Es esto realmente así? ¿Podemos afirmar categóricamente, como hace Gombrich, que durante la Grecia clásica se produjo un despertar? Sí y no. Si nos atenemos estrictamente al nacimiento de un arte naturalista, sí, Atenas fue el referente. Pero ¿es que acaso podemos reducir el arte a una copia naturalista de la realidad?
Cánones de belleza del arte clásico
La época clásica también tiene sus tópicos artísticos, aunque parezca mentira. En su caso, y a diferencia del arte medieval (más denostado), estos tópicos provienen más bien de la idealización que se realizó durante el siglo XVIII, cuando se recuperaron los supuestos cánones clásicos y surgió la academia.
En el artículo de hoy vamos a repasar brevemente cuáles son los cánones de belleza en los que se basó el arte clásico griego y cómo se recuperaron durante el Neoclasicismo.
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La observación de la naturaleza
El arte griego que tenemos en mente corresponde sólo a un periodo determinado de la historia de Grecia; exactamente, los años que transcurren desde el denominado “Siglo de Pericles” (s. V a.C.) y la época helenística (s. IV a.C.). Pero el recorrido artístico de las polis griegas empezó, por supuesto, mucho antes.
Si tomamos las primeras manifestaciones de escultura griega, el llamado estilo arcaico, observaremos que los cánones de belleza son muy similares a los egipcios. Prototipos claros de este arte son los Kuroi y las Korai (Kurós y Koré en singular), esculturas de muchachos y muchachas que se han venido considerando atletas y sacerdotisas, respectivamente. En todas ellas, observamos unos cánones rígidos y simétricos, muy cercanos a la estatuaria del país del Nilo.
Tanto las korai como los kuroi se encuentran invariablemente de frente, con un aura mayestática en la que apenas se insinúa movimiento. Los volúmenes son contundentes y estáticos, y la anatomía está apenas esbozada. Corresponden, como sus homólogas egipcias, a una imagen idealizada de un concepto o de un personaje.
Tras las guerras con los persas y la activación cultural de Atenas, algo empieza a cambiar. Las esculturas padecen una “naturalización”; ya no se trata de representaciones “dogmáticas” de hombres y mujeres, sino de intentos evidentes de copiar la anatomía humana real, con un estudio profundo de los músculos, los huesos, los tendones y todos los elementos necesarios para construir un cuerpo creíble. Es a esto a lo que se refiere Gombrich cuando dice “el despertar del arte”: por primera vez en la historia, el ser humano copia la naturaleza de forma realista.
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Un cuerpo absolutamente idealizado
Sin embargo, ¿corresponden los cuerpos de las esculturas del siglo V y IV a.C. a seres humanos reales? La respuesta es no. Porque a pesar de que los griegos de esa época iniciaron un evidente estudio del natural, las representaciones finales no son plasmaciones de hombres y mujeres concretos. Corresponden a un ideal de belleza, que los griegos consiguen a través de la observación de muchas anatomías y a través de una selección de los elementos más “bellos”.
En este sentido, podríamos decir que el arte griego clásico es igualmente idealizado, en consonancia con sus compañeros egipcios y orientales; sólo que su idealización se construye de diferente manera. Mientras que estos se basan en una idea que luego intentan plasmar plásticamente, los griegos de la época clásica observan la anatomía y seleccionan aquellos elementos que deben aparecer en un cuerpo idealmente perfecto.
Para ello, los griegos no dudan en adaptar su obra a la visión del espectador para que aquella resulte más bella. Las columnas del Partenón están “torcidas” ex profeso para que, al mirarlas, el ojo las interprete como perfectamente alineadas. De otra manera, si el arquitecto las hubiera levantado rectas, nuestra mirada las deformaría. Por otro lado, y tal y como sostiene Umberto Eco en su obra Historia de la belleza, el artista tampoco se amedrenta a la hora de adaptar un escudo a la vista de quien lo mira, precisamente para que este no lo perciba excesivamente chato.
Es decir, que los artistas griegos conocían los errores de la mirada humana y de la perspectiva y, en honor a la belleza, no dudaban en cambiar las formas reales. Por tanto, decir que los griegos “copiaban la naturaleza” es un error tan grande como afirmar que “en la Edad Media no existía ningún tipo de naturalismo”. Las cosas, como siempre, no son blanco o negro.
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Ethos y pathos
La proporción y la armonía son claves durante el periodo clásico para entender su concepto de belleza. En el cuerpo humano, Policleto establece el canon de las siete cabezas como medidas perfectas, lo que nos devuelve a lo expuesto anteriormente: que, a diferencia de lo que se cree, los griegos también plantearon un arte “idealizado”, en absoluto realista.
Por otro lado, durante la Grecia Clásica encontramos como elemento predominante en la creación artística el ethos, que, a pesar de que estrictamente vendría a significar “conducta”, en términos artísticos se utiliza para expresar la contención. Tal y como estaba escrito en las paredes del templo de Delfos: “De nada demasiado”. Esta es la premisa que resume a la perfección el ideal clásico: la armonía como contención del siempre alborotador caos.
Por ello, cuando en 1506 se descubre la escultura del Laocoonte, los humanistas de la época se quedaron verdaderamente asombrados. ¿Qué era aquella masa informe de carne que se movía, luchaba y se contraía? ¿Dónde estaba el ethos en aquella estatua?
Lo que los descubridores del Laocoonte desconocían era que esta creación pertenecía de lleno a otro periodo, el helenístico, donde, siguiendo las teorías de Nietzsche, Dionisio sustituye a Apolo. En otras palabras; en el último periodo griego, que corresponde con las conquistas macedónicas de Alejandro Magno, el sentido de la contención armónica deja paso a la agitación de las emociones, al pathos más genuino. Las esculturas, por tanto, pierden ese equilibrio casi milagroso y empiezan a “moverse” y a mostrar sus vaivenes interiores. Dionisio, el dios del caos, de la noche, de la fiesta, ha sustituido al siempre calmo Apolo.
Ideales femeninos e ideales masculinos
Es una idea comúnmente aceptada que los desnudos en la historia del arte los han protagonizado siempre las mujeres. Esto no es cierto, al menos en los primeros siglos del arte. De hecho, si tomamos la estatuaria griega, seguramente encontraremos un sinnúmero de desnudos masculinos, y prácticamente ninguno femenino.
Recordemos que la sociedad griega era eminentemente misógina. Las mujeres vivían recluidas en los gineceos de las casas y no tenían acceso a ningún tipo de actividad social, mucho menos política. El cuerpo de la mujer era un auténtico tabú, aunque no así el del hombre. De hecho, desde épocas arcaicas encontramos desnudos masculinos (los famosos kuroi, por ejemplo), que representan, seguramente, a atletas divinizados. Los participantes de los juegos competían desnudos, y desnudos jugaban los hombres en las palestras de los gimnasios. La belleza del desnudo masculino se evoca constantemente, pero no así el de la mujer.
Tendremos que esperar a Praxíteles (s. IV a.C.), ya de época helenística, para encontrar los más espléndidos desnudos femeninos de Grecia, las famosas Afroditas, que encarnan, al igual que la estatuaria masculina (como el Apolo de Belvedere o el Hermes de Praxíteles) el ideal del cuerpo femenino. Sin embargo, a diferencia de sus compañeros, las Afroditas no muestran su cuerpo entero; a menudo se cubren los genitales y las piernas con túnicas, para dejar solo la parte superior del tronco a la vista. Otras veces, Afrodita se cubre pudorosamente con las manos y los brazos, en lo que se conoce como las Venus púdicas.
Es en la época moderna y, especialmente, durante los siglos XVIII y XIX, cuando el desnudo femenino alcanza su plenitud, gracias a la recuperación del arte clásico y del surgimiento de la academia. Por cierto, que el Neoclasicismo realizó una interpretación particular del arte clásico griego. Para empezar, plasmaba la idea de la “pureza del mármol”; esculturas inmaculadamente blancas que realzaban así su silueta. Nada más lejos de la verdad. Porque los griegos, al igual que los medievales, otorgaban a la policromía una importancia capital. De la misma manera que la Edad Media no fue oscura, la Grecia clásica no fue blanca. Fue una espléndida apoteosis de colores, surgida en medio de aquel ethos contundente y magnífico.