Todos conocemos la Antigua Roma, pero... ¿sabemos en qué etapas se divide su historia y qué características tuvo cada una de ellas? Roma no fue siempre un imperio, ni tampoco se fundó como una república.
Los historiadores distinguen claramente 3 etapas en la historia de Roma: monarquía, república e imperio. Además de profundizar en qué consistió cada una de ellas, en este artículo nos detendremos también en los últimos años del Imperio Romano, cuando las hordas germanas penetraron en sus fronteras e hicieron tambalear una realidad que había perdurado durante siglos.
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Las etapas de la Antigua Roma (resumidas)
Veamos, pues, cuáles son las etapas de la Antigua Roma y sus características principales.
1. Primera etapa: la monarquía
No sabemos a ciencia cierta qué sucedió durante los primeros años de la existencia de Roma. De hecho, ni siquiera conocemos nada sobre su fundación, ni quiénes la protagonizaron. Bien, a decir verdad, sí que tenemos información, pero esta es meramente legendaria.
La mitología romana atribuye la fundación de la ciudad a Rómulo, el legendario primer rey de Roma. Tanto él como su hermano gemelo Remo descendían de Ascanio, que era, a su vez, hijo de Eneas, el troyano huido. Detengámonos un poco en esta leyenda para conocer cómo describían los antiguos romanos los orígenes de su ciudad.
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El origen que se hunde en la leyenda
Cuenta la mitología romana que Eneas huyó del incendio de Troya y se refugió en el Lacio, Italia. Allí, se erige como rey del pueblo de los latinos, los habitantes de la zona. A su muerte, le sucede su hijo Ascanio, que funda la ciudad de Alba Longa, la antecesora directa de Roma.
Con esta leyenda, los romanos se adjudicaban una ascendencia mítica: eran hijos nada menos que de un troyano, por lo que vinculaban su cultura con la tan admirada cultura griega. No solo eso, sino que, al ser Eneas hijo de la diosa Afrodita, los romanos remontaban sus orígenes a los mismísimos dioses. Toda una estratagema que pusieron por escrito autores como Tito Livio y Virgilio ya en época de Octavio Augusto, y que formó parte del mecanismo de propaganda del nuevo emperador.
Pero volvamos a la leyenda. Como ya hemos comentado, Rómulo funda la ciudad de Roma una vez muerto su hermano (de hecho, la llamó Roma en su honor). Rómulo se erige, pues, en el supuesto primer rey de la ciudad, aunque no exista prueba histórica alguna que lo testifique.
Los primeros reyes de Roma
¿Qué hay de cierto en la leyenda? En la colina Palatina se han encontrado restos de una aldea de la Edad del Hierro (aproximadamente, de mediados del siglo VIII a.C), por lo que las evidencias arqueológicas apoyan, más o menos, la teoría de la fundación de una nueva ciudad en los mismos años que la leyenda sitúa la de Roma. Desconocemos si Rómulo existió realmente; no nos han llegado registros que demuestren su presencia en la aldea.
Tampoco parece haber pruebas sólidas de la existencia del segundo rey, Numa Pompilio, cuya vida se mezcla también con la leyenda. En teoría, este monarca fue elegido rey por el Senado romano tras la muerte de Rómulo. Se sabe que, durante la monarquía romana, los reyes eran elegidos por el Senado (su cargo no era hereditario); generalmente, los candidatos pertenecían a las familias principales de la sociedad romana (las que, más tarde, dieron origen a las familias patricias de Roma, como los Julios o los Cornelios).
Los últimos años de la monarquía romana
Los dos reyes que siguieron a Numa Pompilio, Tulio Hostilio y Anco Marcio, carecen también de registros sólidos que apoyen su existencia. Tenemos solo el testimonio de autores como Tito Livio y Dioniso de Halicarnaso, que los historiadores ponen en entredicho por la gran cantidad de elementos legendarios que sus historias presentan. Sea como fuere, a Tulio Hostilio se le atribuye la conquista de Alba Longa, la antigua ciudad fundada por el hijo de Eneas. A partir de entonces, la preeminencia de Roma en el Lacio será indiscutible.
De los últimos reyes, Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio sí que poseemos registros históricos más o menos fiables. El último rey de los romanos, Tarquinio el Soberbio, consiguió la absoluta hegemonía de Roma en el Lacio gracias a sus conquistas, mediante las que sometió al resto de pueblos. Fue un rey despótico y cruel; en 509 a.C, Tarquinio fue derrocado, según la leyenda, a causa de la indignación que causó la violación que su hijo había infligido a Lucrecia, una patricia romana. Terminaba una época; nacía la República romana.
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2. Segunda etapa: La República romana
Tras el derrocamiento de Tarquinio el Soberbio y la expulsión de los Tarquinios de Roma, se eligieron dos cónsules (449 a.C) que tomaron el gobierno de la ciudad. Se iniciaba, así, un nuevo periodo en la historia de Roma: la res publica, o república.
La res publica o cosa pública. ¿Un gobierno para todos?
Res publica es una voz latina que puede traducirse como la cosa pública, o los asuntos públicos (de res, cosa, y publica, de todos). En el derecho romano, se contrapone a la res privata, es decir, a la cosa que atañe a alguien en particular. En pocas palabras, y grosso modo, puede decirse que, con el advenimiento de la República romana, se inauguraba el concepto de estado en tanto que elemento que atañía a todos los ciudadanos.
Bien, no a todos. Porque no todos los habitantes de Roma y sus territorios tenían derechos civiles y políticos. No hace falta decir que los esclavos no tenían nada parecido (de hecho, ni siquiera eran considerados seres humanos), pero tampoco tenían derechos los plebeyos libres. Los únicos que tenían acceso al gobierno y a los privilegios eran los patricios, descendientes de los primeros fundadores de Roma y que ostentaban, como recuerdo de casta, los apellidos o familia.
Los cargos de la República romana: las magistraturas
La república romana se había creado para, en parte, evitar los errores cometidos en la época de la monarquía. Para ello, se designaron, como ya hemos dicho, dos cónsules, que poseían los poderes que antaño habían pertenecido al monarca (el imperium y el auspicium). El primer poder hacía referencia a los poderes militares y judiciales, mientras que el segundo tenía un carácter religioso y tenía relación con la figura del dirigente como mediador ante los dioses. Los poderes de los cónsules duraban un año.
Con el correr del tiempo, se fueron sumando nuevas magistraturas: el pretor, el censor, los ediles, los cuestores… Se añadió también una curiosa figura, el dictator o dictador, cuya función era bastante diferente al concepto que tenemos hoy en día. El dictator solo se erigía en caso de contrariedades importantes o caos político, y se le asignaban todos los poderes. Pero, para evitar abusos de poder, su cargo estaba limitado a seis meses, durante los cuales debía solucionar los problemas que aquejaban al estado.
La expansión de Roma
Fue durante la República cuando Roma empezó a consolidarse como nueva potencia militar en el Mediterráneo. En el siglo IV a.C ya había empezado la expansión por Italia, y, durante el siglo II a.C, los romanos conquistaron toda la Península Ibérica. Mientras, se habían enzarzado en una acalorada lucha contra Cartago por la hegemonía mediterránea: fueron las llamadas Guerras Púnicas, que se alargaron durante más de un siglo. La derrota de Cartago en 146 a.C marcó el punto de inflexión. Roma se convertía en la dueña y señora de todo el Mediterráneo.
Los años difíciles: las guerras civiles del siglo I a.C
Tras una etapa de esplendor republicano, la inestabilidad política y social se cierne sobre Roma. La crisis culmina en las llamadas guerras civiles, que azotaron la República durante el último siglo antes de Cristo. En este periodo, una figura destaca por encima de las demás: la de Julio César.
César pertenecía a la facción política de los populares que, grosso modo, se inclinaba por dotar de ciertas mejoras a las clases más bajas de Roma; entre ellas, la modificación del sistema de reparto de grano. Todo ello, junto con su extraordinaria capacidad de oratoria, le hizo ganarse las simpatías de la masa plebeya. En el lado opuesto, y declarados enemigos de los populares, estaban los optimates, que apoyaban a los patricios romanos y se oponían claramente al ascenso político y social de los plebeyos nacidos en las partes conquistadas. La consecuencia de esta enemistad acérrima fue el enfrentamiento entre Julio César y Pompeyo, miembro del partido de los optimates, dentro del complejo contexto que suponen las guerras civiles romanas. Tras la derrota y muerte de Pompeyo, Julio César se erige como señor absoluto de Roma.
Con César, los romanos asisten a una paulatina restauración del poder real, contra el que tanto habían luchado. Nombrado dictador vitalicio y pontífice máximo, Julio César representaba un peligro para la República romana. Así, en los famosos idus de marzo del año 44 a.C, el dictador es asesinado.
Sin embargo, la República ya estaba herida de muerte. Con el asesinato de César se inicia otro periodo de inestabilidad y guerras, que culmina con el nombramiento de su hijo adoptivo, Octavio Augusto, como primer emperador de Roma.
3. Tercera etapa: el Imperio
Octavio no absorbió de inmediato los poderes imperiales. Primero se instaura el Principado, durante el que las instituciones de la República siguen vigentes. Pero poco a poco, el joven va adquiriendo cada vez más poder, hasta que, en el año 27 a.C, es proclamado augusto, nombre por el que será conocido. Se iniciaba el tercer y último periodo en la historia de Roma, y también el más extenso.
El Alto Imperio (27 a.C – siglo III d.C)
El Imperio Romano se extiende nada menos que 500 años en la historia, desde el 27 a.C, año de la proclamación de Augusto, hasta el 476 d.C, en que se depone al último emperador, Rómulo Augústulo. Cinco siglos en los que se suceden las dinastías, los conflictos, las épocas de paz y los períodos oscuros.
Los historiadores distinguen dos etapas en el Imperio Romano: el Alto Imperio y el Bajo Imperio. El Alto Imperio se inicia, como ya hemos comentado, con la proclamación de Octavio Augusto, y termina con el último emperador de la dinastía de los Severos, Severo Alejandro. Destacan en esta etapa emperadores de la talla de Trajano, que llevó el Imperio a su máxima expansión, y Adriano, que culminó la tarea de su predecesor con la estabilización de las fronteras.
Durante el Alto Imperio contamos también con emperadores cultos, como Marco Aurelio, de la dinastía Antonina, autor de las famosas Meditaciones, un compendio de filosofía estoica destinada a llevar una vida ordenada, juiciosa y plena.
Por desgracia, existen también emperadores nefastos. Es el caso de Calígula y Nerón, de la dinastía Julio-claudia (la primera del Imperio, a la que también pertenecía Augusto), o, un poco más tarde, Cómodo, el hijo de Marco Aurelio. Es necesario aclarar que, a pesar de que los historiadores se ponen de acuerdo en cuanto a su incapacidad para llevar las riendas del gobierno, en verdad es difícil distinguir en la vida de estos emperadores la verdad de la leyenda.
El Alto Imperio finaliza con una anarquía militar, un periodo de inestabilidad política que termina con la llegada al poder del emperador Diocleciano.
El Bajo Imperio y las dos Romas
Con Diocleciano se abre un periodo nuevo para la historia de Roma, porque fue este emperador quien instauró la tetrarquía. Este sistema de gobierno repartía el poder del Imperio entre cuatro personas, dos augustos y dos césares, diseminados en varias provincias a fin de controlar mejor las fronteras del Imperio. Además, bajo el reinado de Diocleciano se declaró una frenética persecución contra los cristianos, que ya empezaban a ser numerosos.
Constantino, hijo del césar Constancio Cloro, se proclamó único gobernante de todo el Imperio, con lo que la tetrarquía llegó a su fin. El reinado de Constantino es importante, entre otras cosas, por el decreto de tolerancia de cultos emitido en Milán en 313, por el cual el cristianismo dejaba de ser perseguido. Sin embargo, no sería hasta Teodosio (380) que el cristianismo se proclamaría religión oficial del Imperio.
Constantino es famoso también por la instauración de la nueva capital en Bizancio, antigua colonia griega situada en la actual Turquía, que recibió más tarde el nombre de Constantinopla en honor de Constantino. Esta Nueva Roma, como fue llamada en su fundación, tiene suma importancia en la historia, ya que sería la capital del Imperio Romano de Oriente o Imperio Bizantino, vigente hasta la conquista de los turcos en el año 1453.
Esta separación entre la Roma occidental y la oriental se produjo con Teodosio que, a su muerte (395), repartió el Imperio entre sus dos hijos: para Arcadio fue la parte oriental, mientras que Honorio se quedaba con Occidente. El Imperio Romano ya nunca más volvería a estar unido.
El fin del Imperio de Occidente
No podemos terminar este viaje a través de las etapas de la Antigua Roma sin comentar brevemente cómo fue el fin del Imperio de Occidente. Durante el siglo V, tribus germanas empezaron a penetrar en las fronteras del Imperio, que ya estaba muy debilitado. Roma no podía hacer frente al avance de estos pueblos que, lentamente, se iban estableciendo en territorio romano, ya fuera de forma más o menos pacífica (como el caso de los godos, a quienes los romanos les dieron tierras a cambio de ayuda militar) o violenta (los vándalos, que cruzaron la Península Ibérica a sangre y fuego y se instalaron en el Norte de África).
La historiografía tradicional da como fecha del fin el 476 d.C, con la deposición del último emperador, el niño Rómulo Augústulo, a manos de los hérulos. Ironías de la vida, el último gobernante romano occidental compartía nombre con el mítico fundador de Roma.