Las personas no nos limitamos a vivir, sino que conducimos nuestra vida, que nos es propuesta como una tarea, que no es otra que dar sentido a nuestra vida, y esto nos obliga a hacernos cargo de la situación frente a los objetos que nos rodean, a los otros, y a nosotros mismos.
Desde el nacimiento, se va formando de una manera muy compleja una imagen ideal de nosotros mismos que va pareja a la imagen que tenemos de nuestro cuerpo, y nos informa de nuestras más profundas apetencias. Deseamos exaltar y glorificar esta imagen ideal, y para ello, en nuestro inconsciente, vamos creando sistemas de defensa y autoprotección.
Todo lo que no satisfaga a esta imagen ideal de nosotros mismos crea un desequilibrio, una frustración que debemos evitar. Cuando la actividad que realizamos no satisface las apetencias de adaptación emocional entre la imagen ideal fabricada y la realidad en la que nos encontramos, no podemos realizar una perfecta estructuración dentro de nosotros mismos porque hay unos deseos “primitivos” (de rabia, vergüenza, envidia, rencor) que ninguna forma de vida que persigamos puede estructurar.
Esta actitud nos conduce a la apatía, no nos deja mantener constante el interés, la ilusión, el entusiasmo por esa cosa, al parecer tan sencilla, que llamamos vivir. Es, como diría el Homo Sapiens de las cuevas, tan humano, tan elementalmente humano, que podemos comprender, por qué la falta de reajuste entre el ideal de nosotros mismos se expresa por los disturbios en la esfera de lo mental con el desarrollo de producciones patológicas y neurovegetativas.
El problema de la apatía
La deshumanización, originada por las lesiones que produce el existir y el vivir, solo encuentran corrección cuando nos hacemos conscientes y responsables de que tenemos que cargar con nuestra propia situación.
Ahora bien, comprendida así la situación, lo que nos interesa destacar es que esta responsabilidad lo es, fundamentalmente, responsabilidad ante un deber, y este deber, es el de la realización, durante nuestra vida, de ciertos valores.
Los valores tienen una existencia real fuera de la persona que los percibe y maneja por lo que se hace necesario saber captar el valor de las cosas.
Dar sentido a la vida es situarla en el mundo de los valores, pero hay muchas formas de conseguirlo, que no podemos explicar en este momento, pero lo que sí queremos destacar, es que cualquiera de nosotros no debe aferrarse a un determinado grupo de valores, sin ver más allá de él, sino que debe ser lo suficientemente ágil para saber pasar de un grupo a otro. De este modo, la vida nos impone una adaptación elástica a las posibilidades que se nos ofrecen.
Como psicólogo especialista en psicología clínica, frente a mis pacientes, que acuden apáticos, sin ilusión, porque la vida les ha escamoteado su positividad de realización de valores, y, por tanto, nada les llena, nada les ilusiona, consiste en hacerles llegar a la conciencia que el sentido que ellos creen encontrar en otro modo de vivir, lo pueden encontrar en la vida que realmente viven. Y de este modo, si damos sentido a la realidad próxima del paciente, romperemos la dicotomía existente entre el ideal de ellos mismos y su realidad.
Todo psicoterapeuta está obligado a ayudar a comprender a sus pacientes que la puerta que separa el ideal de sí mismo y la realidad personal es una puerta de oro, que una vez franqueada el aspecto terrenal de su dicotomía se vuelve celestial y duradero porque es el motor de su crecimiento espiritual, emocional y físico que cristaliza en su humanización.
Desequilibrios emocionales
Cualquiera que lea el título de este trabajo que hemos desarrollado habrá podido pensar que íbamos a hablar sobre el trastorno depresivo persistente (distimia), ya que al término apatía se le añaden otros (poca energía o fatiga; baja autoestima; falta de concentración o dificultad para tomar decisiones; sentimientos de desesperanza).
Ahora bien, una revisión de la literatura sobre la fatiga –que es el síntoma que mejor caracteriza a la distimia-, nos muestra, ante todo, una gran variedad de definiciones y términos –ponosis, surmenage, astenia, y sobre todo, este oscuro grupo que venía denominándose, desde la época de Pierre Janet, como psicastenia, neurastenia, astenia constitucional, etc.-, que parece indicar una diversidad conceptual. Lo que sucede, creemos nosotros, es que con el término fatiga o apatía, u otros similares, se han expresado distintos aspectos de un proceso común.
Por eso en la fatiga o poca energía debe distinguirse la fatiga, propiamente dicha, que es el proceso dinámico en el que la realización decae, por lo que desde el punto de vista psicológico no tiene significación, y el cansancio que es un concepto puramente psicológico perteneciente al sector de la experiencia y que dificultad la concentración o dificultad para tomar decisiones (síntoma propio de la distimia).
Dentro de ciertos límites, ambos pueden darse independientemente. Así, en la huida ante los perseguidores, pueden agotarse las energías sin la menor sensación de cansancio, o bien el fenómeno contrario, tal como ocurre en ciertas enfermedades, como la distimia, en que aparece una viva sensación de cansancio –que avanza persistentemente-, mientras que apenas hay notable descenso de la capacidad de realización objetiva.
Como decíamos más atrás, el motor del crecimiento espiritual, emocional y físico que cristaliza en la humanización del ser humano reside en la armonía derivada entre su yo “real” (la persona que se es) y su “yo ideal” (la persona que le gustaría ser). Y el estado de ánimo depresivo, aquel que avanza durante la mayor parte del día, presente más días que los que está ausente, es una consecuencia –entre otras- de la disarmonía (entre su yo “real” y su yo “ideal).
Por eso, desde el punto de vista morfológico, la persona se diferencia de los mamíferos superiores solamente en el cerebro, pero no exclusivamente por su mayor tamaño global, sino precisamente por el mayor desarrollo de los lóbulos frontal y temporal.
De aquí cuando se lesionan estas porciones, ocurre que se producen trastornos que no tienen parejo en el mundo animal, y que algunos autores resumen con el término deshumanización.
Esta situación de la persona es decisiva para su comprensión. En los lóbulos frontal y temporal anida el funcionamiento de la personalidad (“¿Quién soy?”; “¿Qué camino seguir?”; ¿Qué empatía alcanzar?”; y “¿Qué nivel de intimidad conseguir?”). Estas preguntas obligan a sustituir un sistema fugaz de seguridad –propio de las fuerzas primitivas que compartimos con el reino animal (por ejemplo: la agresividad)-, por otro más débil e infinitamente más perceptible, pero que inexorablemente nos obliga a hacernos cargos de nuestra situación: situación frente a los objetos que nos rodean, a los otros con los que convivimos y frente a nosotros mismos –saber lo que queremos y dónde vamos-.
Los lóbulos frontal y temporal nos ponen en situación de tener que hacernos cargos de las cosas para poder vivir, lo que quiere decir para poder dominar y defendernos del mundo que ante nosotros se abre.
Dr. Juan José Regadera
Dr. Juan José Regadera
Doctor en Psicología con el titulo Oficial de Psicólogo Especialista en Psicología Clínica. Psicólogo Especialista en Psicoterapia en EuroPsy. Especialista Universitario en Psicología Clínica. Psicólogo EuroPsy Clínica y Salud y Psicoterapeuta Acreditado.
Cuando el miedo, la incertidumbre, la inseguridad nos invade aparecen los disturbios neurovegetativos (las somatizaciones), la apatía, la falta de ilusión porque no somos capaces de dirigir esa cosa tan sencilla y biológica que se llama vivir.
Y esto, no solo le sucede al adulto, también se presenta con un inicio temprano e insidioso (p. ej., en la infancia, la adolescencia o la juventud) y, por definición, puede tener un curso crónico llegando en edades más avanzadas a la distimia.