La mujer en la Edad Media

Hablamos de la situación de las mujeres en la época medieval.

La mujer en la Edad Media

Cada vez está más claro que de la Edad Media conservamos innumerables tópicos, heredados en gran parte del discurso “anti-medieval” que se gestó en la Ilustración. Efectivamente; en su lucha encarnizada contra el Antiguo Régimen, los “siglos de la razón” atacaron indiscriminadamente todo atisbo de “medievalidad”, ignorando, por cierto, que la Edad Media poco o nada tenía que ver con ese Antiguo Régimen que tanto denostaban.

El caso de la mujer es uno de los muchos ejemplos de esta mitificación ilustrada. Porque, si bien es cierto que el Medievo fue una época caracterizada por una fuerte misoginia, no lo es menos que la situación de la mujer empeoró drásticamente en los siglos siguientes, para convertirse, en pleno siglo XIX y parte del XX, en el mero “ángel del hogar” del que hablan los textos victorianos.

¿Cuál era, pues, la situación de las mujeres medievales? ¿Cómo era su vida? ¿Qué conceptos se tenía de la mujer en la Edad Media? En este artículo repasamos brevemente su realidad social, política, económica y humana de la forma más objetiva posible y alejada de los tópicos que tienden a acompañar este tema.

La mujer en la Edad Media: ¿pecadora o santa?

Christine de Pizan (1364-1431) escribió, en la temprana fecha de 1405, el que es considerado por muchos como uno de los manifiestos proto-feministas de la historia. El libro, titulado La ciudad de las damas, constituye un firme alegato en defensa de la mujer, en el que Christine expone los ejemplos de diversas mujeres históricas y bíblicas con el objetivo de demostrar que la mujer no es, en ningún caso, el “sexo débil” que los clérigos y los hombres doctos de su época se entestaban en atacar.

Si la escritora se vio obligada moralmente a realizar tal alegato, es porque, efectivamente, en el siglo XV imperaba una idea de la mujer y de lo femenino basada en la denigración y el desprecio. En concreto, la gota que colmó el vaso de la paciencia de Christine fue la publicación del Roman de la rose, un auténtico best-seller medieval en el que la mujer no salía precisamente bien parada. Sin embargo ¿fue siempre así? Y, sobre todo, ¿en verdad no existían otras visiones sobre la mujer en la Edad Media?

El concepto maniqueo de la mujer en la Edad Media

Según las Escrituras, la responsable de la caída del hombre (y decimos bien, del hombre, en masculino) fue Eva, la madre de la humanidad. A partir de entonces, todas sus hijas llevan en su seno el pecado original, que convierte a las mujeres en seres “despreciables” y carentes de cualquier virtud moral y espiritual.

Sin embargo, la Edad Media es una época de contrastes muy acusados. Porque junto a la figura de la pecadora encontramos a María, la madre de Dios, la figura virginal por excelencia que, con su pureza, redime a la mujer de su mancha y eleva su condición a los altares. Luego la caída se produce por una mujer, pero la redención también.

La “nueva Eva”

Algunos autores medievales vieron precisamente en el nombre de Eva el anagrama de Ave, el inicio del saludo que el arcángel Gabriel realiza a María. De esta forma, la mujer adquiere en el medievo una dicotomía muy acusada en la que no cabían medias tintas: por un lado, la mujer diabólica que incitaba al hombre al pecado; por otro, la mujer celestial, tocada de la mano de Dios y bendecida con el fruto de su vientre; es decir, Dios mismo.

Es precisamente esta condición de María como salvadora de la humanidad (y de la mujer en concreto) la que espolea un debate bastante manido en la Edad Media, que no verá solución hasta la época contemporánea: se trata de la cuestión de si la Virgen nació o no con la mancha del pecado original. Como hija de Eva (como todas las demás mujeres) debía ser así, pero ¿cómo se puede justificar que la mujer que da a luz a Cristo lleve en sí misma semejante mácula?

El dogma de la Inmaculada Concepción, establecido muchos siglos más tarde de la aparición de los primeros debates, cerrará el asunto. Pero mientras, durante el periodo medieval, la sociedad se moverá entre una concepción absolutamente dualista de la mujer; una concepción que la sitúa o en el pedestal más elevado (reflejado, por otro lado, en el amor cortés y la adoración ciega a la figura femenina como bendición del caballero) o en el más infernal de los abismos. María y Eva, Eva y María; una dicotomía que persistirá en la época moderna y que todavía hoy, en pleno siglo XXI, sigue presente en muchos de los conceptos que todavía permanecen en la sociedad.

La paulatina “misoginización” de la sociedad medieval

Si bien es cierto que encontramos la idea maniquea de Eva/María ya en los albores del cristianismo, no lo es menos que la sociedad medieval experimentó una paulatina “misoginización” a medida que avanzaban los siglos. Es decir, que la sociedad de finales de la Edad Media es mucho más misógina que la de los primeros siglos del periodo. Esto es debido, en parte, a la llegada de la filosofía de Aristóteles a Europa, de la mano de los comentaristas y traductores árabes.

La patente misoginia de clérigos y hombres doctos encontró su justificación perfecta con la expansión de las obras del filósofo griego, puesto que hallaron en ellas la explicación ideal a la supuesta “inferioridad” femenina. Aristóteles hablaba de la mujer como de un “macho frustrado”; es decir, una gestación que, en principio, debía producir un hombre y que, por circunstancias naturales, acababa dando una mujer como fruto. Entre algunas de estas “circunstancias adversas”, el filósofo presenta la corrupción del semen o la humedad del útero como factores que interfieren en el correcto desarrollo del varón.

Así, la llegada de Aristóteles supuso el golpe definitivo al estatus de la mujer, declive que se materializó en la edad moderna, cuando su condición social decayó definitivamente. Por tanto, es erróneo creer que la mujer gozaba de menor consideración en la Edad Media que en periodos posteriores; más bien fue exactamente al revés. Durante el periodo medieval las mujeres tenían ciertos privilegios que desaparecieron definitivamente en el siglo XVII, época en la que la masculinización de la sociedad (impulsada en parte por la mercantilización y el auge de la figura del burgués, por un lado, y por la recuperación del derecho romano, por otro), relegaron a las mujeres al papel de madre, esposa y guardiana del hogar.

La mujer trabajadora en la Edad Media

¿Queremos decir con ello que, en la Edad Media, la mujer poseía más libertades que en la época moderna? En parte sí, por supuesto. Este es uno de los mitos de los que hablábamos en la introducción, el de que la mujer medieval vivía absolutamente recluida y alejada de la sociedad. Nada más lejos de la realidad.

Especialmente tras el despegue de los burgos en el siglo XI, la mujer empieza a adquirir presencia en la economía. Las esposas e hijas de los burgueses participan en los negocios de los maridos y padres; no es para nada infrecuente ver en los talleres gremiales a mujeres pertenecientes a la familia del artesano colaborar en la producción de las piezas.

Por otro lado, tampoco era inusual encontrar a mujeres que se hacían cargo de los negocios familiares en caso de ausencia del marido, e incluso algunas participaban activamente en las ferias y los tratos comerciales. Nada que ver, como podemos ver, con la situación de la mujer en los siglos XVIII y XIX, donde su lugar es casi exclusivamente el hogar, al cuidado de los hijos y de la casa.

Un caso especial: la prostitución medieval

Si bien la prostitución siempre ha sido vista como un mal social, en la Edad Media esta actividad gozaba de una permisividad prácticamente inexistente en la época contemporánea. Para empezar, no eran pocos los clérigos que consideraban que, si la mujer cometía el acto carnal por dinero, no estaba cometiendo lujuria, uno de los pecados capitales. No sólo eso; muchos de ellos sostenían que era lícito que la mujer recibiera compensación económica por su “trabajo”.

Por supuesto, esta visión no contemplaba la realidad de la prostitución. Muchas mujeres se veían obligadas de forma forzosa a convertirse en prostitutas, ya fuera por una pobreza extrema o bien por encontrarse solas en el mundo, a merced de alcahuetes y proxenetas. Sin embargo, mucho peor lo tenían las meretrices clandestinas, es decir, las que no ejercían en locales regulados por las autoridades, que quedaban, así, expuestas a la violencia y el abuso.

En la sociedad medieval se pueden distinguir claramente dos tipos de prostitución: la “oficial” y la clandestina. La segunda se explica con su propia denominación; al margen de las autoridades, estas mujeres ejercían en la calle, en las tabernas o en los baños públicos, lo que llevaba a las autoridades a inspeccionar constantemente este tipo de establecimientos.

Las prostitutas “oficiales” se inscribían en unos censos oficiales, vivían y “trabajaban” en locales cedidos por las autoridades, pagaban impuestos y gozaban de una rígida regularización. Además, este tipo de prostitutas estaban protegidas por las autoridades, por lo que, en caso de abuso, podían recurrir a ellas en busca de ayuda.

La situación jurídica de la mujer: una menor eterna

La incursión de la mujer en el mundo laboral contrasta enormemente con la situación jurídica de la mujer medieval. Porque, si bien es cierto que en cada región existían leyes concretas al respecto que pueden variar unas de otras, en general podemos decir que se consideraba a la mujer una especie de “menor eterna”. Si bien las mujeres podían llevar querellas a los tribunales para reivindicar su patrimonio (como hizo la misma Christine de Pizan a la muerte de su marido), por otro lado estaban vinculadas a la figura masculina, bien fuera al padre, al marido o al hijo, y su estatus de “subordinadas” no les dejaba mucho espacio para maniobrar.

Matrimonio, viudedad e hijos

En el espléndido ensayo de Roberto José González Zalacain, recogido dentro de Las mujeres en la Edad Media (ver bibliografía) encontramos un resumen de la situación jurídica de la mujer en materia de bienes patrimoniales. El momento clave era, por supuesto, el matrimonio (única salida de la mujer, además del convento), donde se iniciaba una nueva célula familiar que debía contar con recursos económicos para subsistir. En este sentido, la familia de la mujer otorgaba la dote, mientras que el marido ponía a disposición de la nueva familia las arras, mucho menos cuantiosas y, a menudo, solamente voluntarias.

Sin dote, era inviable que una mujer contrajera matrimonio. La dote era necesaria incluso para entregar la vida a Dios, y muchas eran las mujeres que, en su testamento, dejaban cierta cantidad a parientes pobres para asegurarles un buen casamiento. En este sentido, los documentos atestiguan la enorme solidaridad existente entre las mujeres del Medievo, que se ayudaban mutuamente, conscientes quizá de pertenecer a un grupo con dificultades de vida propias y concretas.

La superioridad masculina se refleja claramente en las leyes patrimoniales. Si el marido fallecía, era necesario que, en su testamento, nombrara heredera a su esposa; de lo contrario, esta solo obtenía el usufructo de los bienes, que pasaban al heredero. De cualquier forma, aun y constando unas últimas voluntades al respecto, la mujer debía siempre acudir a los tribunales para reivindicar lo que, por derecho, le pertenecía. Por otro lado, en general, una mujer no podía convertirse en tutora de los hijos menores en caso de enviudar, debido a la consideración que se tenía sobre su sexo como “seres sin virtud, razón ni moral”. La tutoría pasaba, pues, a un familiar masculino; en general, era el propio padre quien asignaba el nombre en el testamento.

Mujeres poderosas

Hemos dicho que la mujer medieval sólo tenía dos caminos: el matrimonio o el convento. Estas dos realidades eran un reflejo de la dicotomía medieval que diferenciaba de forma muy estricta la vida terrenal y la espiritual, y ambas eran válidas en cuanto que alejaban a la mujer del fantasma de Eva. La sexualidad femenina, por tanto, o se anulaba (en forma de virginidad entregada a Dios) o se circunscribía de forma estricta al vínculo conyugal.

Cualquier otra cosa estaba fuera de los límites permitidos. Así, dentro de estas fronteras, las mujeres medievales intentaban liberarse del yugo que se le imponía a su sexo. Ya hemos comentado cómo las esposas e hijas de mercaderes y artesanos colaboraban en la economía familiar, e incluso cogían las riendas del negocio en ausencia de la figura masculina.

Por otro lado, las damas nobles ejercían de auténticos señores feudales, no sólo en ausencia del marido, sino también por derecho propio, pues recordemos que no eran pocas las mujeres nobles titulares de reinos, condados y señoríos. Es falso, pues, el mito que presenta a la mujer del Medievo esperando paciente y resignadamente el regreso del marido. Leonor de Aquitania, por ejemplo, era duquesa legítima de su feudo, y recorría sus posesiones incansablemente, como un auténtico señor feudal. Esta actividad política, social y económica es impensable en épocas posteriores, donde la figura de la reina o señora queda relegada a mera esposa del rey, garante de la sucesión legítima.

Entre las mujeres poderosas del Medievo encontramos también, por supuesto, a las abadesas. Las mujeres que se entregaban a la existencia monacal tenían sin duda innumerables ventajas; para empezar, se ahorraban una muerte prematura como consecuencia de un parto y, para continuar, tenían acceso a una serie de libertades y de conocimiento que eran impensables para las mujeres de otros estamentos. La figura de Eloísa d’Argenteuil, abadesa y erudita, nos sirve como magnífico ejemplo al respecto.

Conclusiones

El tema de la situación de la mujer en la Edad Media es algo complejo que no se puede abarcar en unas pocas páginas. Sin embargo, confiamos haber esbozado un retrato adecuado, que refleje, al menos, su esencia.

Si bien la mujer medieval sigue sujeta al concepto teológico de “pecadora” e “incitadora del pecado” y, por tanto, se considera indispensable que esté supeditada al varón, encontramos en este periodo figuras femeninas muy poderosas que gozaron de una libertad y un estatus difícilmente hallables en épocas posteriores. La mujer medieval no sólo era el pilar de la casa, sino también la compañera del hombre en actividades mercantiles y políticas y, a menudo, poseía derechos propios en este sentido, como la poderosa Leonor o las igualmente poderosas abadesas. Por otro lado, es necesario hacer hincapié en el paulatino avance de la misoginia, que se hizo mucho más patente a partir del siglo XIII (con la llegada de la obra de Aristóteles) y que perduró hasta bien entrado el siglo XX. O incluso más allá.

  • Mellén, I. (2021). Tierra de damas. Las mujeres que construyeron el románico en el País Vasco, Sans Soleil Ediciones
  • VV.AA. (2013). Las mujeres en la Edad Media, Sociedad Española de Estudios Medievales
  • VV.AA. (2018). Historia de las mujeres 2. La Edad Media, ed. Taurus Todas reinas, episodio 4 del podcast Divulvadoras de la historia, presentado por la historiadora Isabel Mellén y la periodista Naiara López de Munai.

Periodista

Licenciada en Humanidades y Periodismo por la Universitat Internacional de Catalunya y estudiante de especialización en Cultura e Historia Medieval. Autora de numerosos relatos cortos, artículos sobre historia y arte y de una novela histórica.

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